César Antonio Molina: «El totalitarismo no ha desaparecido. Rushdie está vivo de milagro»
THE OBJECTIVE conversa con el escritor y exministro sobre su nuevo libro ‘Insurgentes: Intelectuales frente al poder’

César Antonio Molina en una imagen de 2023. | EP
¿A dónde han ido a parar los polímatas? El siglo XXI los ha borrado con la misma contundencia con que ha ido desvalorizando el pensamiento crítico. También es cierto que, si hacemos de tripas corazón y nos armamos de una melancolía proustiana, no resulta complicado caer en grandes polímatas. Aristóteles, Goethe o María Zambrano, son nombres que atraviesan la mente con la contundencia de la mística.
César Antonio Molina es uno de esos pocos polímatas rescatables hoy en nuestro país. En su última obra, Insurgentes: Intelectuales frente al poder (2025, Erasmus), quien fuera ministro de Cultura, director del Instituto Cervantes, del Círculo de Bellas Artes y de Diario 16, así como doctor en literatura por la UCM —y otro buen número de elogiosas muescas—, logra mapear una comarca histórica de referentes intelectuales ineludibles, desde Gracián a Salman Rushdie, pasando por Valery o Mamet.
Demonios o santos de su tiempo o el nuestro, todos los nombres a los que César Antonio Molina le dedica unas cuatro o cinco páginas de análisis merecen ser revisados. Autoras y autores que, cuanto menos queremos tener en cuenta, más obligados estamos a pensar en ellos como inesperados oráculos de un presente continuo. De una realidad que se manifiesta lejos de la chiclosa actualidad, apalancándose en ese escurridizo olimpo de lo perenne. Regresar a la sabiduría superviviente, al pensamiento tenaz frente a la calumnia y la inclemencia del tiempo, es una bocanada de aire fresco. Contra los despotricadores insulsos, pero gritones, atender a los intelectuales que nos brinda Molina devuelve la fe en la humanidad.
PREGUNTA- En su libro aparecen figuras profundamente controvertidas del siglo XX. ¿Desde qué lugar decide acercarse a ellas?
RESPUESTA- Desde la desconfianza hacia la simplificación. Me interesa comprender a las personas en su complejidad, no reducirlas a una etiqueta ideológica. Muchos de esos personajes vivieron el derrumbe de un mundo, guerras, persecuciones, exilios. Algunos ocuparon cargos relevantes en el ámbito soviético y nunca renegaron del todo de ese pasado. No porque defendieran el estalinismo, sino porque, tras haber vivido el caos absoluto, creyeron en el orden como forma de supervivencia. Eso no los absuelve, pero sí exige ser entendido.
P.- Uno de esos casos paradigmáticos es Zygmunt Bauman, del que usted habla y cuya biografía está atravesada por contradicciones.
R.- Bauman es un ejemplo perfecto de esa complejidad. Judío, salvado casi por azar, formado en el mundo soviético, hasta unos límites más que sospechosos. Su relación con Israel es muy significativa: no era sionista, defendía la solución de los dos Estados, su familia se instaló allí, pero él mismo llegó a la conclusión de que aquel régimen era insoportable para alguien que aspiraba a pensar y escribir en libertad. Por eso se marcha a Inglaterra, donde vive y trabaja el resto de su vida. Esa trayectoria no puede juzgarse en blanco y negro. Y, si uno lo piensa, viene a justificar bastantes de sus tesis.
«Vivimos instalados en el juicio rápido: o culpable absoluto o víctima intocable. Y la historia no funciona así»
P.- ¿Cree que hoy se juzga con excesiva firmeza a figuras así?
R.- Sin duda. Vivimos instalados en el juicio rápido: o culpable absoluto o víctima intocable. Y la historia no funciona así. Hay que entender a las personas en su tiempo, en su época, en sus circunstancias concretas. Cuando escucho a gente joven —como también nos ocurrió a nosotros— despachar a alguien como fascista, comunista o traidor sin matices, pienso que estamos repitiendo el mismo error: juzgar el pasado con consignas morales del presente.
P.- Usted sostiene que la historia necesita distancia para ser comprendida.
R.- Necesita distancia y necesita datos. Quienes hemos vivido una época nunca tenemos toda la información ni la perspectiva necesaria. Por eso digo, provocando un poco, que la historia solo la pueden juzgar los historiadores. Nosotros estamos demasiado implicados emocionalmente. No hemos dedicado el tiempo suficiente a comprender, sino a tomar partido.
P.- Usted llegó a conocer personalmente a algunos de estos personajes.
