Las uvas de Nochevieja, una tradición que no molesta a nadie (por fin)
Es una tradición nacida del comercio, consolidada por la costumbre y blindada por su neutralidad simbólica

Preuvas en la Puerta del Sol de Madrid. | Jesús Hellín (EP)
Tomar 12 uvas en Nochevieja es una de esas tradiciones españolas que nadie cuestiona. Se repite sin debate, sin incomodidad y sin polémica. Quizá porque no remite a Dios, ni a la historia, ni a ningún relato trascendente. Es una costumbre amable, laica, neutra. No exige fe, ni memoria, ni adhesión a nada que venga de lejos. Por eso no molesta a nadie. Se hace y punto.
Y, sin embargo, como casi todas las tradiciones que hoy consideramos «de siempre», las uvas de fin de año tienen un origen concreto, bastante reciente y profundamente ligado a la España que las vio nacer. No surgen de la noche de los tiempos ni de un simbolismo ancestral, sino de una coyuntura económica muy precisa y de un país que buscaba, a comienzos del siglo XX, pequeñas certezas con las que empezar de nuevo cada año.
Una tradición con fecha y contexto
La explicación más aceptada sitúa el origen de las uvas de Nochevieja en 1909, cuando una cosecha excepcionalmente abundante de uva blanca en el Levante español —especialmente en Alicante y Murcia— generó un problema clásico: exceso de producción y dificultad para dar salida al producto. La solución fue tan pragmática como eficaz: promover el consumo de uvas en la última noche del año, asociándolas a la buena suerte y a un nuevo comienzo.
La idea no surgía de la nada. Desde finales del siglo XIX, las clases acomodadas madrileñas ya despedían el año con champán y uvas, imitando las celebraciones burguesas francesas. De hecho, en 1882 se documenta una curiosa protesta popular en la Puerta del Sol: algunos madrileños comieron uvas al son de las campanadas como burla a una ordenanza municipal que pretendía gravar las celebraciones navideñas. Aquella ironía callejera no creó la tradición, pero sí dejó una imagen poderosa: uvas, reloj y cambio de año.
Cuando en 1909 los productores lanzaron la campaña de las «uvas de la suerte», la sociedad española estaba preparada para asumirla. En pocos años, la costumbre se consolidó y pasó de ser una estrategia comercial a un ritual colectivo.
La España que necesitaba creer en la suerte
No es casual que esta tradición prendiera con tanta rapidez. La España de principios del siglo XX era un país cansado, inseguro y lleno de tensiones latentes. Bajo la Restauración borbónica, con Alfonso XIII en el trono, el sistema político funcionaba más por inercia que por convicción. El turnismo entre conservadores y liberales ocultaba una democracia profundamente limitada, sostenida por el caciquismo y el fraude electoral.
A ello se sumaba el trauma del Desastre del 98, bajo la regencia de maría Cristina, que había dejado una herida moral difícil de cerrar. España había perdido sus últimas colonias, Cuba, Puerto Rico y Filipinas y, con ellas, una parte fundamental de su relato como potencia histórica. Intelectuales, periodistas y políticos hablaban sin descanso del «problema de España», mientras la población vivía entre la resignación y el deseo de regeneración.
En ese contexto, los rituales cotidianos adquirían una importancia simbólica enorme. No resolvían los problemas estructurales del país, pero ofrecían una sensación de continuidad, de orden y de control sobre el tiempo. Comer doce uvas para atraer la buena suerte era un gesto sencillo, accesible y compartido. No pedía grandes sacrificios ni compromisos ideológicos. Bastaba con creer —aunque fuera por unos segundos— que el año siguiente podía ir mejor.
La Puerta del Sol y la nación sincronizada
La consolidación definitiva de la tradición no se entiende sin la Puerta del Sol. Desde mediados del siglo XIX, ese espacio se había convertido en el corazón simbólico del país. Allí se instaló el reloj de la Casa de Correos, cuyas campanadas comenzaron a marcar el ritmo del cambio de año para los madrileños y, con el tiempo, para toda España.
Con la llegada de la radio primero, y de la televisión después, las campanadas se transformaron en un acontecimiento nacional. Millones de personas comenzaron a sincronizarse en torno a un mismo sonido, una misma imagen y un mismo gesto. Pocas tradiciones logran algo parecido: unir, aunque sea simbólicamente, a un país entero durante unos segundos. Las uvas se convirtieron así en uno de los escasos rituales verdaderamente transversales que conserva España. No distinguen edad, ideología ni creencias. Todo el mundo las come. O, al menos, lo intenta.
Una tradición laica que encaja perfectamente en nuestro tiempo
Resulta significativo que las uvas de Nochevieja hayan sobrevivido sin fricción cultural alguna. No se discuten, no se reinterpretan, no se someten a revisión. Quizá porque no apelan a nada incómodo. No hablan de religión, ni de identidad, ni de herencias problemáticas. Son una superstición ligera, casi infantil, que no obliga a nadie a posicionarse.
En una sociedad cada vez más incómoda con los relatos fuertes, las uvas encajan a la perfección. No exigen memoria histórica ni confrontación con el pasado. No remiten a una verdad trascendente ni a una tradición milenaria que pueda incomodar. Son, en ese sentido, una costumbre ideal para tiempos de consenso frágil.
Pero no son neutras. Como todo ritual, cumplen una función clara: ordenar el tiempo y ofrecer una narrativa compartida. Doce uvas, doce meses. Un gesto sencillo que permite cerrar un ciclo y abrir otro. Y eso, en un mundo cada vez más fragmentado, no es poca cosa.
Mercado, costumbre y selección cultural
Las uvas de Nochevieja son también un ejemplo perfecto de cómo el mercado puede crear tradiciones duraderas. Nacieron como una solución comercial a un excedente agrícola y terminaron convertidas en una seña de identidad cultural. Con el paso del tiempo, su origen económico quedó completamente borrado. Hoy nadie piensa en agricultores cuando prepara las uvas.
Las tradiciones que sobreviven son, casi siempre, las que dejan de parecer artificiales. Las que se integran en la vida cotidiana hasta volverse incuestionables. Las uvas lo lograron porque eran fáciles, baratas, simbólicas y no exigían nada más que un gesto repetido una vez al año.
No todas las costumbres corren la misma suerte. Muchas se abandonan, otras se transforman y algunas se mantienen intactas. La sociedad selecciona qué rituales conservar, y suele hacerlo en función de algo muy simple: que no generen conflicto.
El último rito del año
Este 31 de diciembre, millones de españoles volverán a mirar el reloj, a contar campanadas y a atragantarse —como cada año— con alguna uva rebelde. Repetirán un gesto que tiene poco más de un siglo, pero que ya parece eterno. Una tradición nacida del comercio, consolidada por la costumbre y blindada por su neutralidad simbólica.
Tal vez por eso nadie la discute. Tal vez porque no molesta a nadie. O tal vez porque, incluso en una sociedad que desconfía de los grandes relatos, seguimos necesitando al menos un pequeño ritual compartido que nos permita creer, aunque sea por unos segundos, que el año que empieza puede ser mejor que el que termina. ¡Feliz 2026!
