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Lublin recupera la memoria judía

Brama Grodzka, el proyecto de Tomasz Pietrasiewicz, rescata el pasado de la ciudad polaca, punto de inicio de la ‘Shoah’

Lublin recupera la memoria judía

Ilustración de Alejandra Svriz.

«La memoria siempre vuelve», dice Tomasz Pietrasiewicz en el primer escenario que muestra al grupo de visitantes, un día de la última semana de octubre. Estamos en una gran explanada en forma de óvalo, a los pies del castillo de la ciudad de Lublin (Polonia), flanqueada por una manzana de casas alineadas en semicírculo, con aire de antiguas. Tomasz desmonta enseguida el equívoco: «Todo mentira, un decorado que oculta el pasado». En realidad, esos edificios se levantaron en 1954, en pleno régimen comunista. Aunque se parecen a las construcciones previas a la Segunda Guerra Mundial, no tienen nada que ver con ellas. Son un decorado que tuvo un efecto muy concreto: borrar por completo el recuerdo de lo que había allí antes, que no era otra cosa que la calle principal de Podzamcze, el antiguo barrio judío de Lublin. Aniquilados sus habitantes por los nazis, su memoria quiso ser cancelada después por los comunistas.

A principios de los años 90, ya en democracia, unas obras en la plaza descubrieron los cimientos originales. De allí mismo partía la larga y sinuosa calle de Lubartowska, que continuaba varios kilómetros hacia el norte. Y allí mismo cobró conciencia Pietrasiewicz, físico de formación y hombre de teatro de oficio, hoy un joven de 70 años. Hasta entonces, vivía ignorante de aquel pasado, igual que sus vecinos. ¿Cómo había sido posible haber borrado la memoria de casi la mitad de la población, que es decir la mitad de su historia, sin que a nadie le importara? Ahí inició la tarea de su vida, el singular Teatro NN y Brama Grodzka.

Así llamado por el lugar donde se encuentra, la «Puerta de la Ciudad», Brama Grodzka conectaba la parte cristiana y el barrio judío extramuros. Al otro extremo del casco antiguo se encuentra Brama Krakowska, la Puerta de Cracovia. Sobre la calle Grodzka, que comunica ambas puertas y atraviesa, por lo tanto, toda la ciudad antigua, cuelga la escultura de un equilibrista observado por un mono. La figura evoca a Yasha Mazur, protagonista de El mago de Lublin, la novela de Isaac Bashevis Singer en la que el premio Nobel, emigrado a Estados Unidos en 1935, recrea el paisaje, la lengua y la vida de los judíos polacos a finales del siglo XIX. Otra manera de traer al presente aquello que no existe.

En la explanada donde ha comenzado el recorrido, Pietrasiewicz puso en pie, en 2005, su primer «teatro de la memoria»: hizo brotar de las 70 alcantarillas de la plaza enormes y potentes haces de luz blanca, como pilares de un templo sostenido en el aire. Cada torre simbolizaba una casa, una escuela, un orfanato, un taller, una tienda, una sinagoga. Era su forma de devolver la presencia a lo que fue arrasado por los nazis y olvidado por los comunistas. Aquello fue efímero, pero dejó una huella. Una farola encendida desde entonces, de día y de noche. 

«El proyecto nazi fue una utopía oscura y la nuestra es una utopía luminosa», dice Pietrasiewicz. Es importante entender, insiste, que antes de la conferencia de Wansee, existió la Operación Reinhard, y que Lublin, sede del Gobierno General nazi —como se denominó a la zona de Polonia ocupada tras la invasión de 1939—, fue su centro. Lanzada en diciembre de 1941 y nombrada en honor a Reinhard Heydrich, arquitecto de la Solución Final, la Operación Reinhard ha quedado de alguna manera difuminada en el marco de la Shoah, pero es esencial para entender su mecánica. El trabajo de recopilación, archivo y difusión realizado por Pietrasiewicz y su equipo ayuda a comprenderlo. 

