Barojiana
«Seguramente la historia le habría tratado mejor si hubiera tenido nombre y apellido anglosajones»

El escritor Pío Baroja, retratado por Sorolla en 1914. | Wikimedia commons
La primavera pasada un amigo me recomendó leer las memorias de Baroja, Desde la última vuelta del camino, mientras pasábamos al lado de la estatua del escritor cerca del Retiro, en lo alto de la cuesta de Moyano, por donde solía pasear. Como me fio de su criterio, busqué el libro. Tardé en encontrarlo. Está descatalogado. Pensé en sacarlo de una biblioteca, pero no habría podido subrayarlo y anotarlo, que es lo que suelo hacer con los libros que leo. En mi juventud, había editoriales españolas con ricos catálogos. Hoy muchas los han reducido, me temo que para rebajar costes. Es más barato guillotinar los libros que tenerlos en un almacén cogiendo polvo. El mundo literario, en España y en el fragmentado ámbito hispánico, es de dimensiones modestas, un poco de andar por casa. Al final las encontré de segunda mano, en una edición del Círculo de Lectores (1997, parte de las obras completas de Baroja, también agotadas) y este verano empecé a leer los dos volúmenes de más de mil páginas cada uno, que ahora termino.
Leer a Baroja es un placer. Tiene un maravilloso instinto de la lengua. La escritura es sencilla, oral. A veces da la impresión de estar dictando o hablando con alguien. No hay ningún rebuscamiento, ni en el estilo ni en las ideas. Aborrecía «la elocuencia y la solemnidad». No son propiamente unas memorias sino una colección de estampas, retratos y recuerdos. Hay también algo oriental en este libro deslavazado, sobre todo en la parte final, Bagatelas de otoño. Su autor reconoce que son «recuerdos a la deriva», sin poder «seguir rumbo seguro». La única unidad que tienen es la del estilo, reflejo de la personalidad de Baroja.
El libro empieza renqueante, con recuerdos de familia, infancia, estudios. No es ahí donde brilla más, sino cuando pierde el hilo biográfico y nos regala sus galerías de tipos originales y raros de la época, o sus colecciones de anécdotas recogidas en la calle, hablando con la gente. Desfilan por ahí multitud de personajes curiosos, literatos conocidos u olvidados, bohemios, músicos, timadores, mangantes, negociantes, sablistas, falsificadores, farsantes de todo tipo. A Baroja no le atraen los grandes personajes sino los pequeños y anómalos, los que tienen historias peculiares y estrafalarias, los que viven en los márgenes de la sociedad. De los supuestamente grandes, le interesa solo la estupidez que hicieron o dijeron un día y que los define mejor que la entrada que les dedica una enciclopedia.
Del mismo modo, de las ciudades describe los barrios marginales y las afueras, con su aspecto miserable. Por ejemplo, refiriéndose a la periferia de Madrid, de la que ha hablado a menudo en sus novelas, dice que el Manzanares, «en las inmediaciones del Canal, es feo, trágico, siniestro, maloliente; río negro que lleva detritos de alcantarillas, fetos y gatos muertos».
Sus opiniones políticas son una mezcla de conservadurismo, individualismo y anarquismo. Ahora bien, la política le interesa poco y parece causarle hastío. Se entiende. Eso no ha cambiado. Baroja explica su aborrecimiento porque en ese ámbito «no sólo se cree que el que no está conmigo está contra mí, sino que se cree que es un canalla y un vendido». Esto tampoco ha cambiado.
