The Objective
Las dos orillas

Cómo mueren las democracias: el golpe que no hace ruido

América Latina aparece como un laboratorio adelantado de procesos que hoy inquietan a Europa y a Estados Unidos

En este episodio de Las dos orillas, el podcast se detiene en una de las preguntas más urgentes de nuestro tiempo: ¿cómo mueren las democracias en el siglo XXI? Lejos de los golpes militares clásicos, los participantes coinciden en que hoy la democracia se erosiona de forma lenta, legal y muchas veces imperceptible. América Latina —con sus experiencias recientes y traumáticas— aparece como un laboratorio adelantado de procesos que hoy inquietan también a Europa y a Estados Unidos. El eje central del debate es claro: las democracias ya no caen de un día para otro, sino que se vacían desde dentro mientras gran parte de la sociedad mira hacia otro lado.

Desde Cuba, Luz Escobar plantea una advertencia fundamental: el primer síntoma de la muerte democrática es darla por sentada. Cuando una sociedad comienza a relativizar la democracia, a ponerle «peros» —salud, educación, seguridad— y a justificar la represión de la disidencia, el deterioro ya está en marcha. Escobar recuerda que el régimen cubano eliminó desde el inicio la prensa libre, la institucionalidad y cualquier forma de pluralismo, pero durante décadas muchos se negaron a llamarlo dictadura. «No hay ningún logro social que justifique reprimir la disidencia», insiste, subrayando cómo ese espejismo cubano contaminó la mirada internacional durante generaciones.

Julio Borges, desde la experiencia venezolana, define el proceso con una imagen potente: «un golpe de Estado en cámara lenta». Relata cómo, apenas estrenada la Constitución de 1999, Hugo Chávez utilizó los mecanismos legales para capturar el Poder Judicial, la Fiscalía y los órganos de control. Borges recuerda una escena simbólica de 2001, cuando un pequeño grupo de diputados opositores llevó un cerdo al hemiciclo del Parlamento para dejar constancia del momento exacto en que, a su juicio, comenzaba a morir la democracia venezolana. «No fue de golpe —dice—, fue acumulación, concentración de poder y una nueva narrativa que dividió al país entre amigos y enemigos». A ello se sumó un nuevo lenguaje político, un «diccionario» que estigmatizaba a periodistas, opositores y ciudadanos críticos, y que terminó impregnando toda la sociedad.

El historiador Manuel Burón conecta estas experiencias con las teorías contemporáneas sobre el populismo y el retroceso democrático. Subraya que, a diferencia del siglo XX, hoy las democracias no caen por la irrupción de un militar enfadado, sino por líderes electos que descomponen las reglas desde dentro. Venezuela, Cuba y Nicaragua anticiparon dinámicas que hoy se observan en Europa y Estados Unidos: polarización extrema, relatos binarios, creación de enemigos internos y vaciamiento institucional. Burón recuerda que el deterioro democrático se ha convertido en un fenómeno transversal, tanto que el estudio del retroceso democrático ya no es solo una rama de las relaciones internacionales, sino casi una antropología política de nuestro tiempo.

Desde Nicaragua, Douglas Castro-Quezada aporta una perspectiva clave: la democracia también puede morir antes de que el autoritarismo llegue al poder. En su país, explica, Daniel Ortega erosionó la democracia mientras estaba en la oposición, deslegitimándola y exigiéndole resultados —desarrollo, bienestar, prosperidad— que no forman parte de su naturaleza. «La democracia no es un sistema para garantizar felicidad, es un mecanismo para resolver conflictos y para quitar gobiernos», afirma. Cuando se le pide a la democracia lo que no puede dar, se prepara el terreno para su destrucción. Además, Castro advierte que el deterioro no siempre viene del Ejecutivo: una oposición antidemocrática, un Legislativo obstruccionista o un Poder Judicial corrompido también pueden ser letales.

El episodio dialoga explícitamente con las ideas de Levitsky y Ziblatt, autores de Cómo mueren las democracias, que identifican cuatro señales de alarma: la falta de compromiso ciudadano con las reglas democráticas; el debilitamiento de los controles institucionales (especialmente la justicia); la persecución o deslegitimación de la crítica y los medios; y, finalmente, la alteración de las reglas electorales.

Para los participantes, América Latina ofrece ejemplos dolorosamente claros de cada uno de estos pasos. Luz Escobar agrega una advertencia final: el chantaje autoritario que ofrece seguridad a cambio de libertad, como ocurre hoy en El Salvador, es una de las puertas más peligrosas hacia el retroceso democrático.

El cierre del episodio deja una conclusión inquietante, pero necesaria: las democracias no mueren cuando llegan los tanques, sino cuando los ciudadanos aceptan pequeñas renuncias cotidianas, cuando se normaliza la arbitrariedad y cuando se posterga el momento de llamar a las cosas por su nombre. Las dos orillas propone así una lectura incómoda, pero urgente: entender cómo murieron las democracias en Cuba, Venezuela y Nicaragua no es un ejercicio histórico, sino una advertencia viva para las democracias que aún creen estar a salvo.

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