Matar a Goya
«Dejemos de ver su obra como la imagen del alma de un pueblo en decadencia y tengamos un arte que nos represente»

Detalle de 'Las parcas', de Francisco de Goya y Lucientes. | Wikimedia Commons
En su poema Los faros, Charles Baudelaire le concede a Goya, junto a Rubens o Delacroix, un lugar de preeminencia entre los grandes genios de la pintura. Ahí, con una literalidad que no sabe que va mucho más allá de sí misma, le llama «atroz pesadilla de cosas irreales». Es significativo que en dicho poema aparezca Goya y no Velázquez, cuya influencia era sin duda más determinante en la pintura que se hacía en los años en los que Baudelaire escribe su libro. No obstante, como buen moderno y creador, en gran parte, del mito de la modernidad, el autor de Las flores del mal aprecia en Goya, sobre todo, la ruptura con los cánones establecidos, su inmersión en lo feo y lo siniestro, la emergencia en su pintura de esas corrientes tortuosas que se agitan en los entresijos más recónditos de la conciencia: «Pesadilla de cosas desconocidas», recalca el poeta.
Hay que decir que Goya es, en efecto, el precedente ideológico y casi mitológico del propio Baudelaire y, después de él, de la mayoría de los movimientos que se suceden en el arte moderno. Llevando la sensibilidad romántica hasta sus últimos extremos lógicos, Baudelaire instaura en el arte y cabría decir incluso, en la moral, la dignidad de lo feo, de lo sórdido, de lo ínfimo, hasta el punto de que la belleza, entendida en su sentido clásico, pasará a convertirse en algo retrógrado y, con el paso del tiempo, en puramente reaccionario. Muchos años después, Adorno, en su Teoría estética, proclamará que «El arte tiene que convertir en uno de sus temas lo feo y lo proscrito: pero no para integrarlo, para suavizarlo o para reconciliarse con su existencia por medio del humor, más repulsivo aquí que cualquier repulsión».
Lo cierto es que a partir del Goya de la Pinturas Negras se produce una de las mayores desgracias en la historia de eso que convencionalmente conocemos como Arte: éste, incluso el más intencionalmente «realista», se convierte en «expresión». El arte ya no aspira a la ingenuidad antigua de pretender reflejar el mundo y mucho menos, a lo que Schopenhauer, un antiguo en este aspecto, consideraba que era su misión por antonomasia: mostrar la verdadera esencia de la realidad. Ahora el arte, hasta nuestros días, se transmuta en un correlato expresivo del sujeto que lo produce, de su personal perspectiva de las cosas y, en definitiva, de su irrepetible personalidad. Las consecuencias narcisistas que se derivan de tal inversión histórica están hoy, más que nunca, ante nuestros ojos en forma de una ingente banalidad artística que inunda de bagatelas perfectamente irrelevantes todas las instituciones museísticas.
En honor de Goya hay que decir, sin embargo, que cuando él pinta las hipnóticas deformidades de la Quinta del Sordo, hoy expuestas a la vista de todos en el Museo del Prado, está limitándose, en efecto, a exorcizar sus demonios personales, sin la menor intención de darle la difusión que nosotros conocemos. Francisco de Goya es en ese momento un hombre enfermo y profundamente desengañado. Como ilustrado militante que había sido, venía de una idea del hombre y de la historia plenamente optimista. El mundo estaba destinado a superar la ignorancia y la superstición y, con ello, las fuerzas de la dominación y el despotismo. El futuro de la Humanidad sería un luminoso progreso hacia el conocimiento y la libertad de los pueblos. Desde tales premisas su decepción con el curso de las cosas tenía que ser necesariamente más profunda.
