The Objective
Cultura

Una mirada a la Rusia profunda: entre la anomia y la ira

Elena Kostyuchenko compatibiliza de modo natural reprobación y autoestima

Una mirada a la Rusia profunda: entre la anomia y la ira

Elena Kostyuchenko. | Capitán Swing

«La oscuridad no tiene corazón». Así se titula un capítulo del libro Amo a Rusia. Crónicas de un país perdido, escrito por Elena Kostyuchenko (Capitán Swing, traducción de Mildred Nicotera). Es un capítulo corto —solo seis páginas— pero en su concisión está condensada la crudeza impactante que, con más anécdotas y detalles, despliega la periodista rusa a lo largo de las casi cuatrocientas páginas del volumen. Una escritura seca, desnuda y contenida para dar cuenta de la oscuridad. «La oscuridad no tiene corazón». Joseph Conrad diría probablemente que sí la tiene, solo que llamaría a eso El corazón de las tinieblas. El problema, empero, es que ahora no estamos hablando de ficción ni literatura, sino de la vida cotidiana en la Rusia de Putin.

Precisamente por ello puede sorprender en principio al lector incauto un título que expresa un afecto espontáneo: Amo a Rusia. En seguida se explicita, sin embargo, que no se trata de un amor ingenuo sino todo lo contrario: una pasión que, en aras de la autenticidad, se expresa como actitud exigente y mirada crítica. El patriotismo bien entendido no puede ser complacencia y, menos aún, dado el estado de cosas, un silencio indistinguible de la mera complicidad. De este modo, la autora, Elena Kostyuchenko, compatibiliza de modo natural reprobación y autoestima: «soy rusa. Nací en Rusia. Mi madre es rusa y mi padre biológico también. […] Tengo los ojos azules y la piel blanca, mis rasgos son eslavos […] Nunca me he sentido extranjera en mi propio país. Pertenezco a este lugar».

Sí, pero ese lugar, ese inmenso país, está ahora secuestrado, como casi siempre a lo largo de su dilatada historia. Esa nación no pertenece a sus habitantes, que no son dueños de su destino y ni siquiera de su vida, si pretenden encauzar esta por derroteros contrarios o simplemente distintos a los que dicta una autocracia tenebrosa (¡las tinieblas de nuevo!) que, con diversos ropajes ideológicos, ha detentado desde hace siglos un poder tan omnímodo como despiadado. En Rusia, como antes en la Unión Soviética, la autocracia no solo es dictadura sino totalitarismo, porque el Estado es todo él ojos y oídos, y se ufana de desplegar un control implacable. Leviatán —no lo olvidemos— es, por encima de todo, un monstruo insaciable.

Volvamos, pues, al capítulo que mencionaba al comienzo. Empieza con un nombre, Ígor Domnikov, un periodista, compañero de redacción. «Estoy enamorada de sus artículos, los he leído todos», dice la autora. El 12 de mayo de 2000 dos hombres le golpearon cerca de su domicilio con un martillo. «Nunca recobró el conocimiento. Murió en la UCI dos meses después». El siguiente es Yuri Shchekochijin, periodista de investigación. En el verano de 2003 enfermó de modo repentino, probablemente envenenado. Una dosis letal que le llevó rápido a la tumba. La siguiente es aún más conocida, Anna Politkóvskaya. Y su caso es todavía más sangrante (entiéndase de modo literal).

Politkóvskaya, una mujer carismática. «Alta, radiante, con el pelo blanco plateado, volaba como un pájaro libre». Nacida en Nueva York, creció y vivió en Moscú. Se implicó en la guerra de Chechenia informando de «la atrocidad de la guerra: cadáveres de chechenos y soldados rusos, torturas, violaciones, asesinatos, limpieza étnica, funerales, exhumaciones, ejecuciones masivas y detenciones». No solo informaba. Ayudaba a las víctimas con todas sus fuerzas. El 7 de octubre de 2006 le dispararon en el ascensor de su edificio. «Seis balas: una falló, dos en el corazón, una en el pecho, una en la cadera, una en la cabeza».