En cuestiones literarias, Baroja se despacha a gusto con algunos grandes escritores, con críticas duras a Pérez Galdós, Valle-Inclán, Gómez de la Serna, Mallarmé, Proust, Kafka, Céline y tantos otros. Tiene odios intensos contra muchos de sus contemporáneos, a los que considera mediocres y amanerados. Según dice, «en el ambiente literario no hay ninguna cordialidad y todo el mundo muerde si puede». Se le perdona la acritud porque es sincero, despelleja con estilo y gracia, y es también bastante despectivo consigo mismo. Solo se salvan algunos amigos: Azorín, Ortega, aunque incluso a Ortega le lanza un par de pullas. En algunas páginas parece un cascarrabias. Admiraciones, pocas, sobre todo de escritores clásicos y muertos: Dickens, Tolstoi, Dostoievski, Stendhal, Balzac, Poe, Hardy, Stevenson, Verlaine…
Las memorias de Baroja confirman el carácter autobiográfico de buena parte de sus novelas. Los pasajes sobre sus estudios de medicina, por ejemplo, parecen un calco de ciertos episodios de El árbol de la ciencia. Transcribe párrafos enteros de algunas novelas para ilustrar su vida, del mismo modo que algunas páginas de sus memorias podrían acabar en una novela. Baroja piensa que toda literatura genuina vive de la experiencia. Hacia el final de la obra incluye una serie de «reportajes», como el texto sobre la expedición de Gómez, el general carlista, o el retrato de don Salvador, que pretendía ser un Borbón, que están entre lo más logrado de la obra.
En parte por sus estudios de medicina y en parte por su carácter, a Baroja le atrae la ciencia casi más que la filosofía y las humanidades. Sus memorias contienen múltiples reflexiones científicas, sobre la evolución, la relatividad, la física cuántica, etc. A veces parece arrepentirse de no haberse dedicado a una ocupación más seria que juntar palabras. Da la idea de que su vocación literaria le ha pesado y le ha parecido un pasatiempo trivial. En un pasaje sobre la escritura afirma: «Tenemos algunos el vicio de escribir. Es difícil curarlo. […] Es un vicio contra el cual no se pueden poner leyes de castigo; hace más daño al que lo padece que a los demás».
Misógino confeso, en varios pasajes se refiere a un pliego de cordel: Los 49 motivos que tiene el hombre para no casarse. En realidad, el título de esa obrita mencionaba 499 motivos. Los motivos no sobran. Parece el libro de cabecera de un soltero empedernido como él. Pero su misoginia tal vez no sea más que una faceta de su misantropía.
Paul Schmitz, un amigo suizo que le leyó en voz alta en el monasterio del Paular algunas cartas de Nietzsche, escribió sobre él esta observación: «Baroja tuvo la sabiduría de permanecer soltero». También recuerda Baroja lo que dijo Diógenes cuando le preguntaron a qué edad convenía casarse: «En la juventud es demasiado pronto; en la vejez es tarde».
Puede que entonces se comprendieran mejor ciertas cosas.
Durante años fue gran lector de Nietzsche, que tuvo una influencia clara en la primera parte de su obra. En un pasaje cuenta que Ortega solía decir que, del mismo modo que las ratas trajeron la peste bubónica, Enrique Cornuty, escritor francés afincado en Madrid, había traído a España el decadentismo. Schmitz y otros trajeron el nietzscheismo, que tantos estragos causó en Europa, y cuya sombra sigue presente aquí y allá, en ciertas actitudes y reacciones.
En otro pasaje dice: «El proceso de Oscar Wilde fue tan ridículo como el Corydon de Gide. Este libro parece, por lo poco que he leído de él, la apología del homosexualismo. ¿Para qué esa apología y esa pedagogía? No se ve para qué. Lo mismo creo que se podría hacer la apología del herpetismo o de las hemorroides».
En otra parte declara que la homosexualidad «es cuestión que no me interesa nada. No creo que tenga más importancia que un catarro gástrico o una cirrosis hepática». Se queja de la atención desmedida dedicada a los «genios homosexuales» que parecen «la flor de la humanidad». Los demás escritores, dice, «grandes o pequeños, políticos o intelectuales, que no somos más que artríticos y reumáticos, hepáticos, legañosos, tartamudos, etcétera, podemos despedirnos de la idea de que se ocupen de nosotros, y si se ocupan, lo harán con un terrible desdén».
A pesar de esas declaraciones, en sus memorias habla tanto de la homosexualidad, y de forma tan curiosa, que uno se pregunta… Tal vez sean solo los prejuicios de la época, o su conservadurismo, o la educación médica que había recibido, que entonces consideraba la homosexualidad como algo patológico. Tal vez tuviera una homosexualidad latente y negada. O tal vez nada de eso.