El primer hachazo al sueño de la razón ilustrada vendrá desde dentro. La Revolución francesa, aquella esperanza de realización de los altos ideales de los filósofos del siglo anterior, se resuelve en un baño de sangre desconocido hasta la fecha. Más tarde, la Guerra de la Independencia en España, con sus desastres, su barbarie y la instauración final del despotismo borbónico de Fernando VII arrastraron al pintor a las más oscuras simas de la desesperación, por parafrasear el título de un pensador de estirpe goyesca. Desde entonces la obra del Goya alegre y vitalista, el soberbio pintor de toda clase de géneros, queda relegada a un segundo plano y es fagocitada casi en su totalidad, como nos demuestra ya el propio Baudelaire, por el Goya tremebundo y terrorífico, mucho más ajustado a la sensibilidad de los dos últimos siglos.
«El valor de Goya se deriva en parte de su condición de precursor y visionario de nuestro mundo»
El valor de Goya, en tal sentido, se deriva en parte de su condición de precursor y visionario de nuestro mundo. La anticipación plástica de todos los horrores inenarrables que hemos padecido se combina con su formulación a través de unos inéditos recursos formales y expresivos que se encuentran tan solo al alcance de los verdaderos genios. El problema, sin embargo, se deriva no tanto de Goya como hito incomparable de la pintura, sino del reduccionismo con el que, tal y como hemos visto en Baudelaire, ha sido acogida su obra, así como del olvido más o menos descuidado de una parte importante de la misma, sin la cual su visión tétrica del hombre y la historia se convierte en una mera exposición de unilateralismo. En términos existenciales, la negritud y la deformidad de su mirada tan solo puede considerarse un grito de dolor profundo, pero no el reflejo de una realidad humana que es siempre, a menos de que se padezca una mente seriamente enferma, mucho más rica y compleja.
Más grave aún es la influencia ideológica que ha ejercido en términos de, por así decirlo, iconografía imaginaria de nosotros mismos. Acogido por el pesimismo noventayochista como la representación simbólica más fidedigna del alma un pueblo en plena decadencia, el mundo brutal de Goya se convierte desde entonces en el paradigma simbólico de un país que, en realidad, no ha existido nunca; y lo que es peor, de un país que, a través de la influencia determinante del aragonés en nuestro arte y nuestras letras, nos hemos acabado creyendo acríticamente sus propios naturales. Si ya la leyenda negra había promulgado la idea de un país siniestro y cruel, el tenebrismo de Goya se convierte en la representación por antonomasia de una sinécdoque pictórica que se infiltra en gran parte de nuestra cultura y que deja fuera de ella a la España real.
Por supuesto, las secuelas deletéreas de esa mirada están presentes en nuestro arte y nuestra literatura, pero, tal vez, en ninguna otra forma de expresión resulta esto tan manifiesto como en nuestro cine. No hay película española en la que uno reconozca el país en el que vive. Hace poco alguien, a cuenta de la presunta marginación de Santiago Segura del establishment cinematográfico patrio, comentaba que Torrente es mucho más representativo del español medio que la mayoría de esos personajes circunspectos que suelen presentarnos nuestras películas con pretensiones solemnes. Lo cierto es que ambas perspectivas beben en las mismas fuentes y nos ofrecen una imagen deformada en la que siempre está ausente la impresión de realidad.
Es precisamente con Goya con quien se inicia una tendencia específicamente moderna: entre el artista y el mundo van a interponerse por sistema los presupuestos trascendentales de una determinada creencia ideológica. Lo curioso es que esto se produce en un país cuyo arte, más que cualquier otro, se había caracterizado por su realismo, aquello que tanto irritaba a Ortega precisamente porque consideraba que el yo, al contrario que la circunstancia, no estaba nunca presente. Pues bien, a estas alturas de la película, uno se encuentra ya tan hastiado de toneladas de yoes perfectamente intrascendentes que se consideran a sí mismos la representación del mundo, que lo que añora es precisamente esto último: la realidad, la vida, las cosas. Aquello a lo que se refería Husserl cuando instaba a la filosofía a proyectarse sobre las cosas mismas. Por eso, aun reconociendo a Goya como nuestro padre, y precisamente por ello, tal vez va siendo hora que comencemos a matarlo. Más que nada, por tener la oportunidad de un arte que de verdad nos represente.
