La serie 'Ena' y el eterno problema español: no saber contar nuestra historia
Entre series que edulcoran y políticas que simplifican, la historia vuelve a ser un terreno de disputa

La actriz Kimberley Tell caracterizada como Victoria Eugenia de Battenberg.
La gran apuesta de RTVE para este otoño-invierno, Ena, está funcionando en audiencia: su estreno reunió a una media de 1.331.000 espectadores, un 17% de cuota de pantalla, y rozó los 3,5 millones de espectadores únicos. Una buena noticia en cuanto a resultados, pero no tan buena si hablamos de contar una buena historia. O, mejor aún, de contar la historia como fue. ¿No sabemos contar nuestra historia o no queremos hacerlo? Y no es solo cuestión de presupuesto —que también—, sino de contar con expertos que asesoren y que no romanticen ni demonicen a los protagonistas. Porque si la historia se cuenta mal ante millones de personas, esos millones terminarán creyendo una versión distorsionada.
Sin hacer spoilers, baste decir que ni la regente María Cristina fue la villana arquetípica que aquí se sugiere, ni Mateo Morral —responsable del atentado el día de la boda de Alfonso XIII con Victoria Eugenia— puede presentarse como un pobre atormentado al que, parece insinuarse, no le quedó más remedio que convertirse en terrorista.
La producción, basada en la novela homónima de Pilar Eyre, quiere rescatar la historia de amor —o lo que la ficción entiende por tal— entre Alfonso XIII y Victoria Eugenia de Battenberg. Llega con una puesta en escena escasa (no esperen Downton Abbey ni por asomo), un reparto solvente a medias y una aspiración clara: acercar al gran público la vida de una reina que apenas ocupa dos líneas en los manuales escolares.
La serie que quiere más de lo que puede
La serie de RTVE, más que regulera, es una de esas producciones que quieren mucho más de lo que pueden. Técnicamente, es correcta, tiene una historia potentísima entre las manos y, desde luego, entretiene, pero no acaba de transformar ese potencial en un gran relato histórico. Quizá por falta de presupuesto, quizá por falta de riesgo, quizá porque en España seguimos sin encontrar una manera de contar nuestra historia sin convertirla en melodrama de sobremesa.
Ena aspira a ser ambiciosa, pero se queda en un registro amable, a ratos efectivo, a ratos excesivamente edulcorado, que simplifica una época apasionante. La vida de Victoria Eugenia —su conversión religiosa, su choque con la corte española, la tragedia de la hemofilia en sus hijos, el atentado del día de su boda, su exilio final— tenía todos los ingredientes para una producción de primer nivel. Pero el guion parece temer la complejidad y opta por explicarlo todo, subrayarlo todo, adelantarlo todo. Y eso, al final, resta fuerza.
Su éxito, sin embargo, dice mucho de nosotros, de cómo consumimos la historia, de cómo preferimos relatos fáciles antes que contextos incómodos, de cómo la ficción sentimental gana siempre a la verdad matizada. Quizá la pregunta no sea por qué Ena no llega más lejos, sino por qué en España cuesta tanto contar la historia sin dulcificarla, sin erotizarla, sin miedo a mostrarla como fue: contradictoria, violenta, apasionante.
Ferrer i Guàrdia: política, memoria y oportunidad
En paralelo al estreno de la serie, Sumar ha decidido irrumpir con una propuesta llamativa: anular la condena de Francisco Ferrer i Guàrdia, fusilado en 1909 tras la Semana Trágica. La figura de Ferrer es una de las más debatidas del periodo. Su proceso judicial, sus ideas y el clima de violencia de la época han sido interpretados de formas muy distintas por la historiografía. Algunos trabajos recientes —incluida una tesis de la Universidad de Granada del historiador Pascual Velázquez Vicente— subrayan las irregularidades del proceso y el peso del contexto político. Al mismo tiempo, es innegable que su entorno estaba ligado a sectores anarquistas radicalizados.
