Los rastros de Cervantes
El historiador Alfredo Alvar Ezquerra reúne en una biografía 330 documentos sobre las peripecias del autor del Quijote

Miguel de Cervantes.
Todos los grandes hombres merecen, como mínimo, un libro sobre su vida. Los genios, cuya obra y personalidad no cabe en un estrecho volumen, en cambio, requieren toda una enciclopedia. La distinción no se debe tanto a una cuestión jerárquica —que también—, porque en el ámbito de la cultura existe una prelación natural, sino a una práctica: los artistas que han dejado una huella perdurable en nuestra civilización, que la han, por así decirlo, configurado —hay rastros pasajeros que acaba borrando el tiempo—, necesitan un abordaje panorámico para comprenderlos por completo; un análisis desde diferentes perspectivas, porque lo que hicieron no fue solo crear obras admirables, sino configurar nuevos universos.
En la literatura en español —la que se escribe y se lee en ambas orillas del Atlántico— nadie como Cervantes merece este honor. Nuestro primer escritor no tiene igual. Ni siquiera Shakespeare —a quien nadie puede negarle un hondísimo conocimiento del alma humana y la capacidad para asombrarnos en cada frase— fue capaz de igualar la ternura irónica del Quijote, que es por igual un libro de risas y de espanto, la novela postrera de caballerías —en un mundo donde ya no existían caballeros— y la primera de la Edad Moderna.
Sucede, sin embargo, que el escritor castellano no dejó tras de sí demasiados datos, señales ni memorias. Quizás por eso sobre Cervantes no han dejado de escribirse estudios, aproximaciones y biografías (muchas compuestas al modo del realismo mágico antes del realismo mágico). Sin embargo, sin asideros suficientes sobre sus peripecias y avatares vitales, a menudo en todos estos lances tiende a fantasearse más sobre lo que pudo haber vivido, o sobre lo que escribió a partir de su biografía, que de la verdad escueta de su esqueleto, cuyos huesos todavía buscan en vano todos los años en el convento de las Trinitarias Descalzas de Madrid.
Como ha escrito Andrés Trapiello, el retrato de Cervantes —del que en realidad carecemos, puesto que hasta el de Jáuregui es una ensoñación—, está hecho de una suma de ilusiones sucesivas, «las vidas que pudo llevar y no llevó, tantas como llevó y nos son desconocidas, tantas como se le conjeturan desde 1616». Y, sin embargo, existe un Cervantes real y prosaico, que es el que compendia y documenta el historiador Alfredo Alvar Ezquerra, profesor del CSIC y autor de una biografía —Cervantes: genio y libertad— sobre el autor de La Galatea, en su nuevo libro: Cervantes: La verdad del hombre a través de sus documentos (La Esfera).
Una obra interesantísima que, además del comentario inteligente y la reconvención humorística de tantísimos cervantistas, se sirve únicamente de los archivos, la paleografía (madre de la Historia) y de las herramientas de la indagación académica para desnudar a nuestro gran desconocido de todas las capas de aire y leyenda para devolvernos a un Cervantes, si no real, bastante probable. El ensayo de Alvar Ezquerra es un libro delicioso que, sin embargo, exige un mínimo conocimiento previo de la biografía del escritor español. Y lo exige porque su método consiste en ir desmontando suposiciones y elucubraciones gracias a los 330 documentos —900 páginas a las que el lector puede acceder en formato digital— que se han conservado del esforzado soldado de Lepanto y del valeroso cautivo en los baños de Argel, que ambas cosas fue nuestro hombre antes de despertar las envidias y el desprecio de los fénix de su tiempo por haber creado, en su crepúsculo, sin que nadie lo esperase, el mejor libro de todos los tiempos.
