El padre de la novia
El robo de las joyas del Louvre ha hecho evocar la figura de Eugenia de Montijo, la española Emperatriz de los Franceses

Cipriano de Guzmán, padre de Eugenia de Montijo, retratado por Vicente López.
La corona de la emperatriz Eugenia, que los ladrones del Louvre perdieron en su huida, va adornada por 1.354 diamantes blancos, 1.136 diamantes rosas y 56 grandes esmeraldas. Tan apabullante acumulación de piedras preciosas no se creó para una coronación u otro acto de máximo rango protocolario, sino para que la emperatriz la luciera en la Exposición Universal de París. No hay que decir que ella debía ser la máxima atracción de ese certamen.
Eugenia de Montijo, dama española y emperatriz de los franceses, ostentó también el título de reina del glamur en la Europa del siglo XIX. Madame Carette, famosa cronista de la corte de las Tullerías, decía de ella que «su perfil tenía la perfección de una medalla antigua», que «los hombros, el pecho y los brazos recordaban a las más bellas estatuas» y que «no podía comparársela con ninguna otra mujer». A ello contribuía su elegancia en el vestir —se la considera promotora del nacimiento de la alta costura francesa— y su gusto por las joyas. Lo robado en el Louvre, la maravillosa tiara de enormes perlas, es solo un botón de muestra, pues en sus años de reinado se gastó en bienes suntuarios más de tres millones y medio de francos, cifra inconmensurable para la época.
Su belleza delicada, su mirada lánguida, volvieron loco a Napoleón III, que se olvidó de sus planes de enlazar por matrimonio con alguna de las grandes casas reales. Cierto es que el emperador intentó hacerla su amante en vez de casarse, pero cuando la abordó a proponerle un encuentro ella le dijo con gracejo que «por la capilla», en el sentido de que se casaban por la Iglesia o no había nada que hacer.
Cuando se habla de Eugenia de Montijo se suele evocar a su madre, doña María Manuela Kirkpatrick, condesa viuda de Montijo, que fue la mano en la sombra que movió los hilos para convertir a su hija en emperatriz. Doña María Manuela era malagueña de nacimiento, aunque hija de un noble escocés exilado en España por su apoyo a los Estuardos católicos. Mujer inteligente y de fuerte carácter, se movía igual de bien en los círculos cortesanos —Isabel II la nombró camarera mayor, el máximo rango de la Corte española para una mujer— que entre escritores y artistas. Amiga íntima y protectora de Merimée fue la auténtica creadora de Carmen, pues Merimée le reconocía en una carta haber transcrito a la novela una historia que ella le había contado.
Por su matrimonio en 1817 con Cipriano Portocarrero alcanzaría la grandeza de España y una legión de títulos, y con este bagaje pudo lograr su gran objetivo, «casar bien» a sus dos hijas. Efectivamente, a la mayor, Paca, la unió con el noble más noble de España, el duque de Alba; a la pequeña, Eugenia, ya se sabe, con el emperador Napoleón III.
Cipriano de Guzmán
En el momento de la boda imperial, doña María Manuela llevaba ya trece años viuda, lo que explica que nunca se haya hablado del padre de la novia más famosa de Europa en su época, sin embargo Cipriano de Guzmán es un personaje apasionante, uno de esos protagonistas de la Historia de España que permanecen en el olvido, pese a sus hazañas, sus sacrificios y su subyugante personalidad.
Nació en Madrid en 1784, en el seno de una familia ilustrada y nobilísima. Su padre fue un valiente soldado, pero la personalidad dominante en su casa era la de su madre, María Francisca Portocarrero, dos veces grande de España y poseedora de más una docena de títulos nobiliarios, que además fue una notable intelectual y mecenas. Doña María Francisca mantenía uno de los salones más famosos de Madrid donde corrían ideas progresistas, y tradujo del francés obras que no gustaron a la Inquisición por considerarlas heréticas, concretamente jansenistas. Por esta causa Godoy la desterró de la Corte, y moriría confinada en Logroño en 1808.
Cipriano era el segundón de la casa, por lo que los títulos y la fortuna irían a su hermano mayor Eugenio, aunque, según costumbre familiar, a Cipriano le otorgaron el condado de Teba. Siguiendo el destino habitual de los segundones, Cipriano de hizo militar, estudiando en la Escuela de Artillería, que era el núcleo más ilustrado y científico del ejército. Era de ideas muy avanzadas y un entusiasta admirador del general Bonaparte, que representaba la concreción práctica de las ideas de la Revolución Francesa.
