Cómo robar una silla
«Quizás lo que más nos impregnó fue una mirada lúdica, creativa, irreverente y radicalmente rebelde»

El diseñador griego Stergios Delialis.
Con la muerte del arquitecto Frank Gehry desaparece no solo uno de los más interesantes, significativos y originales —y muchos dirían también posmodernos— arquitectos del mundo, creador de memorables edificios escultóricos, sino también uno de los grandes héroes de mi padrastro. Y la muerte de aquel me ha remitido inevitablemente a este.
Stergios Delialis, que murió con estoicismo a causa de un cáncer virulento e inoperable en 2019, fue un grafista y diseñador de espacios interiores griego que cambió y modernizó notablemente el mundo del diseño —sobre todo industrial y gráfico— en Grecia, y que fundó el Thessaloniki Design Museum a principios de los años noventa. Era uno de solo una docena de museos de este tipo en el mundo cuando se creó, en 1993, y el único en Grecia. Se trataba de una colección de miles de objetos esencialmente industriales —desde lámparas, radios, sillas o motocicletas, pasando por objetos domésticos, hasta portadas de discos, bolsas, logotipos, juguetes o mecheros (el Zippo era uno de sus objetos predilectos, también porque lo usaba decenas de veces al día para encender sus Gauloises)— que, hasta que el museo fue concebido y empezó a existir, se acumulaban en nuestra casa, para fascinación y ocasional frustración nuestras.
Digo «ocasional frustración» porque, de vez en cuando, Stergios nos pedía prestados algunos juguetes para esa colección suya que, aunque nos dolía en lo más íntimo, nos veíamos moralmente obligados a ceder y nunca conseguíamos rescatar. Mi figurín de Goldorak de los años setenta o una BMW R75 con sidecar a escala de la campaña de Rommel en África no los recuperé hasta después de su muerte.
Esta colección fue en realidad fruto de su coleccionismo apasionado de objetos que aunaban interés estético y función. Porque su belleza residía precisamente en su funcionalidad, en la facilidad de su uso. Cada objeto que convivía con nosotros en casa venía acompañado de una brevísima y humorística glosa de Stergios sobre su procedencia y su creador. Esto hizo que, hasta el día de hoy, al ver una silla original en un bar o en una película, no pueda dejar de exclamar: «Wassily, Marcel Breuer, Bauhaus, años 30» o «sillón y otomana de Charles Eames, años 50».
Pero, aparte de un interés por el diseño y la arquitectura, además de la estética ligada a la función de todos los objetos que admiraba, Stergios nos proporcionó una educación musical, cinematográfica y vital. Quizás lo que más nos impregnó fue una mirada lúdica, creativa, irreverente y radicalmente rebelde frente a muchas normas sociales y a cualquier autoridad.
La dictadura griega (1967-1974) lo marcó profundamente, y su oposición a ella —que le costó algunos disgustos, como a tantos de sus coetáneos que protestaban en los campus universitarios— se manifestaba en todos los aspectos de su vida y condicionó también su preferencia por el comunismo. Todo esto tenía que ver con los tiempos que corrían, y esos tiempos lo condicionaron a él y a su forma de ver el mundo.
Lo primero que hacía cuando le pagaban por un trabajo era volver a casa con discos para todos, cuyas portadas apreciaba mucho como objetos artísticos (había diseñado varias para Columbia Records, Lyra y Polydor), además de flores y regalos para mi madre. Su dios particular era Bob Dylan, y apreciaba enormemente el rock, el blues y el jazz de los años sesenta y setenta, de forma bastante voraz y casi indiscriminada: desde Bill Evans, Keith Jarrett, Gary Burton o Simon & Garfunkel hasta Miles Davis y Frank Sinatra, pasando por Pat Metheny, Charlie Haden o Chick Corea.
