The Objective
Leyendo y escribiendo

Dos Europas o tres

«Robert Menasse, Lea Ypi y Camille de Toledo muestran que la Europa literaria existe más allá del Estado nación»

Dos Europas o tres

'Europa regina' en 'Cosmographia' de Sebastian Münster (1544). | Wikimedia Commons

La existencia de una comunidad, un grupo humano más o menos organizado y cohesionado, depende de las historias que sus miembros se cuentan y comparten, lo que Bergson llamó «la función fabuladora». La división, el desencuentro, las identidades malogradas o desesperadas, también se deben a historias divididas, opuestas, que generan enemistades y odios, inquinas que a veces acaban en el campo de batalla.

La identidad cultural europea, con sus rasgos propios, sus variantes y su vocación universal, ha sido innegable desde el final del Imperio romano hasta la modernidad. En el tratado clásico Literatura europea y Edad Media latina (Fondo de Cultura Económica, México D.F., 1955), Ernst Robert Curtius exploró de forma ejemplar las características principales del campo literario europeo desde la antigüedad grecolatina hasta la modernidad. Sus héroes son Erasmo, Dante, Petrarca, Boccaccio, Gracián, Shakespeare, Diderot, Cervantes, Calderón, Goethe… Aplicar un adjetivo nacional a alguno de esos escritores es una reducción y una falsificación. Decir que Shakespeare fue un escritor inglés o que Cervantes fue un escritor español es un acto de ideología y apropiación. Ambos escriben en lengua vernácula, pero su identidad literaria es europea. Ambos operaban en el seno de una tradición que no se limitaba a los confines de ningún Estado. Las fronteras literarias les habrían parecido un absurdo.

Para Curtius, el estudio de las literaturas nacionales fragmenta y empobrece. Es un sinsentido, como estudiar la geografía del Danubio trozo a trozo, país por país. Ese sinsentido es, con algunas excepciones, el fenómeno imperante en los estudios literarios, desde la escuela hasta la universidad, y en las instituciones: academias, editoriales, revistas, congresos, tesis… La poderosa máquina del Estado nación se ha apropiado de la cultura literaria y trata de usarla para su mayor gloria. Del mismo modo que usamos nuestros equipos de fútbol, nuestros cineastas o nuestros cantantes para «hacer país», también la lengua y la literatura se han convertido en contenidos del infinito catálogo de promoción de las identidades nacionales, a veces en rebajas. No cabe otra explicación para la fabulosa proliferación de novelas sobre la Guerra Civil en las últimas décadas en España. El tema toca una fibra sensible. El subtexto de todas esas novelas es que los españoles tenemos una experiencia común, dolorosa y problemática, pero valiosa porque es común. Que la Guerra Civil no fuera más que la antesala de la ‘guerra civil europea’ que siguió no suele tenerse en cuenta. Sin ese contexto europeo, es probable que no hubiera habido Guerra Civil en España, o que hubiera tenido un decurso y final muy distintos.

Kundera escribe en El telón (Tusquets, 2005): «Europa no ha conseguido pensar su literatura como una unidad histórica y nunca dejaré de repetir que ese es su fracaso intelectual irreparable». No es el único fracaso narrativo o hermenéutico europeos. Europa sufre mal de amores y podría cantar aquella tonada, Nadie me ama, con el acento de Nat King Cole: «Voy por el mundo cruel / De fracaso en fracaso». La gran tragedia de Europa hoy es no pensarse, no reconocerse, sufrir una auténtica alucinación negativa cuando intenta mirarse en el espejo y no ve más que un vacío. Hay formas de alucinación negativas que no consisten en ver u oír cosas que no tienen una base material, sino precisamente en lo contrario: no percibir lo que sí está ahí. La alucinación negativa tiene que ver con un grave desfase psíquico, de naturaleza melancólica, lo que André Green llamó un narcisismo de muerte (Narcissime de vie, narcissisme de mort, Éditions de Minuit, 1983).

Al igual que existe el narcisismo positivo, indispensable en cierta medida para la vida, también hay un narcisismo mortífero, destructor, que niega. Creo que hay algo de eso en la incapacidad de la cultura europea para verse y que tiene que ver con el grito de la Historia, cuyo dolor no conseguimos asumir, que a veces ni llegamos a escuchar. Así, la historia del siglo XX, que es una historia global en la que las naciones europeas llevaron al mundo entero al borde del colapso, provocando destrucción y sufrimiento por doquier, se ha fragmentado en historias nacionales. Cada Estado ha tratado de salir lo más airosa e indemne posible. Los italianos fueron liberados, acaso de sí mismos, y celebran esa liberación. Francia fue campeona de la libertad y de los valores republicanos, lo de Vichy fue cosa de unos desaprensivos. Alemania fue secuestrada por un grupo de facinerosos, los nazis, y durante unas décadas no fue ella misma. Etc., etc.

