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El mejor disco de Karajan

El director dominó la escena europea y la industria discográfica en la segunda mitad del siglo XX

El mejor disco de Karajan

El director Herbert von Karajan. | Wikimedia

Los lectores de esta sección habrán advertido más de una vez que este oyente lego se permite, cada vez que aparece su nombre, vilipendiar con descaro al difunto Herbert von Karajan, el director que dominó la escena europea y la industria discográfica en la segunda mitad del siglo XX. Como toda manía personal, la aversión encierra algo de verdad y otro poco de injusta exageración, motivada sobre todo por haber sido Karajan algo así como la némesis de Wilhelm Fürtwängler, primero, y de su discípulo Sergiu Celibidache, luego, representantes ambos de una concepción artística que el austríaco menospreció y desbarató, imponiendo en la Filarmónica de Berlín un estilo mucho más funcional y comercial, el hilo musical continuo, de hecho, con el que logró llegar hasta el último rincón del planeta (salvo Israel) y enriquecerse como no lo había hecho antes ningún otro director. 

Pero antes de ir a las salvedades, conviene dejar claros los motivos de la antipatía. El Karajan que conoció mi generación fue el último y más almibarado, cuando, sobre todo en la década de 1980, ya se había rendido a los encantos de la tecnología, cuyo incipiente desarrollo saludó entusiasmado como una nueva forma global de arte. Su estilo tardío, a veces tremendamente amanerado y schöngeistig —adjetivo alemán muy preciso que podría traducirse como «estetizante»— envolvía cualquier partitura hasta adaptarla a las medidas del lecho de Procusto de su ideal de belleza. Ya dirigiera Vivaldi, Beethoven, Bruckner o Sibelius, todo debía sonar igual, con un característico sonido sedoso, un barniz que unificaba formas musicales a veces muy distintas y aún opuestas. Rostropovich contaba al respecto una anécdota muy elocuente. Durante unos ensayos del Don Quijote de Richard Strauss, el chelista creyó oportuno, por la dificultad de la situación descrita en la partitura, rasgar un poco las notas, como suelen hacer los rusos. Y Karajan le detuvo consternado: «¿Por qué haces esos sonidos tan feos? ¡Nunca hay que hacer sonidos desagradables!» Como contaron algunos de los músicos más antiguos de la Filarmónica de Berlín, la obsesión de Karajan por la belleza era una consecuencia de la devastación sufrida en la guerra, un intento de restitución. Es una manera plausible de verlo.

Por otra parte, el deslumbramiento tecnológico animó a aquel dictador de la batuta a realizar unas filmaciones verdaderamente delirantes y que hoy en día no pueden verse sin una mezcla de incredulidad y vergüenza ajena. Su egomaníaco narcisismo le llevó a grabar aparte la imagen y montar luego el sonido. En pantalla, casi siempre se veía al maestro en primer plano, dirigiendo falsamente, con los ojos cerrados —una costumbre detestable e incomprensible— y de vez en cuando algún plano en fuga de los metales o de las cuerdas, convertidos los músicos en marionetas al servicio del gran demiurgo. Como suele ocurrirles a todos los narcisistas patológicos, su afán de protagonismo era insaciable y deletéreo. Su contrato vitalicio con los berlineses terminó siendo una tortura, ya que al final Karajan se llevaba muy mal con la orquesta, que cada vez toleraba peor sus imposiciones y caprichos. Pocos meses antes de morir, en 1989, renunció despechado, amargado y muy enfermo.

Karajan ha quedado, para el gran público, como el supremo intérprete del repertorio clásico alemán. Pero lo cierto es que, en ese campo, sus discos más divulgados, hechos en aquella época última de fiebre tecnológica, casi siempre en estudio, han envejecido muy mal. Su Beethoven y su Bruckner, por ejemplo, son a menudo excesivamente rutinarios, de una perfección postiza, sin alma ni riesgo. Y hay algunos compositores, como por ejemplo Schumann o Schubert, con los que se nota que no tiene ninguna afinidad. Su novena de Beethoven, que grabó tantas veces, nunca logró desplazar a la versión prodigiosa de Furtwängler, ni siquiera a la del húngaro Ferenc Fricsay, quizá la más perfecta y exacta que jamás se haya hecho. 

Otro de los defectos de Karajan era su total falta de sentido del humor. Todo en él suena solemne, grave, metafísico, a veces hasta el ridículo más embarazoso. De ahí que su Mahler sea tan aburrido y a ratos incluso cursi. Mahler fue uno de los primeros en burlarse de la propia sonoridad romántica, haciendo a menudo inesperadas muecas —Grimaces, en alemán— que el oído puro del salzburgués se empeñaba en edulcorar. Por la misma razón, su versión de La consagración de la primavera es bastante sosa e insustancial, sobre todo si se la compara con la de Leonard Bernstein, una explosión de ritmo y sensualidad desbordantes.