Stergios revolucionó también nuestra familia cuando conoció a mi madre en 1973. Su enamoramiento, que desembocó en el divorcio de mi madre —parte de la primera gran ola de divorcios que se produjo en Grecia tras el fin de la dictadura, cuando antes era de facto imposible—, perduró con idéntico fervor hasta el día de su muerte. Todos mis amigos, sin excepción, tenían padres divorciados.
Había empezado a dibujar desde pequeño y advirtió muy pronto que se le daba muy bien. A los cinco o seis años escribió en la pizarra de su colegio: «María, te quiero», y su maestra le estampó una bofetada. «Me alegré», le confesó a un periodista decenios después, «porque me di cuenta de que mi maestra había reconocido mi letra y mi estilo gráfico».
Antes de los quince años, tras haber aprendido parte del oficio con un tipógrafo, ya ganaba dinero dibujando carteles de cine y decidió marcharse de casa y dejar el colegio, porque se dio cuenta de que la vida y el mundo fuera de él eran mucho más interesantes e instructivos. Era un lector voraz: lo leía todo a su alcance, desde enciclopedias y cómics hasta los clásicos, novelas populares o juveniles.
En los años sesenta se trasladó a Atenas haciendo autoestop —un modo de viajar que también nos inculcó— y allí consiguió su primer trabajo importante: el diseño de dos supermercados para la cadena francesa Prisunic, que colaboraba con la griega Marinopoulos. Luego se marchó a Londres, donde a finales de los sesenta trabajó en una agencia publicitaria. Ese tiempo en Londres dejó una profunda huella en él: eran los años de la revolución cultural de los Swinging Sixties, la época de los Beatles, de Mary Quant y la modelo Twiggy, de Carnaby Street y del Hard Rock Café.
Cuando volvió de Londres no dejó de diseñar logotipos, boutiques, hoteles o parques infantiles, ni de impartir seminarios y charlas en universidades y otras instituciones europeas. Todavía recuerdo el parque infantil alternativo «El globo rojo», inspirado en la homónima película francesa, donde uno podía meterse en la boca de un enorme dragón y deslizarse por un tobogán interno que desembocaba en un baño de espuma de poliestireno.
Stergios era también travieso. En más de una ocasión nos instó a ayudarle a robar alguna silla codiciada. Todavía recuerdo mi pasmo cuando, a pleno mediodía, me pidió que le ayudara a robar una pesadísima silla Barcelona original de Mies van der Rohe, avistada en un bloque de viviendas cercano a nuestra casa, a lo que me negué rotundamente. En años posteriores, cuando le contaba que en alguna universidad donde trabajaba tenía el sillón o la silla de Fulano o Mengano en mi despacho, no se cansaba de animarme a robarlas. Me horrorizaba la idea —me imaginaba arrastrando la pesada silla por el pasillo hasta que me descubrían, me detenían y me despedían—, aunque hubo un momento en que sí lo hice, cuando una de esas universidades iba a desprenderse de varias sillas de Fritz Hansen diseñadas por Arne Jacobsen, la Serie 7, sin ser consciente de su valor. No en balde, cuando hace unos diez años se rodó un documental sobre él, los cineastas decidieron titularlo Cómo robar una silla (How to Steal a Chair).
Stergios coleccionaba, de esta y de formas más legales, cualquier objeto de diseño de interés, y viajaba por el mundo para descubrir novedades, como cuando a finales de los años ochenta voló desde Grecia a Alemania solo por unas horas para ver el nuevo museo de Frank Gehry, el Vitra Design Museum. Nunca se apagó su entusiasmo creativo. Cuando, después de firmar un acuerdo con el Ministerio de Cultura para acoger su museo de diseño bajo el auspicio del Museo de Arte Contemporáneo, el Ministerio no cumplió con lo pactado, Stergios nunca se rindió ni se sintió amargado. Siguió organizando exposiciones que viajaban por medio mundo. Esta era su profesión y su juego, y nadie se lo iba a arrebatar: como un niño, siguió jugando a lo que le gustaba de cualquier manera que pudo, fiel a su sueño y a sus sillas. Hasta el final.