R.- Sí. A muchos, desde Zambrano, Vargas Llosa, a grandes poetas que pude llamar amigos como Octavio Paz. A Bauman, por ejemplo, recuerdo especialmente una conferencia en Madrid, en Matadero, organizada por el Instituto Polaco. Había cientos de personas. Él tenía 90 años y habló durante dos horas de pie. Resultó impresionante. Haberlo tenido así, en frente, y reducir toda su vida a una acusación ideológica sería no solo injusto, sino intelectualmente obsceno, ¿no cree?
P-. Se diría que es usted muy crítico con el juicio moral retrospectivo aplicado a los intelectuales.
R.- Porque suele hacerse desde la ignorancia. A Neruda se le reprocha su poema a Stalin, a Céline su antisemitismo. Hay que juzgarlos, sí, pero cada uno en su plano. Céline es uno de los mayores escritores del siglo XX y, al mismo tiempo, un personaje moralmente impresentable. Ambas cosas son ciertas y negarlas empobrece nuestra lectura del mundo.
P.- ¿Cómo se convive con esa tensión entre grandeza literaria y miseria moral?
R.- Con incomodidad, pero sin trampas. No se puede justificar a nadie por ser escritor o intelectual. Céline, además, denunció a personas siendo médico de provincias. Eso no tiene excusa. La Primera Guerra Mundial lo destrozó y lo llevó a un abismo moral. Todo eso debe decirse sin borrar ni su genio ni su responsabilidad.
«La violencia ejercida desde la ignorancia absoluta es uno de los grandes males contemporáneos»
P.- En varios momentos del ensayo, habida cuenta de los autores que cita, aparece la idea de la culpa del superviviente.
R.- Es una herida profunda del siglo XX. Primo Levi lo explicó de manera magistral: «¿por qué he sobrevivido yo cuando otros murieron?». Esa mala conciencia atraviesa a quienes regresan de la guerra, de los campos, del horror. A veces incluso se les mira con sospecha: «Qué suerte tuviste».
P.- En los capítulos finales introduce figuras muy actuales como Mamet o Salman Rushdie.
R.- Porque el totalitarismo no ha desaparecido. Rushdie está vivo de milagro. Y lo más aterrador es que quienes intentan matarlo no saben quién es ni qué ha escrito. Son analfabetos. La mayoría de los asesinos, de quienes se enfrentaron por medio de la violencia a quienes salen en el libro lo son. Esa violencia ejercida desde la ignorancia absoluta es uno de los grandes males contemporáneos.
P.- Llega a comparar esa violencia con la de los totalitarismos clásicos.
R.- Al menos Stalin llamaba a Pasternak para preguntarle si Mandelstam era un buen poeta. Era un monstruo, pero existía una mínima conciencia cultural. Hoy muchos verdugos ni siquiera saben a quién matan. Son bestias analfabetas, y eso es todavía más inquietante.
«Navalni encarna ese martirio civil contemporáneo: el de quien se inmola por la libertad»
P.- Alexéi Navalni ocupa un lugar singular en el libro. El único intelectual que no es, propiamente dicho, un autor.
R.- Precisamente por eso representa a todos. Navalni podría haberse ido, haber cambiado de vida, pero decidió quedarse y asumir las consecuencias. En un mundo donde hay ya más mártires laicos que religiosos, él encarna ese martirio civil contemporáneo: el de quien se inmola por la libertad.
P.- También establece un diálogo con la tradición humanista española.
R-. San Juan de la Cruz, fray Luis de León, santa Teresa… Todos atravesaron su tiempo como pudieron, sufriendo persecuciones, censura, cárcel. Eran creyentes de su época, pero también críticos. Esa tradición humanista conecta con la dignidad personal frente al poder y con la idea de conciencia individual.
P.- Está claro que su biografía personal está muy marcada por la cultura desde la infancia.
R.- Vengo de una familia culta y republicana. Mi abuelo represaliado, a mí y a mis primas, nos hacía leer en voz alta Los miserables durante los veranos. Desde muy pequeño aprendí que de todo se aprende y que los libros pueden ser un refugio y una forma de resistencia. Probablemente, eso es lo mejor que me ha pasado en la vida.
P.- Después de tantos años de lectura y escritura, ¿extrae alguna lección moral?
R.- No hablaría de lecciones, sino de compañía. Los libros y los autores son compañeros de vida. Camino mucho, paseo, y una frase de Cioran (que me apasiona) puede acompañarme durante horas. Para mí están vivos. Aprendo de ellos y, sobre todo, evitan mi desesperación. Puedo añadir la mía a la suya y ahí encuentro alivio.
P.- ¿Sigue creyendo en la humanidad?
R.- Sí. Siempre creemos que la siguiente generación será mejor. Esa ilusión, probablemente falsa, es también lo que nos permite seguir adelante.