«Hacia el este de la ciudad se construyeron los primeros campos de exterminio de la historia: Belzec, Sobibor y Treblinka»

Lublin fue el corazón de las tinieblas. Hacia el este de la ciudad, siguiendo el curso del río Bug, se construyeron los primeros campos de exterminio de la historia: Belzec, Sobibor y Treblinka. Estos nombres marcaron el escalón más bajo que ha pisado el ser humano mucho antes de que Auschwitz-Birkenau —campo mixto de trabajo y exterminio— fuera sinónimo del Holocausto. Todo el operativo se realizó con extremo secretismo y eficiencia. Apenas hubo supervivientes. A medida que el Ejército Rojo avanzaba desde el este, los nazis desmantelaron los campos, demolieron las instalaciones y trataron de borrar todo rastro del horror cometido. Encuéntrese documentación de todo ello en dos obras monumentales: el libro La destrucción de los judíos europeos, de Raül Hilberg, y el documental Shoah, de Claude Lanzmann. A esa estirpe de intelectuales merece pertenecer Pietrasiewicz.

Si los nazis quisieron borrar a toda costa no solo a sus víctimas sino su propio crimen perpetrado contra ellas, Brama Grodzka quiere recuperar sus identidades. Así, expone 43.000 carpetas en una sala, una por cada vecino judío que habitaba Lublin en 1941. Gracias a la colaboración ciudadana y de diversas instancias internacionales, como el Yad Vashem de Jerusalén, se van rellenando. La mayoría aún están vacías, pero Brama Grodzka es un centro vivo y en expansión. Una utopía luminosa, ya lo dice su creador.

A lo largo de las salas, la vida queda plasmada en una serie de fotografías que recogen la vida cotidiana de los judíos de Lublin antes de la guerra, así como sus objetos de uso cotidiano y ritual, desde menorás con sus siete velas, hasta copas de kidush, juegos de Havdalá y vajilla tradicional para ocasiones especiales. Más allá de los objetos y las abstracciones, conmueven las personas, la carne y hueso que ignora el destino que la fatalidad les había asignado: niños en la escuela, ancianos en el campo, sastres en sus diminutas tiendas, padres en una boda acompañan el recorrido de los visitantes. Estas imágenes, de fotógrafos aficionados y recuperadas de archivos familiares, corren en paralelo a los retratos tomados por soldados alemanes de la vida bajo la ocupación nazi, dentro del gueto, en los meses previos a la deportación y exterminio. Los mismos rostros, pero ya no alados y leves, sino graves y circunspectos, conscientes de su abandono a los perros rabiosos de la historia. 

En el recorrido por la historia de la ciudad judía, Pietrasiewicz logra trasladar al presente la vibrante Lublin judía. Allí convivían socialistas del Bund, sionistas con sueños de emigrar a Palestina —entonces bajo mandato británico—, partidos religiosos y también corrientes místicas. Lublin era, además, un centro de tradición jasídica. También había teatro, revistas y periódicos en yidis, y una escena cultural riquísima. Mucho de esto está reflejado en El mago de Lublin y en toda la obra de Bashevis Singer. El recuerdo de un mundo extinto.

«Brama Grodzka está concebido de la luz a la oscuridad. Atrás va quedando la ciudad, adelante se abre el mundo de la ocupación y sus horrores»

Brama Grodzka está concebido de la luz a la oscuridad. Atrás van quedando la ciudad y sus deleites, adelante se abre el mundo de la ocupación y sus horrores. Para simbolizar este abrupto tránsito, se invita a los visitantes a cubrir con una tela negra una inmensa maqueta de la ciudad. El dramaturgo no olvida sus artes y efectos. Todo será negro y oscuro a partir de ahora. La visita está a punto de convertirse en un descenso a los infiernos.

El niño Heniek Zytomirski nos lleva de la mano. Captado por la cámara de su padre a lo largo de toda su infancia, en la última fotografía tiene seis años y posa sonriente en un portal —la entrada de un banco, se nos dice al pié—, con pantalón corto y camisa blanca impoluta. Es julio de 1939. Nunca llegará a entrar en la escuela primaria. Esa última imagen de Heniek en vida está reproducida y ampliada en una pared, frente a la cual se abre una escalera sin luz que sube. El descenso a los infiernos es físicamente un ascenso. La escalera está enmarcada por un dintel donde se reproduce lo que puede verse incluso hoy en algunos edificios conservados en la prolongación de la que fue la calle Lubartowska: la silueta de una vieja mezuzá, el tradicional símbolo de protección de las casas judías, arrancada a la fuerza. Al final de la escalera, se reproduce la misma puerta ante la cual posó Heniek por última vez, esta vez vacía. Lo que se oye es real: es el sonido del viento grabado en lo alto del memorial de las víctimas de Sobibor. ¿Sopla el viento de verdad? ¿Hace frío aquí? Es un espacio cerrado, pero un escalofrío recorre al visitante. Tomasz Pietrasiewicz repite otra frase a lo largo del recorrido: «No somos capaces de salir de este vacío». Como el teatro clásico griego aquí también se busca la catarsis. 

