Un padre hosco, un hijo devoto: la historia íntima de los reyes Carlos I y Felipe II
Se cumplen 470 años de la abdicación de Carlos I en Felipe II

'Carlos V y Felipe II', de Antonio Arias Fernández | Museo Nacional del Prado
El 25 de octubre de 1555, el emperador Carlos I entró con paso lento en el gran salón de su palacio de Bruselas, apoyándose en un bastón y en el hombro del príncipe de Orange. Le seguían su hermana María y su hijo Felipe, príncipe de Asturias. Lo que iba a suceder a continuación era un hecho histórico en su reinado: Carlos anunciaría su abdicación en su hijo y en su hermano, aunque la fecha oficial de este retiro no se haría efectiva hasta unos meses más tarde, concretamente el 16 de enero de 1556.
Era un hombre de 55 años, cansado, aquejado de gota y de una vida intensa en la que nunca se tomó un descanso. Fuerte de complexión y carácter, sobre todo fue rey de campo de batalla. Llevaba 16 años viudo de Isabel de Portugal, su gran amor, aunque su boda había sido, como todas en aquella época, una razón de Estado. Pero estaba tranquilo porque tenía un heredero sano y adulto: Felipe.
Carlos se sentó en su silla imperial mientras un consejero leía un discurso exponiendo las razones de la decisión del emperador y, cuando este hubo acabado, se levantó con parsimonia, se puso las gafas y leyó lo que previamente había escrito: «Un elocuente y emotivo discurso en el que recordaba a su audiencia todas las empresas que había acometido en su nombre e instó a todo el mundo a mantener la fe católica como única religión». (Felipe II. La biografía definitiva, Geoffrey Parker, Booket, 2020). Felipe se arrodilló ante su padre y le pidió que se quedara un poco más, que lo necesitaba para seguir aprendiendo de él.
Comprender sin juzgar
Decía Georges Duby, historiador francés (1919-1996), que su profesión consistía en «esa extraña ocupación que consiste en retirarse, en hundirse en el silencio, mal informado, perdido entre huellas embrolladas, borrosas, dispares, para intentar comprender lo sucedido hace siglos». No puedo estar más de acuerdo con la precisión de su forma de explicar en qué consiste la hermosa y ardua tarea del que investiga la historia.
Una disciplina que muchos aman y otros tantos detestan, pero que pocos abordan como lo que debe ser: quitarse las gafas del presente, viajar al pasado y, con los mimbres de la época que se quiere estudiar, entender a ese personaje, entrar en su cabeza y comprender sin juzgar. La ideología debe quedar siempre fuera en la tarea de un historiador; de lo contrario, su trabajo carece del rigor más básico.
Un parentesco hosco entre padre e hijo
La abdicación de Carlos en su hijo (y en su hermano, pero por proximidad hablaremos de la del primero) debió de ser un momento emotivo e íntimo entre padre e hijo. Un parentesco que, lejos de ser entrañable, era hosco.
No hay motivos para creer que el padre no quisiera al hijo y viceversa, o que el heredero no admirase al padre, pero sus vidas discurrieron de forma tan paralela que rara vez llegaron a encontrarse. Es verdad que en el siglo XVI —y más tratándose de un rey y su heredero— cuesta imaginar un nivel de intimidad como el que hoy percibimos en Felipe VI, la reina Letizia y sus hijas, a los que perfectamente imaginamos en la intimidad de su hogar como una familia más.
Pero no es menos cierto que hablamos de seres humanos con sentimientos. De hecho, Felipe II mantuvo una extensa y preciosa correspondencia con sus hijas Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela, las que tuvo con Isabel de Valois, la única de sus cuatro esposas por la que manifestó amor.
Carlos y el final del imperio
Aquel día en Bruselas, Carlos desconocía que le quedaban apenas tres años de vida (moriría el 21 de septiembre de 1558), pero su inteligencia innata y su astucia le hacían intuir que el final no debía de andar lejos. Se sentía viejo, cansado, quizás agotado de tanto guerrear y cabalgar.
Su madre, Juana I, a la que las Cortes de Castilla jamás desposeyeron de su título —por lo que siempre compartieron de facto la gobernabilidad—, había fallecido seis meses antes, el 12 de abril de 1555, en el castillo de Tordesillas, poniendo fin así a 46 años de reclusión involuntaria e injusta.
Carlos se había quedado sin madre. ¿Acaso sentía remordimientos por lo que le había hecho? Hay numerosas cartas del hijo a la madre en las que se percibe respeto, tristeza y resignación. No hay signos de ternura explícita como en las de Felipe II a sus hijas, pero sí numerosos indicios de su verdadera preocupación por ella. Sabemos por su confesor franciscano García de Loaysa que «me es de gran trabajo de corazón ver a la reina mi madre en tal estado». También en su testamento dejó dicho que «la reina, mi señora y madre, ha padecido gran tribulación en su vida», algo que le hizo encargar múltiples oraciones por su alma.
Es curioso comprobar que el hombre más poderoso de la Tierra en ese momento tuviera ese proceder del que nunca podremos descifrar si respondió a una sola circunstancia o a muchas. Muere su madre, se siente enfermo y cansado, tiene un hijo sano y disponible para heredar, y toma la decisión de retirarse a un lugar tranquilo: el monasterio de Yuste. Él, que había pasado su vida entera recorriendo leguas sin descanso, elige para morir la paz de unos silenciosos y apacibles muros.
Dos temperamentos enfrentados
Cuando Felipe II nació en 1527 en Valladolid, su padre ya era emperador del Sacro Imperio Germánico. Sus posesiones eran extensas y estaban siempre en conflicto, un hecho que, unido a la personalidad de Carlos, hacía que este apenas estuviera «en casa».