Cuando Carlos IV y Fernando VII abdicaron cobardemente en Bayona, entregándole el trono de España a Napoleón, Cipriano lo vio como una ocasión de oro para que España avanzase por la senda del progreso, y se convirtió en lo que despectivamente se llamaba «un afrancesado». Pero no sería un afrancesado intelectual como la mayoría de los que siguieron esa opción, sino que puso su espada al servicio del rey José Bonaparte.
Sin importarle que su hermano mayor Eugenio estuviese combatiendo en el otro bando, con los españoles, Cipriano luchó junto a los franceses en la Guerra de la Independencia, y en la batalla de Salamanca pagó un alto precio por ello, pues quedó cojo de una pierna y perdió un ojo, llevando el resto de su vida un parche negro como los piratas, según se puede ver en el retrato que le hizo Vicente López.
Cuando José I huyó derrotado de España en 1813, Cipriano de Guzmán, conde de Teba le acompañó, como hicieron 10.000 familias de afrancesados en el primer gran exilio político de la Historia de España. Pero a diferencia de la mayoría, él no cayó en la melancolía y el resentimiento, sino que volvió a ofrecer su espada al francés, esta vez a Napoleón, que le reconoció el rango de coronel del ejército imperial.
No eran precisamente buenos tiempos para alinearse con el emperador, que nunca se recuperó de la catastrófica invasión de Rusia. Tras la derrota francesa en la llamada Batalla de las Naciones (Leipzig , 1813), el ejército francés tuvo que combatir a la defensiva, ante la avalancha de ejércitos extranjeros que invadían Francia. Durante la campaña de 1814, el heroísmo del coronel Cipriano de Guzmán le valió ser condecorado personalmente por Napoleón, que le impuso la Legión de Honor en el campo de batalla.
El papel del conde de Teba sería fundamental en la defensa de París, asediado por austriacos, rusos y prusianos. Como oficial de carrera de artillería, fue Cipriano de Guzmán quien trazó las defensas de la capital francesa y, teniendo como soldados a los alumnos de la Escuela Politécnica, defendió una posición clave, desde donde sus cañones dispararon la última salva en defensa de la Francia napoleónica. Su papel en la defensa de París fue tan destacado que cuando los aliados impusieron la Restauración borbónica en Francia, el nuevo rey, Luís XVIII, metió en la cárcel al conde de Teba.
En 1817 Cipriano de Guzmán logró el perdón de Fernando VII, aunque se le asignó residencia forzosa lejos de Madrid, en Málaga. Allí conoció a María Manuela, una bella malagueña cuyo padre era a la vez exportador de vinos y cónsul de los Estados Unidos, y se casó con ella. Así pudieron venir al mundo Eugenia de Montijo y su hermana Paca, duquesa de Alba consorte.
Pero un hombre de acción como el conde de Teba no podía conformarse con una tranquila vida familiar. Cuando el Pronunciamiento de Riego obligó a Fernando VII a aceptar la Constitución de Cádiz, Cipriano de Guzmán se adhirió a la llamada Revolución Española, y fue presidente de la Confederación Patriótica en Málaga. Naturalmente, cuando la invasión de los Cien Mil Hijos de San Luís puso fin al Trienio Liberal y restauró el absolutismo en España, Fernando VII metió en la cárcel al conde de Teba. Volvería a encarcelarlo en 1830, porque Cipriano de Guzmán siguió conspirando siempre contra el absolutismo.
En 1834 se produjo un cambio fundamental en su vida. La muerte de su hermano mayor sin descendencia le convirtió en heredero tanto de la fortuna familiar —lo que había dejado de ella su hermano, que era un disoluto— como de los títulos nobiliarios. De la noche a la mañana se convirtió en uno de los primeros nobles del reino, con cuatro Grandezas de España, un ducado, 10 marquesados, 9 condados, 2 vizcondados y un señorío. Por desgracia solo disfrutaría de esta situación durante cinco años, pues falleció en 1839. No pudo ver como su hija Eugenia se casaba con un sobrino de su ídolo, Napoleón Bonaparte, y se convertía en Emperatriz de los Franceses.