Stanislav Markelov y Anastasia Baburova, abogado y periodista. Activistas de izquierda, antifascistas, luchadores por los derechos humanos. Motivos más que suficientes para despertar las iras neonazis y policiales. Les dispararon a las cabezas el 19 de enero de 2009. «Stas murió en el acto. Nastia murió en el hospital unas horas después. Él tenía treinta y cuatro años, Nastia veinticinco». Tres meses antes de su asesinato, Markelov había dicho: «Esto ya no es un trabajo, sino un modo de supervivencia».

Natalia Estemírova, historiadora, de padre chechenio y madre rusa. Investigó asesinatos, torturas y secuestros. En Rusia, donde son factibles todas las modalidades de la represión, también hay desapariciones. El 15 de julio de 2009, Estemírova desapareció. La escena siguiente es previsible: «encontraron su cuerpo al lado de una carretera», con «heridas de bala en la cabeza y en el pecho, la nariz rota, y moratones y marcas de cinta adhesiva en los brazos. Sobre el cuerpo volaban varias moscas negras. Tenía los ojos abiertos».

En efecto, ese es el gran delito. De ahí el inmenso riesgo que corren en la Rusia de Putin todos lo que quieren vivir con los ojos abiertos. Aparte del asesinato, hay otros tres rasgos que tienen en común todos los que integran la anterior lista macabra: eran periodistas o ejercían de informadores independientes, trabajaban en Novaya Gazeta y, lo que es más importante de todo, los instigadores de esos crímenes e incluso los autores materiales de los mismos, no fueron encausados o, a lo sumo, quedaron pronto en libertad.

No exagero, por tanto, si digo que, en cierto modo, este no es un libro más. Este volumen constituye la prueba de cargo en la Rusia actual… ¡contra Elena Kostyuchenko! Ella también era periodista de Novaya Gazeta, hasta que clausuraron la publicación. En calidad de reportera, informó de las atrocidades del Ejército ruso en Ucrania. Cualquier día de estos sufrirá un misterioso accidente, si no algo peor. Ya ha padecido agresiones y detenciones. Incluso en su exilio ha sufrido una tentativa de envenenamiento, porque una de las características de la dictadura rusa es que no reconoce fronteras que frenen sus métodos expeditivos.

Leído en este contexto —¿y en qué otro podría leerse?—, Amo a Rusia es un libro impresionante. No tiene muchas valoraciones explícitas y casi podría decirse que no carga las tintas de manera tremendista, quizá porque la realidad que retrata es tan descarnada que no le hace falta. Expone los hechos desnudos. Atiende a la vida cotidiana, si este sintagma conserva aún sentido en una sociedad brutalmente fracturada, anómica, violenta. Deja hablar a sus muchos protagonistas, de prostitutas a drogadictos, de delincuentes a policías, desde cargos políticos a enfermos mentales, desde ancianos a activistas por la libertad sexual, desde los familiares más próximos, como su madre, a completos desconocidos que se encuentra en los lugares más insospechados. Pero siempre o casi siempre en la boca del lobo.

Cuando se cierran las páginas del libro, queda una patente sensación de incomodidad. Aunque hayamos dejado de leer, sabemos que todo lo que se relata aquí continúa pasando. Es el presente continuo y, mucho me temo, también el futuro sin remisión. De ahí que el adjetivo del subtítulo se preste a un amargo juego de palabras. Estas son las crónicas desde un país perdido, perdido en su extensión descomunal y perdido para los estándares democráticos (culturales, incluso) del resto de Europa. Pero perdido también para sí mismo. Un país que ha perdido la cabeza y se comporta como un alucinado que confunde la realidad con sus ensoñaciones. Eso es lo que hace que, en el fondo, todos nos sintamos amenazados.

Publicidad