Felipe creció sin la presencia de su padre y, por si fuera poco, su madre, la emperatriz Isabel de Portugal, falleció tras un parto en 1539, cuando él tenía tan solo 12 años. Isabel era una madre presente y afectuosa, pero tenía la labor de educar a un heredero, por lo que Felipe creció en un ambiente severo, disciplinado y austero, muy del gusto de la corte castellana. Nada que ver con el ambiente borgoñón en el que había crecido su padre, mucho más alegre y con menos severidad religiosa.
De los 12 a los 16 años Felipe solo mantiene relación epistolar con su padre. Crece rodeado de consejeros, pero sin afecto. ¿Es quizá este hecho el que hace de él un hombre tímido y reservado? Cuando su padre llega a Castilla se encuentra con un hijo ya adulto, serio, de pocas palabras, meticuloso; todo lo opuesto a él. Una sorpresa, sin duda, para un hombre acostumbrado a todo lo contrario, pero que ha de asumir que ese es su hijo y heredero, en quien tarde o temprano depositará todo su poder.
Felipe II, el hijo devoto
Felipe II siempre mostró devoción y admiración por su padre y una constante búsqueda de validación en él. Se educa en las tareas de gobierno a través de las misivas que su padre le envía, que más parecen de un tutor a un pupilo que de un padre a un hijo.
¿Es quizá por eso por lo que Felipe será un padre totalmente opuesto con sus hijas, mostrándoles en sus cartas prácticamente diarias preocupaciones más propias de un hombre del XXI que del XVI? Felipe se preocupa por la alimentación de sus hijas, por sus horas de sueño, por sus tribulaciones, por sus pesares; las aconseja, les cuenta qué come, qué hace durante el día, siempre encabeza con «A las infantas mis hijas» y se despide con «vuestro buen padre».
A las Infantas mis hijas
Ya podréis pensar lo que habré holgado con vuestras cartas y con las buenas nuevas que me dais en ellas de mi hermana y de todo lo que pasó en El Pardo hasta que escribisteis. Y así las espero el miércoles, con que después pasaría, así allí como en el camino y en San Lorenzo, que todo creo me lo escribiréis.
(Cartas de Felipe II a sus hijas, Ed. Turner, 1988)
La carta, lógicamente, es más extensa, pero en un solo párrafo revela la familiaridad, el cariño y la cercanía con que un padre se dirige a sus hijas. Una forma de actuar totalmente diferente a la que él había recibido del suyo.
El drama del infante don Carlos
Que tuviera un padre distante pudo ser una razón para ser él cercano, pero no es menos cierto que Felipe II tuvo un antes y un después en su vida, y no fue otro que la tragedia de la muerte de su hijo, el infante don Carlos, heredero e hijo de su primera esposa, María Manuela de Portugal.
Los hechos fueron los siguientes: nació en Valladolid en 1545; su madre murió a los cuatro días del parto y el niño fue criado por tutores. Su salud nunca fue buena, pero en 1562, con 17 años, se cayó por las escaleras del Alcázar de Madrid, sufriendo graves heridas en la cabeza. A partir de entonces, los cronistas hablan de cambios de humor repentinos, convulsiones, actitudes violentas y arranques de ira, un cuadro poco recomendable para un heredero.
Felipe II, metódico y obsesionado con el orden, trató de poner remedio con más disciplina, pero nada pudo hacerse y decidió apartarlo del incipiente poder que, como heredero, disfrutaba. Ni el padre se fiaba del hijo, ni el hijo del padre.
Cuando surgió una nueva revolución en Flandes, don Carlos vio la oportunidad de demostrar su valía ofreciéndose a comandar las tropas. Felipe II, lógicamente, se negó, y fue entonces cuando se cree que Carlos comenzó a conspirar. Temiendo lo peor, su padre ordenó su encierro en 1568.
La Leyenda Negra alimentó la versión de que Felipe II mandó envenenar a su hijo. No hay pruebas. Lo que sí se sabe es que Carlos hizo huelgas de hambre y se autolesionaba. Finalmente murió, y desde entonces Felipe II jamás levantaría cabeza. Guillermo de Orange difundió por Europa que el rey de España había asesinado a su heredero, y la historia quedó fijada en la imaginación europea como símbolo del monarca oscuro.
La historiografía no ha podido probar el envenenamiento, pero sí el durísimo encierro, devastador para un joven con una salud mental y física tan frágil. ¿Qué más podía haber hecho un hombre del XVI ante un hijo que amenazaba la estabilidad del imperio? No existía medicina que diera respuestas, solo sangrías, rezos y encierros.
El heredero y el legado
Volviendo al inicio de esta historia, cuando Carlos V abdica en su hijo Felipe, es un hombre acabado y sin apenas fuerzas para seguir luchando. Y Felipe tiene todavía una larga vida por delante. En el acto de abdicación, Felipe se arrodilla ante su padre, le besa las manos y llora. Es el único gesto afectivo registrado entre ambos.
Felipe recogió las enseñanzas de un padre autoritario con el que siguió carteándose cuando este se retiró a Yuste. En los últimos días de la vida del emperador, Felipe II lo visitó por última vez en un encuentro sobrio, contenido y lleno de respeto. En aquella conversación se escuchó una frase que ha pasado a la historia:
Hijo, he gobernado con la espada; vos gobernaréis con la pluma.
Una frase que resume su visión: el padre, hombre de acción; el hijo, rey de gabinete. Carlos murió en 1558. Felipe II heredó no solo un imperio, sino un modelo de deber, disciplina y silencio. Nacía ahí uno de los mejores reyes que ha tenido España y, también, uno de los más perseguidos por la Leyenda Negra.