«Nuestra educación fue y sigue siendo de un provincianismo exasperante»

Tras la Segunda Guerra Mundial, toda la cultura europea fue reinterpretada, todavía más que antes, en clave nacional. La educación se concibió como una política más, como otra forma de hacer país y de formar ciudadanos nacionales. No de otra forma se explica el hecho de que yo pudiera pasar por el sistema educativo español (EGB y BUP), entre los setenta y los ochenta, sin oír hablar ni una sola vez de Homero, Dante, Shakespeare, Kafka, Proust, Balzac, Dickens o Thomas Mann, por no hablar de autores no europeos como  Murasaki Shikibu o Li Po, pasando en cambio horas y horas analizando jarchas, Gonzalo de Berceo, el Marqués de Santillana, Espronceda… Nuestra educación fue y sigue siendo de un provincianismo exasperante. Cuando se intentaba ir más allá de las fronteras del Estado nación, cada quien tenía que saciar sus inquietudes por sus propios medios. Creo que eso podría incluso haber empeorado hoy. Lejos de europeizarse y universalizarse, la educación se ha vuelto aún más provinciana en la política educativa de cada comunidad autónoma. ¿Se forman ciudadanos del mundo o chicos de barrio? Europa, por otra parte, parece avergonzarse de su legado cultural común. Insistir en eso, en esta época de atomización identitaria extrema, no parece de buen tono. En cuestiones culturales, por tanto, Europa mantiene un perfil bajo, casi subterráneo.

Ahora bien, incluso tras la creación del sistema postwestfaliano de Estados nación, a partir de 1648, la literatura sigue siendo supranacional, europea, mundial. Esa corriente se ha estudiado y se sigue estudiando. Una obra como Lettres européennes: Histoire de la littérature européenne (dirigida por Annick Benoit-Dusausoy y otros, CNRS Éditions, París, 2021, con prefacio de Olga Tokarczuk), explora en sus casi 1.200 páginas la aventura literaria europea sin fronteras a través de las distintas épocas, desde su génesis en la época antigua hasta la actualidad, pasando por la edad media latina, el renacimiento, el barroco, el siglo de las luces, la modernidad, la era de las ideologías y el sangriento siglo XX, demostrando que el centro de gravedad no está en las literaturas nacionales sino en el desarrollo de los géneros y estilos, de las técnicas narrativas o poéticas, de las temáticas tratadas, de la conciencia de quienes las tratan. Un aliento similar mueve la obra crítica de Mercedes Monmany (Por las fronteras de Europa: Un viaje por la narrativa de los siglos XX y XXI, Galaxia Gutenberg, 2015, o su rúbrica en THE OBECTIVE, La Europa de las letras). No es que existan préstamos o interrelaciones entre las literaturas nacionales. Es que forman un campo único con algunas variaciones. Un campo o más bien una mina en la que, con pico y pala y algo de tiempo y paciencia, podemos descubrir grandes tesoros.

Hay muchos escritores europeos que no escriben en clave nacional. Hoy quiero fijarme en tres de ellos, dejando de lado a otros que también merecen atención, como la propia Olga Tokarczuk, cuyo enfoque trasciende siempre su lengua y su nacionalidad polacas, por ejemplo en Los errantes o en Los libros de Jacob (Anagrama, 2019 y 2023), y que nos habla siempre de identidades fragmentarias en el espacio y el tiempo con un estilo abierto y fluido. O Éducation européenne (Folio, Gallimard, 1972), la novela de Romain Gary sobre la resistencia durante la Segunda Guerra Mundial que debería ser lectura recomendada en todos los institutos de Europa.

Quiero hablar de Robert Menasse, Lea Ypi y Camille de Toledo, que representan tres Europas cuya interpretación e integración tal vez sea esencial para extraer algún sentido de la experiencia de ser europeo en este periodo crepuscular.

«Menasse escribe desde el legado de la gran cultura europea, del periodo en que Europa fue mucho más que una noción geográfica»

En sus últimas novelas y ensayos, Robert Menasse, autor austríaco con raíces judías —pero sobre todo escritor europeo, ha explorado la Europa política de Bruselas, con sus contradicciones y dificultades, en las novelas Die Hauptstadt [La capital]y Die Erweiterung [La ampliación] (Suhrkamp, 2017 y 2023; aunque solo se ha traducido al español, Seix Barral, 2018). Como acompañamiento ensayístico, Die Welt von morgen: Ein souveränes demokratisches Europa —und seine Feinde (El mundo de mañana: Una Europa soberana y democrática— y sus enemigos, Suhrkamp, 2024), cuyo título evoca a Stefan Zweig y nos recuerda que la idea de una Europa soberana y democrática tiene muchos enemigos, cada vez más peligrosos, y muy pocos amigos.

