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Cultura

Las edades del Partenón

Mary Beard indaga en un libro en las leyendas y misterios del monumento más memorable de la Atenas clásica

Las edades del Partenón

Le partenón de Atenas.

Las cosas que miramos no son exactamente del modo en el que las vemos. Y aquello que ignoramos o es invisible ante nuestros ojos, de una u otra forma, existe y persiste. Si aplicamos ambas paradojas al Partenón de Atenas, la corona semiderruida de la mítica Acrópolis, descubriremos que lo que en apariencia todos creemos rotundo, diáfano y concreto puede esconder muchos misterios. A la tarea de descifrarlos —con datos, fuentes y estudios— dedicó hace tres años la historiadora británica Mary Beard un libro que ahora, gracias a la traducción de Silvia Furió, llega a las librerías españolas de la mano de la editorial Crítica (Planeta).

Beard ha escrito profusamente sobre el mundo antiguo. En especial sobre Roma. Le dedicó una monografía —también en Crítica— al Coliseo, en este caso escrita junto a su colega académico Keith Hopkins. Su indagación en la historia de ambos edificios, probablemente los grandes símbolos de estas civilizaciones perdidas, prolonga una tradición literaria que consiste, igual que sucede en el arte de la écfrasis —basado en la representación verbal de una imagen—, en desbrozar las distintas capas de datos, leyendas, verdades y mentiras que acumula un objeto; en este caso, arquitectónico.

Se trata de una tarea difícil y esforzada, igual que la limpieza de un cuadro o la reconstrucción de una estatua amputada. No tanto por la meticulosidad que exige cuanto porque quien la aborda sabe perfectamente que dar auténtica vida al arte antiguo implica quebrar el arquetipo y la convención social con la que este ha llegado hasta nosotros. Al realizar esta labor, en general ingrata, se trabaja con las sucesivas láminas que el tiempo deposita sobre las cosas. La restitución de la pieza a su estado original implica defraudar a quienes creen que la historia conserva, en lugar de destruir.

Beard supera este pie quebrado con oficio y soltura. Su libro combina la alta erudición con la divulgación de una forma inequívocamente british: rigurosa, irónica, entretenida y polémica. En el caso del Partenón, el gran monumento de la antigua Grecia, que es la que describió Pausanias cuando ya era parte del imperio romano, tanto su rotundidad como su perfección —incluso como ruina— han hecho pensar que se trata de una arquitectura sin misterios, herida por su uso como polvorín turco —fue un blanco ineludible en la guerra con los venecianos de mediados del siglo XVII— o tras la decisión de Thomas Bruce, el séptimo el conde de Elgin, ladrón con indudable buen gusto, de llevarse la mitad de sus mármoles, expuestos desde el siglo XIX en el interior del Museo Británico, muy lejos del lugar para el que Fidias, su creador, los concibiera.

La historiadora británica aborda in extenso ambos episodios pero retrocede también hasta los anales más primitivos del templo de Atenea, que no son todos los posibles, sino únicamente aquellos que, de forma aleatoria, han llegado a nuestros días. Navega así por todas las edades históricas del Partenón y visita sus cicatrices, como si fuera el rostro de un guerrero.

Símbolo cultural

Su tesis de fondo desconcierta: el edificio que a nuestros ojos es el epítome de la antigua Hélade —el templo dedicado a Atenea, la virgen del paganismo— no fue para sus contemporáneos una obra tan indiscutible como pudiera parecer. Elgin trasladó sus frisos y relieves a Londres entre 1801 y 1805. Dos años después los expuso en un cobertizo de su mansión en Park Lane. El efecto que provocó su exhibición fue deslumbrante para unos y decepcionante para otros.

A muchos eruditos en historia clásica les permitió ver con sus propios ojos el arte que solo habían estudiado en los libros. A las almas más sensibles, entre ellas la del poeta Byron, les resultó imperdonable que esta estatuaria hubiera sido arrancada de su espacio natural. Muchos de los que contemplaron los relieves de Fidias sintieron una epifanía: estaban delante de los fragmentos del monumento que representa la geografía donde nació la cultura que tiempo después llamaríamos occidental. Otros, en cambio, descubrieron que la realidad no colmaba sus expectativas. No hay como mitificar una cosa para que, al tocarla con las manos o mirarla desde cerca, se rompa sin remedio ese sortilegio de lo desconocido, que es un atributo de nuestra mente más que una cualidad intrínseca del objeto artístico.

El poeta John Keats visitó el cobertizo de Elgin poco antes de que el gobierno británico le comprase su colección. Al abandonar el lugar escribió un soneto y, más tarde, su célebre Oda a una urna griega, donde dice: «Las melodías conocidas dulces son, pero las desconocidas / aún son más dulces». El Partenón reúne ambos ingredientes. Se trata de un edificio —en primer término— y de un símbolo cultural —en segundo grado— generoso en el arte de las máscaras. La primera está en su propio nombre, que en griego antiguo se refiere al «lugar de las vírgenes o las doncellas». La segunda es la gigantesca estatua, hecha de madera, marfil y oro, de la diosa Atenea, desaparecida sin dejar ni el más mínimo rastro.

Beard sostiene que lo que ha hecho célebre al templo de la Acrópolis es su «desmembramiento». En efecto: el Partenón causa el efecto hipnótico de las mejores ruinas, que sugieren más por lo que perdieron —sus tesoros, sus figuras, los colores que un día abrigaron sus categóricas columnas— que por aquello que todavía retienen, que ya no es como fue ni tampoco como después sería. El templo de Atenea fue indistintamente mezquita, iglesia bizantina y una ruina mucho más desventrada que la que ahora contemplan quienes ascienden a su atrio. Su destrucción es lo que lo ha conservado. Como otros edificios, el Partenón no es uno, sino ciento, al haber sido sometido a alteraciones e intentos de reconstrucción y padecer, lo mismo que todos los hombres, el deterioro del tiempo y la erosión ambiental.

Visión de los contemporáneos

Los documentos sobre su construcción son escasos pero elocuentes, aunque en ellos no se detecten demasiados elogios ni superlativos sobre el edificio, a pesar de su mágico enclave. No resulta, pues, sencillo averiguar cómo lo veían sus coetáneos, sino como un carísimo capricho de la vanidad de Pericles o la expresión arquitectónica de la pretensión imperialista de Atenas frente al resto de las urbes-estado que formaron parte de la coalición griega que combatió y ganó a los persas.

La limitada información que se custodia sobre sus obras, y que Beard reseña por su infalible prosaísmo, está llena de sorpresas. El templo que a todos se nos figura eterno se construyó rápido y corriendo. Más que una obra venerable, fue recibido como una disonancia arquitectónica. Pero ni Ictino, ni Calícatres —sus diseñadores—, ni Mnesicles, encargado de los Propileos, ni Corebo, autor de la Sala de los Misterios, ni Fidias, escultor y responsable de los trabajos, incumplieron nunca la fecha de su contrato.

Beard también desvela que, además de un espacio religioso, el Partenón fue: el banco donde se custodiaba el oro de la Liga de Delos, una catedral bizantina, una guarnición militar, la mezquita del sultanato, el símbolo de la independencia griega, el destino del Gran Tour de los señoritos —y señoritas— europeos, y un hito del pretérito. Le Corbusier, padre de la arquitectura moderna, dijo de él que era el edificio más perfecto que conocía. Concibió su revolución inspirado por el blanco de sus mármoles y la simpleza de sus formas puras. Nunca olvidó la impresión que le causase el templo dedicado a Palas Atenea: «Un edificio robusto, desnudo, escueto, violento; una protesta contra un paisaje de gracia y terror».

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