The Objective
Historias de la historia

Las batallas y las artes

‘El Cautivo’ de Amenábar es una frivolización vulgar de la vida de Cervantes, pero ha resucitado el interés por él

Las batallas y las artes

Alegoría de la batalla de Lepanto, por Tiziano (Museo Nacional del Prado).

Fabrizio del Dongo, el inolvidable personaje de La Cartuja de Parma, enloquece en su ardor romántico cuando Napoleón se fuga de la isla de Elba, retoma el poder en Francia durante los Cien Días y vuelve a enfrentarse con toda Europa. El amor a la libertad del joven personaje de Stendhal le empuja hacia uno de los mejores pasajes de la gran novelística del XIX. Fabrizio se suma por su cuenta al ejército francés en Waterloo, no hace más que dar vueltas por el campo de batalla, no se entera de nada y pregunta a los soldados que huyen tras la derrota que si eso era una batalla.

Frente al desconcierto del personaje de ficción tenemos la lucidez de un testigo sui generis de la batalla de Waterloo, Chateaubriand. El famoso escritor, creador del romanticismo francés, era un aristócrata de rancia estirpe, monárquico a ultranza, que había combatido contra la Revolución Francesa. Tras la derrota y abdicación de Napoleón en 1814, con la Restauración borbónica, el vizconde de Chateaubriand se convirtió en ministro de Estado de Luis XVIII, y cuando Napoleón se escapó de Elba y desembarcó en Francia, intentó convencer al rey de luchar a muerte para conservar el trono. Pero Luis XVIII prefirió huir a Bélgica y dejar a los ingleses el trabajo de derrotar a Napoleón.

Chateaubriand acompañó a su rey a esa corte en el exilio que se estableció en Gante. El 18 de junio de 1815, día de la batalla, Chateaubriand se hallaba solitario y melancólico en el campo cuando empezó a oír el tronar de los cañones. Entre Gante y Waterloo hay 60 kilómetros, pero era tal el estruendo del combate que Chateaubriand pudo seguirlo, fue un testigo no visual sino acústico, y según escribiría sintió el corazón destrozado por sentimientos contradictorios. Como leal defensor de la monarquía borbónica, necesitaba que Napoleón perdiese la batalla, lo que permitiría a Luis XVIII recuperar el trono. Pero como francés se sentía solidario con los miles de soldados que estaban derramando su sangre frente al enemigo secular, Inglaterra, y quería que ganasen los franceses.

Además de en la vida de sus protagonistas, las grandes batallas han influido notablemente en el arte y los artistas. Victor Hugo, considerado el príncipe de las letras francesas, tuvo también una relación ambigua con Waterloo. Era hijo de un general que permaneció leal a Napoleón, varios de sus parientes combatieron en Waterloo mientras su padre defendía el flanco de Francia, resistiendo durante 88 días en el asedio de Thionville. Durante décadas se negó a ir al escenario de la batalla porque le producía un intenso dolor. «Es no solo la victoria de Europa sobre Francia -decía- es el completo, absoluto, vergonzoso, incontestable, final y supremo triunfo de la mediocridad sobre el genio».

Sin embargo, a principios de 1861 estaba escribiendo su obra magna, Los Miserables, y sintió la necesidad de incluir la batalla de Waterloo en ese monumental fresco histórico que es su novela. Entonces, haciéndose un nudo en el corazón, no solamente visitó el campo de batalla, sino que se quedó a vivir en él durante dos meses, en los que escribió los geniales capítulos dedicados a Waterloo y de hecho terminó allí de escribir Los Miserables.

