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Cultura

Un pequeño gran detalle sobre Pepín Bello

«Nadie supo nunca nada sobre ningún asunto, y por supuesto nadie sabe nada sobre sí mismo ni sobre los otros», señaló

Un pequeño gran detalle sobre Pepín Bello

Pepín Bello.

Al hilo de la aparición, en Galaxia Gutenberg, de una nueva antología poética de Rabindranath Tagore en español (ya el título impresiona: Tú pones la tormenta y yo la noche), he recordado un detalle que me reservaba para ese libro sobre la Residencia de Estudiantes que me parece que ya no escribiré, y que, siendo, como es, un apunte minúsculo, me parece crucial para: 1) aproximarse a comprender la célebre pero fugitiva figura de Pepín Bello, lo cual pasa por aceptar que nunca la comprenderemos: quien no comprenda eso ya no ha comprendido nada sobre él; 2) asumir en cierto modo el espíritu de ese tiempo, o al menos del modo de vivir ese tiempo que él y varios de sus amigos tuvieron; y 3) acercarse, por metáfora, a entender la naturaleza de la pura ficción, y de cómo funciona la invención en el caso de algunos de sus practicantes más creyentes en ella, no en el de los más gamberros sino, en el fondo, en el de los más coherentes.

La anécdota es la siguiente: en la larga y buena entrevista que David Castillo y Marc Sardá hicieron a Bello, y que se publicó en Anagrama en 2007, llega un momento, pronto, en el que los autores lanzan la comprensible, pero también previsible pregunta de «¿cómo era vivir en la Residencia, entre tantos estímulos, tantas visitas ilustres?», y el amigo Pepín (que, por cierto, jamás respondía lo mismo ante tal cuestión, y que a veces incluso trataba de achicar un poco la mitomanía), contesta entre otras cosas que «es absolutamente increíble pensar que nos cruzábamos por los pasillos con escritores como Tagore, con sus barbas y su túnica»… (página 38). 

Quien conozca la historia de la Residencia sabe perfectamente que Tagore jamás pisó España, pero seguramente le suena además que sí estuvo a punto de hacerlo, en abril de 1921, invitado por sus traductores, Zenobia Camprubí y Juan Ramón Jiménez. Por razones que no vienen al caso (y que además no están muy claras) la visita se frustró a ultimísima hora, en las mismas vísperas, y de hecho yo juraría que he llegado a ver la reproducción o incluso el original del programa de su recital y de los honores que habían preparado al Premio Nobel hindú, con el membrete de la Residencia y el logotipo del «atleta rubio»…, aunque puede que esto sea uno de esos «recuerdos inventados» de los que habló el muy pepiniano Enrique Vila-Matas (quien escribió sobre don José en Bartleby y compañía). 

De modo que, volviendo al peculiarísimo sentido del humor de Bello (o, insisto, a su sentido de la imaginación, a su fe en que no solo no es posible saber jamás nada terminado sobre nada, sino que además es algo benéfico y divertido que así sea), podríamos ensayar al menos tres hipótesis sobre su falso (o, mejor, ficticio) encontronazo con Tagore, aunque yo solo creo en la última, y solo esa me importa:

Posibilidad número 1: Don José Bello Lasierra estaba mintiendo, sin más. Por la razón que fuera, le apeteció venirse arriba y decir eso, lo mismo que pocas líneas después habló de que se cruzó con Einstein (algo que sí fue posible).

(Esta posibilidad 1, por supuesto, es despreciable).

Posibilidad número 2: Don José Bello Lasierra se estaba equivocando. No es totalmente impensable que él, tan siempre «en la parra», nunca llegase a enterarse de que Tagore al final no fue, y que él se quedase con la cantinela del anuncio, la preparación y el runrún del recital, pero que el día en cuestión él estuviese en Huesca, o de juerga, o se durmiera… y que jamás acabara de enterarse bien de lo sucedido. Pasados ochenta y cinco años, en el momento de la entrevista, él mismo tiró de «memoria» creativa y, sin pretenderlo, sin ser consciente de ello, tuvo un «recuerdo inventado».

(Esta posibilidad 2 es, cuando menos, bastante desdeñable).

Posibilidad número 3: la buena. Don José Bello Lasierra, más sutil que nunca, estaba siendo cien por cien Pepín Bello, y nos estaba lanzando un nuevo desafío, que es a la vez una lección.

Me explico: a esas alturas de la conversación, Pepín ya habría advertido lo que también advertimos los lectores: Castillo y Sardá son unos entrevistadores muy competentes, cómplices, curiosos, amables, atentos, cultos… pero no son eruditos en la historia de la Residencia, ni tenían por qué serlo. Si Pepín hubiese subido la apuesta y hubiese dicho que se cruzó, qué sé yo, con Freud, seguro que sus interlocutores se hubieran sobresaltado: ¿Cómo con Freud? ¿Freud en España? ¿Cuándo?… y el tinglado de la broma se habría venido abajo en el primer momento, Pero no. Pepín, más listo siempre que el hambre, se refirió a Tagore, que sí estaba muy en la melodía de la calle Pinar, que sí es citado a veces, como ausencia, cuando se hace la lista de los que sí vinieron (Marie Curie, Paul Valéry, G. K. Chesterton, H. G. Wells, Arthur Conan Doyle, Le Corbusier…), y además tuvo la humorada de detenerse en su característico aspecto. Yo estoy seguro de que quería, en primer lugar, medir de verdad el nivel de conocimiento de los periodistas, saber hasta dónde sabían ellos, si advertían la imposibilidad de ese dato y se atrevían a rebatírselo o a ponerlo en duda… Y, en un segundo, pero simultáneo paso, lanzarnos a los lectores que sí andamos enterados de esos matices un maravilloso y definitivo aviso: «jamás vais a saber nada cierto sobre mí, jamás vais a poder tomaros totalmente en serio nada de lo que yo hice, dije, escribí, hago o digo. Y no solo eso, sino que en ese no saber está la clave última de lo que queríamos hacer algunos de nosotros, la certeza total de que renunciar a las certezas totales y deplorar la exactitud es algo crucial para empezar a entender el impulso que movía nuestra particular variante de la vanguardia, inofensiva pero trascendental. Nadie debería jamás sentar cátedra sobre nada, porque nadie supo nunca nada sobre ningún asunto, y por supuesto nadie sabe nada sobre sí mismo ni sobre los otros, y esa es una verdad que no solo no nos acongoja, sino que nos hace reír porque nos hace felices y nos hace más libres».

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