Julio Llamazares: memoria y guerra en la geografía ibérica
«El paisaje nos sobrevive a todos, al tiempo y a los sucesos de los que fue testigo y cuyo rastro queda impreso en él»

Imagen de la portada del libro.
Vivimos en un tiempo saturado de memoria, hasta el punto de que esta aspira a desplazar a la historia en buena parte de los análisis y representaciones del pasado. Se trata no obstante, con malhadada frecuencia, de una memoria impostada o dirigida, que pretende imponer qué y cómo recordar, es decir, una memoria con unos intereses espurios que ni siquiera se recata en ocultar. Pero junto a esta memoria dirigida o politizada, pervive otra más espontánea, la que surge de abajo arriba, como necesidad de buscar raíces y referencias familiares en un mundo cambiante y una vida frenética.
Ese anhelo de bucear en el pasado inmediato para hallar raíces y referencias es el motor del último libro del novelista Julio Llamazares. Se titula El viaje de mi padre (Alfaguara) y su contenido responde exactamente a lo que dicho título enuncia. El escritor emprende un viaje por la meseta ibérica, por lo que bien podría denominarse la España profunda, reproduciendo el mismo itinerario que siguió su padre 86 años antes, desde las ásperas montañas leonesas hasta la zona levantina. El de su padre, no fue precisamente un viaje por gusto ni, mucho menos, un recorrido plácido, como el lector bien puede suponer. El de Llamazares es un homenaje y un reconocimiento.
En el otoño de 1937, Nemesio y Saturnino, dos jóvenes estudiantes de Magisterio de 18 años de edad se alistan voluntarios en el bando nacional. No les mueve el ardor guerrero, la filiación política ni las convicciones ideológicas, sino pura y simplemente el cálculo racional. Si no van voluntarios, en poco tiempo —cuestión de meses— irán de manera forzosa: «carne de cañón a Infantería». Voluntarios, al menos, pueden elegir la unidad en la que integrarse: el Regimiento de Transmisiones, un destino más privilegiado, dentro de lo que cabe. Nemesio era el padre de Julio Llamazares.
De este modo, salen los dos jóvenes de sus aldeas en la provincia de León (La Vecilla y La Mata), para incorporarse en Carrión de los Condes (Palencia) al antes mencionado Regimiento. Luego, siempre hacia el este por la meseta central, recalando en pueblos castellanos y aragoneses, desembocarán en las provincias de Teruel y Castellón. Quien sepa un mínimo acerca de la Guerra Civil, traducirá por las fechas y escenarios: las batallas de Teruel y de Levante, dos de las más sangrientas de la contienda española. «Las batallitas de papá», debió pensar durante gran parte de su vida Llamazares. No es que lo diga yo. Lo confiesa el propio autor, nada más empezar: «cuando mi padre me contaba esas historias yo no le hacía mucho caso».
Hasta que, con los años, uno termina viendo la vida de otra forma. Dejaré que lo exprese, mejor que yo, el propio autor: «ahora me arrepiento de ello, pues me gustaría saber más detalles de aquel viaje bélico, algo que ya no es posible. Mi padre murió pronto (con setenta y seis años, en 1996) y sus recuerdos quedaron en ese limbo de la memoria en el que se desvanecen las vidas de los que nos precedieron y a los que no escuchamos cuando estaban vivos. Luego nos arrepentimos de ello y, como yo ahora, tratamos de reconstruir sus pequeñas historias con los retazos de lo que se quedó en el aire y aún alcanzamos a recordar».
He dejado esa larga cita porque en cierto modo están ahí compendiadas, en esas certeras palabras, todo el sentido del libro. Una obra que nace de un empeño imposible pero, por otra parte, necesario: reconstruir hasta donde es posible aquel viaje que comienza en los últimos meses de 1937 y se prolonga durante los años siguientes. Un período marcado, sobre todo al comienzo, por unas condiciones climatológicas de excepcional dureza. Durante aquel invierno gélido, terrible, se llegó a combatir a menos de veinte grados bajo cero en la sierra turolense. Como en otros famosos escenarios bélicos, más mortífero que el propio enemigo resultó ser el general invierno.