Contra las leyendas
La pesquisa de Alvar Ezquerra arroja novedades. Por ejemplo, que no existió un único Miguel de Cervantes, sino ciento; que no fue hidalgo, aunque su padre intentó demostrar lo contrario; ni tampoco judeoconverso, sino cristiano viejo; y que tampoco acuchilló a Antonio de Segura, el alarife más famoso que vieron los tiempos pasados y (ya no) verán los venideros, en una reyerta antes de viajar, buscando fortuna, a Italia en el séquito del cardenal Aquaviva para, más tarde en Nápoles, alistarse en los tercios. La novela de Cervantes tiene su momento de anagnórisis en Argel, que para el joven soldado —aspirante a capitán, privilegio en cuya búsqueda regresaba a España antes de ser apresado— es el parteaguas de su vida, atravesada por el desprecio ajeno y la falta de éxito, incluso a pesar de que, en contra de la versión novelesca de su historia, no fue un hombre pobre, sino —aquí lo cuenta y demuestra Alvar Ezquerra— hábil, muy capaz a la hora de conseguir mercedes, aunque no fueran literarias, y de hacer algo de fortuna, pese a no estar relacionada con su afición por la poesía y el teatro.
De su patrimonio poca cosa sabemos, ya que carecemos de su testamento. Se sabe que testó, pero no qué ni a favor de quién. De todo lo demás, la información disponible es fragmentaria o no coincide con las proyecciones hechas por sus biógrafos, desde Astrana Marín a Gregorio Mayans, pasando por el resto de retratistas, mucho más impresionistas de realistas. Alvar Ezquerra recoge y cita, gesto noble, no siempre practicado por otros, los descubrimientos de sus antecesores. Su aportación, además de por la síntesis y la valerosa divulgación de los documentos de archivo, reside en el tono con el que se mueve entre la estampa cervantina, fabricada sobre todo en el siglo XIX —aunque la biografía de Mayans, hecha en Londres por encargo lord Carteret, date del 1737—, y la realidad pedestre y vulgar de los legajos, cartas, declaraciones y escrituras. Un aire jocoso, descreído, escéptico, tan propio de la tradición literaria española, acompaña a su meticuloso y ordenado desmontaje de los Cervantes ajenos.
Quien emerge, tras retirar la grasa en forma de espuma, es un ser del común, un individuo de medianías, nacido en Alcalá de Henares en 1547, criado bajo la influencia erasmista, ansioso por vivir, entre loco y valeroso —como demostrase en sus tareas marítimas contra el Turco—, encadenado a la servidumbre en Argel y que, cuando fue liberado —pero antes de ser llevado a Constantinopla—, regresa a una España que desprecia sus sacrificios y su ardor. Su única recompensa serán los ducados de sobresueldo concedidos por don Juan de Austria. En Argel no abjuró ni de su fe ni de sus creencias —como hacían otros cautivos que no podían pagar ni su rescate ni tenían el valor que él sí para intentar repetidamente darse a la fuga— y gozó del apoyo de su madre, Leonor de Cortinas, que fingió ser una falsa viuda para mover a la piedad ajena y tratar de recaudar recursos para su liberación.
Regresado de aquel infierno, el Cervantes maduro no logra abrirse camino ni en el teatro (la literatura comercial de la época) ni en la poesía (primera de todas las artes) y debe convertirse en un hombre de paja —testaferro de otros— y viajar sin descanso como recaudador de la Armada o agente fiscal por Castilla y Andalucía. Junto a estas actividades alimenticias, entre ellas el negocio de los arbitrios (la delación de impuestos impagados a cambio de cobrar una comisión), sigue escribiendo —«algunos años ha que volví yo a mi antigua ociosidad»— hasta dar con don Quijote primero y con Sancho después, de cuyos avatares editoriales se habla en este libro —el proceso de publicación de la obra y su popularidad, que fue, sin embargo, esquiva a su Segunda Parte, cuenta con un rico respaldo documental— pero cuya génesis seguirá siendo para siempre una incógnita, al no aparecer explicada en ninguna confesión ni tampoco en memorándum alguno.
El secreto pertenece a sus lectores, que son los únicos a los que Cervantes se dirige en los prólogos de sus libros, entremeses y comedias: «No puedo dejar, lector carísimo, de suplicarte me perdones si vieres que en este prólogo salgo algún tanto de mi acostumbrada modestia». «Le style, c’est l’homme même» («El estilo, es el hombre mismo»), escribió Georges-Louis Leclerc, Conde de Buffon, en su discurso como inmortal de la Academia francesa, una gracia que en España no quiso darle el cielo, mereciéndolo, a nuestro Cervantes, quien al perecer había dejado encargadas y pagadas diez misas por la salvación de su alma.