«¿Cómo puede contarse el horror?», preguntaba el escritor Pedro Sorela a sus alumnos de periodismo cuando les mandaba leer a Primo Levi. La respuesta que se encuentra en Brama Grodzka es opuesta a la sentencia de Adorno: elevando el horror a poesía. En una sala que reproduce un bosque de árboles secos, Pietrasiewicz trae a Paul Celan y su Fuga de la muerte: «Cavar tumbas en el aire porque así se yace cómodo». En otra, cuenta la historia del rabino Akiva, que fue quemado por los romanos y está recogida en el Talmud. En mitad de su martirio, envuelto en un rollo de la Torá, exclamó: «veo el pergamino quemarse, pero las letras levantan el vuelo». La memoria de los judíos europeos no son más que tumbas en el aire, historias que se cuidan aquí como en un «orfanato de la memoria».

Si Bertolt Brecht le exigía al teatro que no fuera un espejo para reflejar la realidad, sino un martillo para moldearla, Brama Grodzka es la mayor obra teatral del mundo. La última parada del recorrido es precisamente un escenario con gradas. Pietrasiewicz toma el espacio y anuncia que lo más importante del recorrido se encuentra ahí, el corazón de su proyecto. Enérgico, trae un atril al centro, y explica cómo encontró, en un viejo archivo, viejos negativos en vidrio hechos pedazos. A continuación, despliega dos paredes móviles, ocultas con telones, que enseguida también recorre. Ahí está esa pedacería, limpia y revelada: una mano que escribe, unas barbas ancianas, una espalda encorvada, un joven que fuma, mitades de rostros que miran al espectador. De la luz a la oscuridad, y de nuevo la luz… aunque esté rota en mil pedazos.

«Los obligaban a caminar desde la principal sinagoga de Lublin, a los pies del castillo, tres kilómetros hasta el matadero municipal»

Las historias que rodean a Tomasz Pietrasiewicz están repletas de esos destellos. Por ejemplo los recuerdos que le reveló su madre antes de morir, ya anciana y enferma de Alzheimer, quien nunca antes le había hablado de la guerra, y que venían a demostrar parte de lo que él intentaba resucitar en Brama Grodzka. De niña, su familia era pobre, y la mandaban a mendigar a casas judías: nunca regresó con las manos vacías. También presenció, de joven, la marcha de los judíos del gueto hacia el exterminio: los obligaban a caminar desde la principal sinagoga de Lublin, a los pies del castillo, tres kilómetros hasta el matadero municipal, que tenía una estación propia de ferrocarril.

Ese recorrido, externo al centro cultural, también forma parte de la visita. Allí de donde partían los trenes a la nada, se abre una estancia vacía de hierro con letras hebreas troqueladas —las «letras que levantan el vuelo» de Rabí Akiva—, idea también, claro, de Tomasz Pietrasiewicz. A continuación, una larga estela recoge, una por una, la fecha de los «transportes» de los judíos polacos, destino Belzec, Treblinka, Sobibor. Dos millones de personas en 17 meses.

Brama Grodzka, en el que trabaja todo un batallón de jóvenes entusiastas, es comprensiblemente visitado por judíos de todo el mundo. Suelen sorprenderse de que su artífice no sea «uno de ellos». «Supongo que todo sería más fácil», dice Tomasz Pietrasiewicz. Pero no: su proyecto no parte de la identidad, sino de la moral. Una misma humanidad, sin divisiones de sangre, religión o procedencia, sostenida por la memoria, la justicia y la compasión, tal como pedía ese otro hombre universal, él sí judío, Baruch Spinoza. En un momento en que, por doquier pero singularmente en España, la memoria se activa por decreto y se usa para dividir, la obra de este otro mago de Lublin devuelve la esperanza.

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