Lepanto

Si buscamos en el siglo XVI una gran batalla de influencia decisiva en la Historia, el nombre que resuena es Lepanto. Allí, en el Golfo de Patras, en aguas griegas del Mediterráneo Oriental, la Cristiandad, Occidente, le paró los pies al Islam, pues el sultán de Turquía había formado la más formidable flota para conquistar el Mediterráneo Occidental. Grandes nombres de nuestra Historia estuvieron en Lepanto, empezando por su jefe supremo, don Juan de Austria, y Alejandro Farnesio, hijo y nieto naturales de Carlos V, o don Álvaro de Bazán, el mejor marino de guerra que ha tenido España. Un Colonna mandaba la flota del Papa, una Doria la de Génova, y el mismo Dogo (jefe del Estado) Sebastiano Venier de Venecia.

Pero sobre todo allí estuvo Cervantes en su etapa de soldado —una condición al parecer indispensable para los grandes poetas del Siglo de Oro—. Luchó con heroísmo en una posición arriesgada, lo que le valió la felicitación de don Juan de Austria, que le aumentó la soldada en cuatro ducados, y dos arcabuzazos, uno en el pecho y otro en el brazo, que le convirtieron en «el manco de Lepanto». Pasó seis meses en un hospital de Mesina y luego volvió a participar en varias expediciones y batallas. Pero cuando terminó su servicio y regresaba a España, su barco fue capturado por los piratas berberiscos, que lo llevaron cautivo a Argel.

Estuvo prisionero durante cinco años, hasta que unos frailes mercedarios lograron el dinero para rescatarle, e intentó fugarse en cuatro ocasiones, fracasando en todas. Amenábar, barriendo para casa, explica que salvase la vida pese a su rebeldía por un amorío gay con el soberano de Argel, Hasán Bajá. No existe el menor indicio histórico de la homosexualidad de Cervantes, y, en cambio, la Historia nos da una explicación plena de por qué no mataron a Cervantes tras sus escapadas: porque valía mucho dinero.

Argel vivía de la piratería, los numerosos cautivos que hacían los corsarios en sus incursiones le permitían mantener una boyante economía esclavista. Había tres clases de prisioneros. En primer lugar, una masa de esclavos que trabajaban en la agricultura o en el servicio doméstico de sus amos. En segundo lugar, los «cautivos del Almacén». Eran personas diestras en diferentes oficios, desde la construcción de barcos hasta la medicina, y pertenecían al Estado, que no aceptaba rescate por ellos, ya que eran los que hacían funcionar las diferentes industrias y servicios. Vivían bien, en relativa libertad, e incluso se les permitía celebrar el culto cristiano en el Almacén.

Por último estaban los «cautivos de rescate», personajes importantes o ricos, a los que se ponía en libertad tan pronto se pagara su precio. Esta especie de aristocracia del cautiverio no solo disfrutaban de libertad dentro de Argel, sino que no tenían que trabajar, pues eran mantenidos por sus dueños. Y eran intocables, por su alto valor económico. Si uno de ellos moría, era una catástrofe para su amo, como que se hundiesen las acciones en la bolsa para un inversor.

Cervantes fue asignado a esta categoría porque cuando lo capturaron llevaba encima cartas de don Juan de Austria, recomendándoselo a su hermano, el rey Felipe II. El jefe militar de Cervantes quería recompensar su servicio castrense con algún puesto público, pero los corsarios pensaron que habían cogido a un gran personaje, y fijaron un precio elevadísimo para él, 500 escudos. Este valor hacía intocable a Miguel de Cervantes, cada vez que intentaba escaparse daban horrible muerte a sus compañeros de fuga, pero a él no le hacían nada.

Lo malo es que reunir 500 escudos resultaría imposible para la familia de Cervantes, y eso le llevaría a una prolongada estancia de cinco años en Argel, hasta que unos padres mercedarios dedicados al rescate de cautivos recolectaron esa cantidad. Lo bueno es que esa vivencia, considerada por el gran especialista cervantino Zamora Vicente el «hecho primordial» de su vida, le daría una madurez, un material literario y un prolongado tiempo libre, fundamentales para convertirse en el mejor escritor de la lengua española.

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