Lo sorprendente, más que la figura en sí —compleja, contradictoria y objeto de discusión académica—, es el momento elegido para traerla de vuelta al primer plano político. Resulta llamativo que, en pleno 2025 y en un clima de tensiones internas, Sumar recurra a un personaje del que ni siquiera existe consenso historiográfico. El movimiento deja entrever menos un interés por comprender aquel pasado que por utilizarlo como herramienta política en el presente.
Cuando la política escribe guiones
España parece vivir instalada en un bucle permanente en el que cada generación intenta modificar el relato histórico para ajustarlo a su sensibilidad. La memoria democrática borró a unos, exoneró a otros y silenció a algunos más. Ahora, la izquierda parece pretender extender esa lógica al primer tercio del siglo XX, como si la política contemporánea pudiera impartir justicia retroactiva sobre contextos que muy pocos han estudiado a fondo.
La figura de Ferrer i Guàrdia se ha convertido en una bandera, pero para unos pocos: no es un tema candente en las calles, no es Federico García Lorca. Para unos, mártir laico y víctima del Estado; para otros, agitador radical en un momento explosivo. Para la mayoría, una nota a pie de página. Lo relevante no es quién tiene razón: es la instrumentalización del pasado.
La política es muy consciente de que el pasado es maleable, ambiguo y rentable. Permite emitir gestos de alto contenido moral sin consecuencias reales en el presente. Una rehabilitación histórica no arregla nada, pero ocupa titulares, cohesiona identidades y alimenta narrativas. Y, sobre todo, ayuda a desplazar la mirada de los problemas actuales.
La coincidencia que delata un síntoma
La simultaneidad entre el estreno de Ena y la iniciativa de Sumar no parece ser casual: es un síntoma. España tiene una relación emocional con su historia. La monarquía se aborda como cuento o trauma; el anarquismo, como utopía o amenaza; Alfonso XIII, como villano, libertino o modernizador, según quién cuente la historia.
La ficción televisiva y la política funcionan igual: ambas seleccionan, pulen, omiten y amplifican. Ambas convierten el pasado en materia maleable. Ambas responden a sensibilidades actuales que nada tienen que ver con el contexto verdadero.
El espectador, mientras tanto, consume historia empaquetada en ocho capítulos o transformada en gesto simbólico gubernamental. Y eso deja un espacio enorme para la distorsión, la cursilería o el panfleto.
Historia, memoria y verdad
Lo que realmente se juega en este doble movimiento —serie por un lado, rehabilitación por otro— es la autoridad sobre el relato. ¿Quién decide qué fue injusto? ¿Quién determina qué personaje merece redención? ¿Quién define si Victoria Eugenia fue una víctima del destino o una reina compleja atrapada en un reinado convulso? ¿Quién establece si el anarquismo de principios del siglo XX fue emancipación, violencia o ambas cosas?
La historia, la verdadera, ya no es la voz dominante. Ahora compite con la ficción, con las decisiones gubernamentales, con el ruido partidista y con narrativas prefabricadas. Y pierde.
Conclusión: mirar el pasado sin disfrazarlo
El estreno de Ena y la rehabilitación propuesta para Ferrer i Guàrdia nos recuerdan la necesidad urgente de separar memoria, política y ficción. La historia no está para consolarnos ni para servir como arma ideológica. Está para incomodarnos, para obligarnos a mirar lo que fuimos sin filtros románticos ni simplificaciones oportunistas.
España no necesita dulcificar su historia ni convertirla en una sucesión de gestos vacíos. Lo que necesita —lo que necesitamos todos— es madurez histórica: entender que la verdad del pasado es compleja, contradictoria y, a veces, dolorosa. Y que, si seguimos manipulándola, lo único que pondremos en peligro no es el recuerdo de lo que fuimos, sino la claridad de hacia dónde queremos ir.