Hay, por supuesto, hermosas excepciones, como por ejemplo su octava de Bruckner, tanto la grabación de 1975 con los de Berlín como la última —una especie de testamento—, que dirigió en 1989 con la Filarmónica de Viena, justamente canonizada. La violencia marcial de su batuta y su manejo increíblemente virtuoso de las cuerdas —su principal seña de identidad— juegan aquí a su favor. Quizá no sea una interpretación para todos los gustos, pero hay que reconocerle el dominio, la precisión y la consistencia de su arquitectura. Lo mismo pasa con su Brahms, de texturas increíblemente diáfanas. O con su Sibelius, de una transparencia helada. El mejor Karajan puede resumirse también en el concierto de año nuevo que dirigió en 1987, el primero que se hizo con director invitado y que inauguró una nueva era. Karajan estaba ya muy enfermo —tenía muchos problemas de espalda y se le veía retorcido de dolor—, pero nadie, ni siquiera Carlos Kleiber, ha vuelto a dirigir ese repertorio de polkas y valses con tanta gracia, suntuosidad e inspiración. Hay que escuchar cómo sonó aquella mañana el célebre Danubio azul para saber lo que es un gran director y, esa vez al menos, quitarse el sombrero sin vacilaciones. Mención aparte requeriría su trabajo con la ópera, género en el que su megalomanía le obligó también a fungir de escenógrafo y director artístico, a menudo con resultados notables, sobre todo en el caso de Richard Strauss, un compositor al que había conocido y con el que tenía una especial afinidad.  

Pero, a fin de cuentas, resulta que lo más destacable del legado de Karajan, su obra más perdurable, no se encuentra en la producción altiva y frenética de sus últimos años, sino en la de las décadas de 1950 y 1960, cuando aún no se había fascinado con la música enlatada. Hay por ejemplo un disco con la Filarmónica de Viena, de 1962 y 1965, que contiene la tercera de Brahms y la octava de Dvorák, magnífico e inapelable. La característica tensión de Karajan se adecua perfectamente a la dificilísima partitura de Brahms, lo mismo que su no menos genuina suntuosidad se aviene a la luminosidad de Dvorák. Pero hay otro álbum que supera a todos los demás y que es una auténtica gema. Se trata de la grabación, hecha en 1969 con la Filarmónica de Berlín, de la segunda y la tercera sinfonías de Arthur Honegger.

Arthur Honegger (1892-1955), de cuya muerte se cumplen ahora setenta años, es un compositor poco conocido y raramente programado, sobre todo en España. De origen suizo, pasó la mayor parte de su vida en Francia, donde formó parte del llamado grupo de Los seis, junto a Darius Milhaud y Francis Poulenc, entre otros, aunque con un estilo propio e inclasificable. Honegger intentó sobre todo encontrar una salida a la estética de Wagner y de Debussy, volviendo en muchos aspectos a Bach y la polifonía renacentista, sin salirse al mismo tiempo del lenguaje sinfónico más puro. Escribió abundante música para la escena y bandas sonoras de algunas películas, como por ejemplo la de Napoleón, de Abel Ganz. También es muy recordada su divertida pieza Pacific 231, que reproduce el sonido de una locomotora de tren, un invento que Honegger adoraba.

De sus cinco sinfonías, la segunda y la tercera son las más consistentes y complejas. La primera, compuesta entre 1940 y 1941, está escrita para orquesta de cuerda y trompeta. La trompeta se deja en la partitura ad libitum, que quiere decir que el intérprete, sin alterar las notas, puede modificar el tempo a placer. La obra describe el ambiente opresivo y ominoso de la ocupación nazi en Francia, con tres movimientos (molto moderato, allegro, adagio mesto, vivace, non troppo, presto) muy bien imbricados, gracias sobre todo al uso virtuoso y camerístico de las cuerdas, que soportan el peso del relato con momentos de ansioso delirio y otros de intenso dramatismo. La tercera sinfonía, «litúrgica», consta también de tres movimientos que toman sus títulos del réquiem y la misa: Dies irae (allegro marcato), De profundis clamavi (adagio) y Dona nobis pacem (andante). Se trata de una especie de responso por la devastación de la guerra, una oración por todos los muertos y una plegaria por el regreso de la esperanza al mundo. Honegger alcanzó ahí una de las cotas más altas del repertorio tonal del siglo XX, a la altura de Sibelius o de Shostakovich.  Muchas veces la labor más feliz de los grandes directores estriba en su dedicación a uno o dos autores contemporáneos, lejos de la ejecución de museo. Es el caso, por ejemplo, de Bernstein con Charles Ives o Aaron Copland, cuyo lenguaje supo entender mejor que nadie. O el de Charles Mackerras con Janácek. O el de Mravinsky con Shostakovich. Director y compositor establecen entonces un diálogo vivo con partituras que aún no han sido viciadas por la tradición y que se están escribiendo y divulgando en su tiempo. El intérprete, por ello, no puede atender más que a lo que exige el texto, dejando de lado los personales vicios y amaneramientos. Y eso es justamente lo que ocurre con este disco de Karajan, en el que brillan todas sus virtudes sin la sombra de ninguno de sus defectos. Tanto los pasajes más nerviosos y contrapuntísticos como los más lentos y melancólicos están perfectamente balanceados, sin excesos neuróticos. El conocimiento de la obra se demuestra verdadero y profundo. El adagio de la sinfonía litúrgica, por ejemplo, suena como si se estuviera creando en ese momento, con un despliegue feliz, sobrio y sabio de la rica orquestación. Qué bien ensambladas ahí las cuerdas y las maderas. Qué fraseo tan lírico y suave, de una belleza imbatiblemente digna. Y qué maravilla inagotable el renacer de la paz y de la calma en el último movimiento, tras la crisis militar y mecánica de los metales, como si el hombre volviera a su escala, abierto a lo inextinguible que le rodea, el «canto del pájaro» que anuncia la utopía siempre en marcha de perdón, reconciliación y concordia. Karajan dirige en estado de gracia, por una vez olvidándose de sí mismo, fundido con su orquesta, destilando lo mejor de su concepción artística, ese credo sobre las posibilidades redentoras del arte que aquí hacemos nuestro con total convicción.

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