El propósito del libro se asienta sobre una convicción que se explicita en las páginas iniciales: «la historia permanece en los lugares en los que sucedió como las palabras bajo la memoria». Desde esa premisa, para plantearlo de manera más concreta, Llamazares trata de recuperar «las historias que mi padre me contó y a las que yo no presté atención». Porque la geografía y los paisajes, insiste, tienen que conservar, como una pátina a ellos adherida, las vivencias de sus habitantes. Eso, en parte, es la historia, ¿no? O, al menos, la memoria.
Mejor dicho aún, eso es lo que queremos creer, o lo que se empeña en creer el autor para que su periplo tenga algún valor: busca «esa huella en el paisaje que los hombres vamos dejando a lo largo de la historia y que es nuestra verdadera memoria. Porque el paisaje nos sobrevive a todos, sobrevive al paso del tiempo y a los sucesos de los que fue testigo y cuyo rastro queda impreso en él para siempre». Pero ¿es así realmente o solo un desiderátum? Llamazares emprende su viaje en las mismas fechas invernales, pero el calendario señala ahora el año 2024, y esas algo más de ocho largas décadas que le separan del viaje de su padre conllevan que va a encontrarse un mundo distinto.
Es innegable que hay un trasfondo que permanece: la aspereza de la España interior, el paisaje deslumbrante, el clima extremo, las difíciles condiciones de vida (que hoy llevan a la emigración y al despoblamiento) y, claro está, la toponimia, esos preciosos nombres de pueblos castellanos, Quintanilla de Arriba, San Esteban de Gormaz, El Burgo de Osma… Pero todo lo demás ha cambiado. ¡Ni siquiera el frío es el de antes! O, por lo menos, ahora estamos más preparados para resguardarnos de él.
Los pueblos, sobre todo esos meses invernales y sobre todo esos pueblos del interior, a trasmano de grandes rutas, están vacíos, generando en el espectador o visitante una sensación de insondable decadencia. El símbolo supremo de ella serían los relojes parados en estaciones fantasmales, donde no pasan trenes ni queda a veces la vía férrea. Relojes que en algún caso carecen incluso de agujas. Imponentes edificios del pasado se caen literalmente a pedazos, ante la desidia administrativa. Esa España interior es como un decorado fantasma, un escenario que albergó brillantes representaciones, pero del que nadie ha retirado una escenografía ajada que se deteriora a ojos vista.
¿Y de la guerra, qué? ¿Qué huellas quedan en esta torturada Iberia? Pues en este caso podríamos seguir diciendo lo mismo, solo que tendríamos que añadir una coletilla indispensable: por fortuna. Las historias que aún le cuentan a Llamazares algunos viejos de los lugares que visita dan la impresión de leyendas o sucesos ocurridos en algún otro remoto lugar. Se hace así patente esa caracterización del pasado como un país extraño. ¡Cómo cuesta imaginar que en esos parajes vacíos, silenciosos, apacibles ahora, se desataran unos combates feroces entre compatriotas!: «La tierra temblaba y el aire estaba lleno de metralla». Tristes tiempos que, por fortuna, quedaron atrás, como una pesadilla de la que uno despierta.
La primera parte del viaje termina en Teruel. La segunda, de Aragón al mar, tiene lugar en junio de 2024 y pasa por Caspe, Alcañiz y Morella, entre otras localidades, para terminar en la sierra de Espadán, que fue el último infierno (en este caso, literal, por el calor) vivido por los dos soldados cuyo itinerario reproduce Llamazares. En este territorio agreste no ha mucho tiempo los españoles se perseguían unos a otros para matarse con saña. Solo el paisaje mudo sabe de tanto odio, sufrimiento y muerte. En su visita, el autor del libro encuentra a los lugareños de hoy congregados en el bar viendo un partido de fútbol en la televisión y a unos jóvenes corriendo delante de las vaquillas en las fiestas patronales, ajenos todos ellos a ese pasado próximo y terrible. Más vale así.
