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Lo que hay que oír

Noventa años del concierto para violín de Alban Berg

«La tragedia de Manon confiere al concierto una intensidad especial que se transmite inmediatamente»

Noventa años del concierto para violín de Alban Berg

Alban Berg.

En la quinta de sus magistrales Norton Lectures, disponibles en la red e imprescindibles para quien quiera iniciarse en los fundamentos del arte musical, Leonard Bernstein se preguntaba por qué la música revolucionaria de Arnold Schoenberg no había encontrado, cincuenta años después de su aparición, su gran público, a diferencia de lo que había ocurrido con otros discípulos suyos, también compositores dodecafónicos de estricta observancia, cual era el caso, eminentemente, de Alban Berg. Han pasado otros cincuenta años desde entonces —Bernstein hablaba en 1973— and the mistery remains. Siendo como es un músico extraordinario, la obra más programática de Schoenberg ha quedado confinada en el museo de las vanguardias, sin que haya logrado trascender los límites de su ruptura. En cambio, Alban Berg, utilizando las mismas herramientas, logró crear un universo sonoro más dramático que emociona, digamos, de un modo inmediato, como ocurre con el lenguaje tonal.

En su exposición del problema, Bernstein demuestra, sentado al piano, hasta qué punto la separación estricta entre tonalidad y atonalidad es falsa, como el propio Schoenberg, por otra parte, ya había destacado. Bernstein sostiene que lo que llamamos dodecafonismo no es sino otra constelación del universo tonal. ¡Y para ilustrarlo, toca unos fragmentos del Clave bien temperado de Bach, del Don Giovanni de Mozart (el estremecedor pasaje en el que el comendador grita Tu m’invitasti a cena!) y del último movimiento de la novena de Beethoven, cuando el coro advierte la presencia de lo divino, momentos que podrían considerarse ejemplos prematuros de dodecafonismo, una especial forma de tonalidad utilizada para expresar «desarraigo», algo que está más allá de lo terrenal y que el oído no alcanza a identificar del todo. 

Bernstein analiza luego secciones de una partitura de Berg, en concreto del Concierto para violín, su última obra, de hecho, en la que eligió una serie de tonos llena de «implicaciones tonales», por ejemplo en la primera frase del violín. La explicación que Bernstein ofrece de ello es muy técnica pero fascinante. A su juicio, Berg, sin salirse del dodecafonismo, consiguió enraizar su composición en la tradición clásica con una «inversión bachiana», una «fragmentación beethoveniana», una «schumanesca ambigüedad rítmica» e incluso un vals, un Ländler, aparición espectral de la cremosa tonalidad vienesa en medio del bosque atonal. Bernstein señala también que el final del adagio remite a la frase inicial (tetracordio aumentado) del coral de Bach Es ist genug en su cantata O Ewigkeit, du Donnerwort. (Curiosamente, también Benjamin Britten la utilizó en su War Requiem). El caso es que Bernstein concluye que, a diferencia de Schoenberg, Berg consiguió crear una «ambigüedad positiva», mientras que su maestro, quizá por ser un pionero, se mantuvo en los ásperos confines de la negatividad más pura. Digamos que, en términos populares, seguramente intolerables para los puristas, uno puede silbar a Berg, cosa que resulta del todo impensable con Schoenberg. 

El Concierto para violín y orquesta fue compuesto en 1935, hace ahora noventa años, y estrenado póstumamente en Barcelona en 1936, en el Palau de la Música, con Louis Krasner, el violinista estadounidense que le había encargado la partitura, como solista. Krasner, interesado por la música dodecafónica, quería interpretar una obra de ese estilo y enseguida pensó en Berg, que al principio se resistió a la oferta, aunque luego se entregó a ella con un compromiso que desbordó las expectativas. El concierto está dedicado «a la memoria de un ángel», homenaje a Manon Gropius, hija de Alma Mahler y Walter Gropius, fallecida el día de Pascua de 1935 a los dieciocho años a causa de la polio. Al parecer, Alban Berg, muy amigo de Alma, amó a la niña desde su nacimiento como una hija y su muerte le afectó profundamente. Manon se convirtió en una joven muy bella y estuvo a punto de interpretar a un ángel en una producción de Max Reinhardt de El gran teatro del mundo de Calderón, según la adaptación de Hugo von Hofmannsthal. Pero su prematura muerte la transformó, en palabras de su madre, en un verdadero ángel. Elias Canetti también la evocó en sus memorias.

No hay duda de que la tragedia de Manon confiere al concierto de Berg una intensidad especial que se transmite inmediatamente. El violín, además, es un instrumento lírico, especialmente dotado para el canto, algo que de alguna manera obligó al compositor a encontrar un lenguaje positivo dentro de las limitaciones de la técnica dodecafónica. La obra consta de dos movimientos (Andante-Allegretto y Allegro-Adagio) perfectamente imbricados en una orquesta grande. Hay momentos de terrible intensidad seguidos de remansos de paz olímpica. El oído nunca deja de obedecer todas y cada una de las notas que suenan, sin resistirse a ninguna incomodidad y aceptando la belleza con un sentido ineludible de la gravedad. Berg quiso incluir las mencionadas notas de Bach en el coral Es ist genug («Ya basta, Señor / cuando quieras, libérame») para recordar la muerte de la muchacha y su transfiguración en el ángel del recuerdo. De hecho, Muerte y transfiguración de Richard Strauss no está lejos de su imaginación. 

Sea como fuere, el concierto es una de las partituras más turbadoras, enigmáticas e inagotables que se han compuesto jamás. Cuando uno la oye, se olvida de cualquier taxonomía y simplemente se sumerge en su mundo de inocencia, dolor, desgarro, alegría, danza y salvación. Porque la pregunta que se hace Berg, como la que poco antes había resuelto Rilke en los Sonetos a Orfeo —también dedicados a una joven traspasada prematuramente, la bailarina Wera Knoop, muerta de leucemia a los diecinueve— es qué hacer con el dolor en un mundo sin Dios, cómo integrar el sinsentido en una afirmación sin promesa que nos permita seguir viviendo aquí sin enloquecer por culpa de la negatividad. El propio Alban Berg, cuando estaba terminando la composición, enfermó y concluyó la obra contrarreloj, en la cama, obsesionado con la partitura, como si supiera que le quedaba poco tiempo. Tenía cincuenta años y al poco contrajo una septicemia que le costó la vida el día de Nochebuena de 1935. El Concierto para violín acabó siendo, por tanto, su propio Requiem.

Si hubiera que elegir, además de la inaugural de Krasner, algunas grabaciones de las muchas canónicas que hay, uno se quedaría con tres. La primera sería la que hizo el propio Leonard Bernstein al frente de la Filarmónica de Nueva York con Isaac Stern como solista. Es quizá la versión más romántica y mahleriana, la más dramática, ideal para quien no haya escuchado nunca el concierto. Luego estaría la del violinista alemán Thomas Zehetmair con la orquesta Philarmonia, dirigida por Heinz Holliger. Es una lectura más sobria y seca que enfatiza más los componentes vanguardistas que la herencia clásica, con un fraseo muy limpio y afilado del violín. Y finalmente la de Pierre Boulez con la orquesta de la BBC y Pinchas Zuckerman como solista. El ensamblaje entre el increíble virtuosismo de Zuckerman —capaz de dar al instrumento intensidades contrapuestas a lo largo de la obra— y la mano fría y precisa de Boulez descubre otra cara del concierto, complementaria a las múltiples e incesantes que pueden verse en esta composición que pronto cumplirá un siglo más joven, luminosa y sabia que nunca. 

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