Miguel Marías redescubre a Luis Buñuel más allá de los clichés
El respetado crítico de cine reivindica la etapa mexicana del director aragonés en el libro ‘Otro Luis Buñuel’

El cineasta Luis Buñuel.
Miguel Marías es un crítico de cine que fuma en pipa. Los más veteranos lo recordarán pontificando en aquel programa entre cinéfilo y mitómano, entre entrañable y apolillado que conducía Garci y se llamaba Qué grande es el cine. Un crítico que fuma en pipa parece un personaje sacado de un tebeo de Tintín o de Mortadelo y Filemón. O la parodia de un plumilla intelectualoide e insufrible de un sketch del Fying Circus de los Monty Python. Pero Miguel Marías, con su pipa, es un crítico respetado —además de hermano mayor del llorado Javier Marías— en unos tiempos en que la crítica de cine está al borde de la lobotomía, entre blogueros y youtubers advenedizos sin fondo ni formas y reseñistas profesionales cuyo arsenal analítico se limita al «me gusta, me emociona, me llega, me toca, me conmueve o me aburre».
Por eso hay que celebrar que Marías el de la pipa haya puesto punto y final a un libro que llevaba décadas rumiando sobre Luis Buñuel. Lo de las décadas de inmediato nos hace pensar en un tocho, en un ladrillo, pero resulta que no: Otro Luis Buñuel, publicado por Athenaica, es depurado y sucinto y tiene apenas 200 páginas que se leen a velocidad de crucero. La primera pregunta capciosa que se le ocurre a uno es esta: ¿Hacía falta otro libro sobre Luis Buñuel? Seguida de esta otra: ¿Queda algo nuevo por decir sobre él, del que conocemos hasta su receta para el Negroni, bautizada como Buñueloni? Lo que aporta este volumen, como ya insinúa su título, no son datos novedosos, sino una mirada diferente, que trata de ir más allá de los clichés sedimentados durante años con los que habitualmente se despacha al cineasta: el surrealista, el provocador, el anticlerical, el fetichista de los pies, el de los tambores de Calanda…
La propuesta de Marías consiste en reequilibrar la balanza y reivindicar la etapa mexicana del director, que se suele despreciar o mirar con cierto desdén, salvando solo los tres o cuatro títulos incuestionables. ¡Aleluya! Por fin me siento menos solo: llevo toda mi vida defendiendo esas películas mexicanas y mis interlocutores siempre me miraban como si fuera un idiota o un provocateur que suelta su boutade (recuerdo una cena en la que una célebre editora, ya fallecida, me reprendió con divertida condescendía: «Son cosas que se dicen a estas horas» como si todos hubiéramos bebido más de la cuenta y fuera el momento de decir chorradas).
Vista en perspectiva, la carrera de Buñuel es una de las más estrambóticas de la historia del cine. Debuta en 1929 como el cineasta surrealista por antonomasia con Un chien andalou -una película tan suya como de Dalí- y deja para la posteridad una de las imágenes más poderosas e inolvidables del séptimo arte: la de la navaja cortando el ojo. En los primeros años treinta, reincide en el vanguardismo con L’age d’or y con el documental Las Hurdes, sobre el que Marías apunta que Buñuel hizo «sin inventar nada, sin recurrir a los sueños ni la fantasía, su película más pura y profundamente surrealista, la única capaz de superar el realismo y el naturalismo, partiendo de lo real». Y después desaparece durante casi dos décadas.
Consecuencia de la guerra civil y el exilio, se suele decir, pero en realidad la desaparición empieza un poco antes. Porque a mediados de los treinta Buñuel está en Madrid ejerciendo de productor ejecutivo de sainetes republicanos para Filmófono, la productora de su amigo Ricardo Urgoiti. Participó en tres, dos dirigidos por Sáenz de Heredia y uno por el francés Jean Gremilion. Uno de los puntos fuertes del libro de Marías es que dedica atención a estas películas muy olvidadas y rastrea en ellas un aprendizaje clave para la posterior etapa mexicana: «Supusieron su primer contacto con el cine producido en condiciones de mercado, con actores profesionales y dirigido a un público amplio y nada elitista».
Películas de encargo
Cuando, ya en el exilio, tras unos años en Estados Unidos -sobre los que todavía quedan unos cuantos detalles por investigar- aterriza en México en 1946 y empieza a trabajar en su industria cinematográfica, debe aceptar todo tipo de encargos por pura supervivencia. Sin embargo, todas sus películas que rueda allí -las más personales, pero también las asumidas por pura necesidad crematística- tienen algún punto de interés, salvo la primera y más anodina, Gran Casino, que dirige al servicio de Jorge Negrete.
Incluso en las cintas a priori más alejadas del imaginario buñuelesco, las que Marías engloba bajo el calificativo de «Buñuel amable» logra incorporar pinceladas personales para hacérselas suyas, al tiempo que resuelve con impecable profesionalidad los encargos. Salvando todas las distancias que se quiera, es como cuando Lynch asume la dirección de Una historia verdadera: los reyes del cine «raro» y surrealista demuestran que son capaces hacer películas «normales» como los mejores.
Aunque en México Buñuel también logra sacar adelante proyectos más personales, sobre todo en los años sesenta, en esos años asume puros melodramas —como Una mujer sin amor y La hija del engaño— y comedias ligeras —como El gran calavera o la deliciosa La ilusión viaje en tranvía— y adaptaciones literarias como Robinson Crusoe. Son encargos que se toma con profesionalidad, pero en los que, tal como dice Marías, «introdujo bajo cuerda una suerte de comentario crítico a través de la puesta en escena, dando su punto de vista personal». Consigue de este modo hacer suyas películas que de entrada le eran muy ajenas, luchando en unas circunstancias adversas.
‘Él’, obra maestra
Todo lo contrario de lo que sucederá en su etapa final francesa de los años sesenta y setenta, en la que, rescatado de sus oscuros años mexicanos y restablecido su prestigio inicial de cineasta surrealista, rodará títulos como Belle de Jour, El discreto encanto de la burguesía, con la que gana el Óscar a mejor película extranjera, y Tristana (su segunda incursión española, tras Viridiana). De nuevo cineasta europeo -aunque seguirá residiendo en México hasta su muerte-, Buñuel recupera su pedigrí vanguardista y, con la total libertad que le da su productor y admirador Serge Silberman, desplegará un surrealismo de salón, juguetón y socarrón, muy disfrutable, pero también muy autoindulgente.
Aunque no comparto las críticas de Marías a Viridiana, sí estoy por completo de acuerdo con él en que «es muy posible que Él sea la obra maestra de Buñuel como cineasta clásico y El ángel exterminador lo sea de lo que podría considerarse cine moderno». Dos películas mexicanas que representan la potencia de ese «otro Luis Buñuel», junto con maravillas —algunas ya muy reconocidas, otras no tanto— como Los olvidados, Susana, Subida al cielo, El bruto, Abismos de pasión —gloriosa adaptación de Cumbres borrascosas de Emily Brontë—, El río y la muerte, la exquisitamente perversa Ensayo de un crimen, Nazarín y Simón del desierto.