Hay pocas mujeres en esas memorias. Habla de una rusa casada con la que flirtea durante una temporada que pasa en París, de ciertas norteamericanas que le molestan con sus preguntas insulsas y su optimismo nacional, de un tonteo de una noche con una austríaca opiómana que se aloja en su mismo hotel parisino, pero esos escarceos parecen forzados y poco convincentes.
No queda claro si realmente le atraían las mujeres. No me parece que en sus novelas haya personajes femeninos notables. Igual no recuerdo bien, porque las leí hace mucho. Ahora bien, él sabía que quienes leen son sobre todo las mujeres. Suelen tener, por regla general, más finura psicológica, más capacidad para gozar con la lectura, para imaginar y soñar, menos tendencia a dejarse engullir por los aspectos prácticos e inertes de la vida cotidiana. Por eso a menudo habla de sus lectoras, de lo que le han comentado. Dedica «a una dama» el prólogo de Bagatelas de otoño y transcribe varias cartas de lectoras desconocidas.
Su obra es ingente. Yo habré leído cinco o seis libros suyos. Un proyecto: leer las obras completas de Baroja. Gonzalo Sobejano las tenía en su despacho, una edición de cubiertas granates con muchos volúmenes, de la editorial Biblioteca Nueva, imprimida a varias columnas. Una vez le pregunté si lo había leído todo. Su respuesta fue: «Por supuesto, algunas obras varias veces».
Yo no sé si los libros de Baroja o su equivalente se habrían publicado hoy. Tal vez en alguna editorial menor.
Baroja era vasco, español, europeo. Viajaba de Madrid a San Sebastián, de San Sebastián a París, o de París a Londres, como quien coge el metro de Atocha a la Gran Vía. Paradójicamente, los mejores momentos parece pasarlos durante la Guerra Civil, en un cuartucho de una residencia universitaria en París. Su cultura y sus referentes eran europeos hasta la médula. Las personas individuales le interesaban más que las nacionalidades u otros constructos ideológicos. Seguramente la historia le habría tratado mejor si hubiera tenido nombre y apellido anglosajones.
Se le agradece la honestidad y el pesimismo, es decir, el realismo. En lugar de colorear el triste espectáculo que da el autodenominado homo sapiens sapiens, nos ofrece un aguafuerte oscuro y certero. Escribe: «Tantos años y tantos siglos de predicaciones de bondad, de caridad, de fraternidad, y el hombre sigue tan bruto como en la edad de Piedra». En otro pasaje dice que «la humanidad, vista en masa, no es un espectáculo edificante, parece una bajeza seguir viviendo». En esto tampoco han cambiado mucho las cosas. Viendo la dirección del periplo humano, ¿se puede pensar que esto podría acabar bien?
Hace poco estaba en una librería de lance y los autores y títulos de una serie de libros amontonados, recién llegados, me hicieron pensar en la biblioteca de un autor que en su día tuvo cierto renombre, recientemente fallecido. Le pregunté al librero si no serían por casualidad los libros de ese escritor, y me dijo que así era. He pensado en «adoptar» algunos. Al menos no han acabado guillotinados. Yo no sé qué pasará con las bibliotecas de los últimos lectores, cuando no queden librerías de lance. Seguramente los meterán en contenedores.
Hablando de guillotinas, Baroja cuenta una anécdota de la Revolución francesa. Con el fin de esclarecer si la cabeza, una vez separada del tronco, mantiene unos breves instantes la conciencia, el doctor Velpeau le propone al envenenador La Pommerais que cierre un párpado si, tras ser decapitado, le llama por su nombre y lo oye. «Cuando cayó al cesto la cabeza de La Pommerais, Velpeau le gritó su nombre, y la testa del guillotinado guiñó el ojo derecho».
Tal vez algunos libros también guiñen un ojo al ser guillotinados, antes de diñarla.
Una lectora escribe a Baroja que tenía psicología de gato, pero no de gato montés, sino de gato viejo y tranquilo que dormita al calor de una estufa. El gato viene a ser el «símbolo del egoísmo pasivo que protege el fuero interior, el núcleo que los artistas tienen que preservar a toda costa».
—¿Cree usted que alguno de sus libros quedará? —le preguntan al final.
—No sé. Es cosa que me tiene sin cuidado.
Vintage Baroja.