Menasse escribe desde el legado de la gran cultura europea, de la filosofía ilustrada, del periodo en que Europa fue mucho más que una noción geográfica. Sus novelas son vibrantes y están plagadas de símbolos. Sus narraciones son tan complejas como los juegos de poder de la política continental. La imagen final de La ampliación, cuya acción transcurre sobre todo en Albania, con un gran navío en el que están los jefes de Estado y de gobierno de los Estados miembros de la Unión pero que, a causa de la pandemia, no consigue atracar en ningún puerto, es una metáfora perfecta de la Europa actual y de todas sus dificultades de navegación en aguas agitadas.

Lea Ypi, politóloga y escritora albanesa de expresión inglesa, tiene algo que ver con Menasse pero es más joven y, sobre todo, se crió al otro lado del Telón de Acero. Ypi también escribe sobre Albania, donde pasó su infancia y adolescencia. Su primer relato (Libre: El desafío de crecer en el fin de la historia, Anagrama, 2023) es personal y abiertamente político. Su infancia y juventud bajo un régimen comunista y el momento en el que todas las mentiras de ese régimen se vienen abajo para ser sustituidas por otras mentiras nos recuerdan que la mitad de Europa, hoy, ha tenido otra educación que la nuestra, y otras experiencias. Es como si esa parte de Europa hubiera entrado en la sala del cine con la película a la mitad o se hubiera subido a un tren en medio de su recorrido sin saber muy bien de dónde viene ni a dónde va. Esas historias truncadas, paralelas, son parte de lo que vuelve tan trabajosa y difícil la creación de una verdadera unidad europea.

En su segunda novela, Indignity (Allen Lane, 2025), Ypi explora la memoria de su abuela, y su vida azarosa entre la Salónica del Imperio Otomano y la Tirana de entreguerras. La Europa de Ypi es fluida, problemática, difícil de interpretar, como una pesadilla en la que Stalin pasa de representar todo lo bueno a encarnar todo lo malo, sus estatuas arrancadas y despezadas, la conciencia desorientada ante esa transmutación de todos los valores.

«Camille de Toledo explora la melancolía de una Europa que le duele en el alma»

Sobre los mismos temas pero desde otro punto de vista escribe Camille de Toledo, salido de la alta burguesía parisina de izquierdas, producto del sistema educativo francés, pero rebelde y negador. En El haya y el abedul: Ensayo sobre la tristeza europea (Península, 2011), Une histoire du vertige (Verdier, 2023) y Au temps de ma colère (Verdier, 2025), este discípulo de Sebald explora la melancolía de una Europa que le duele en el alma, los desgarros ocurridos tras la caída del muro de Berlín, junto al que cayeron muchas otras cosas, el curioso desarraigo y desarreglo de una maquinaria cultural que le lleva a malograr todas sus promesas, en una crítica implacable del sistema capitalista, de su apéndice político, y del precipitado humano resultante, en una guerra suicida con la naturaleza. En la última de las tres obras, que es un careo experimental del autor presente con lo que escribía al principio del milenio, la cólera de entonces parece haberse amortiguado en una especie de resignación lúcida, aunque sabe que lo peor que puede sucederle a uno es dejar de luchar.

A pesar de sus experiencias y puntos de partida distintos, lo que puede unir a estos tres autores es la perspectiva europea y pertenecer a una tradición en la que la crítica de las instituciones era algo congénito. Su obra muestra que la Europa literaria sigue existiendo más allá de las estrecheces y manías del Estado nación y del desorden global circundante.

En 1932, en una entrevista publicada por Les Nouvelles littéraires, rescatada por Le Grand Continent, Stefan Zweig dijo cosas que dan mucho que pensar. Citaba a Paul Valéry, según el cual «el pensamiento europeo siempre ha sido superior a la política europea». Pedía «voces positivas, ideas útiles que abran caminos hacia una nueva Europa». Pronunciaba estas palabras que resuenan hoy como una admonición: «Europa, la humanidad, podrán juzgar por sí mismas lo que los intelectuales pensaban en el momento del peligro, en 1932, cien años después de la muerte de Goethe». Y terminaba suplicando «no dejar a la juventud una Europa, un mundo desorientado y desunido».

La historia nunca se repite, pero a veces se parece.

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