250 años de Caspar David Friedrich, el paisajista del alma
Exposiciones en Alemania y Nueva York y el reciente ensayo biográfico ‘La magia del silencio’ recuerdan al artista
Cuando en 1975 le preguntaron al filósofo Ernst Bloch en una entrevista en la ZDF su opinión sobre la obra de Caspar David Friedrich (1774-1840) respondió: «Que alguien haya podido pintar esos cuadros y nosotros podamos contemplarlos demuestra que no todo está perdido». Se celebra este año el 250 aniversario del nacimiento del artista y en Alemania le han dedicado exposiciones en Hamburgo, Dresde y —la más importante— en la Alte Nationalgalerie de Berlín. A principios de 2025 concluirán las celebraciones con la primera muestra monográfica que se le dedica en suelo estadounidense, en el Metropolitan de Nueva York. Su lienzo más célebre, El caminante sobre el mar de nubes, con su figura de espaldas —con toda probabilidad el propio Friedrich— en lo alto de una montaña ante un valle cubierto por la bruma es uno de los emblemas del romanticismo. En España hay solo dos cuadros del genio alemán, ambos en el Thyssen de Madrid: el muy relevante Mañana de Pascua, con sus características figuras de espaldas, y Barco de pesca entre las rocas en una playa del mar Báltico.
Coincidiendo con el aniversario, acaba de llegar a las librerías un libro delicioso sobre el artista: La magia del silencio de Florian Illies, publicado por Salamandra. Se trata de una obra singular: no es ni una biografía ni un ensayo al uso, es un mosaico de historias, anécdotas y citas que funcionan como una sucesión de pinceladas sobre la vida y la obra del pintor, su recepción en vida y la cambiante valoración póstuma que ha tenido. También explica la peripecia que vivieron algunos de sus lienzos, la influencia que ejercieron en algunas figuras relevantes y la manipulación a la que han sido sometidos por contrapuestas ideologías.
El autor ya había utilizado este peculiar formato en un libro anterior, 1913. Un año hace cien años (también editado por Salamandra), en el que entrecruzaba a variopintos personajes históricos —de Proust a Hitler, de Kafka a Stalin— meses antes del estallido de la Primera Guerra Mundial que acabó de un plumazo con la Europa de la belle époque. En el caso de La magia del misterio el nudo que liga todos los hilos no es un año sino la figura de Caspar David Friedrich. A partir de él, el autor va hilvanando anécdotas sin orden cronológico, agrupadas en cuatro bloques que corresponden a los cuatro elementos —fuego, agua, tierra y aire—, una idea que busca la originalidad, pero que no siempre ayuda a dar cohesión al material.
Entre los episodios biográficos que evoca Illies está la conocida vivencia infantil que según algunos biógrafos marcó de por vida a Friedrich y lo dotó de un carácter melancólico y depresivo: mientras patinaba sobre un lago helado, la capa de hielo se quebró y el niño Caspar David se hundió; uno de sus hermanos acudió en su ayuda y logró rescatarlo, pero al final fue su salvador quien acabó falleciendo ahogado.
Nacido en la región de Pomerania, frente al mar Báltico, Friedrich pasó toda su vida adulta en Dresde, gran centro de la vida artística en aquella época, donde se abrió camino como pintor, entre la admiración de unos y el rechazo de los detractores que siempre tuvo. En sus últimos años era ya considerado un pintor caduco, alejado del gusto de los nuevos tiempos, y cuando falleció quedó en el olvido durante largas décadas. Sus cuadros acabaron entonces en los altillos de las casas y en los sótanos de los museos. Hasta que una gran exposición en la Alte Nationalgalerie berlinesa en 1906 inició su redescubrimiento.
Lienzos devorados por las llamas
Estas largas décadas de olvido explican el azaroso destino de algunos de sus lienzos, como una de sus obras maestras más enigmáticas, Los acantilados blancos de Rügen, que compró el coleccionista judío Jules Freud tomándolo por obra del paisajista Carl Blenchen, un artista mucho menos relevante. Lo tenían colgado en la habitación de su hija Gisèle, hasta que un amigo experto en arte que los visitó los sacó del error. Por cierto, años después, esa niña, que tuvo que huir de Alemania por el ascenso de los nazis, se convertiría en una excelsa fotógrafa que retrató a los grandes escritores y artistas de la primera mitad del siglo XX: Virginia Woolf, Joyce, Sartre, Beckett, Borges, Frida Kahlo…
Otros cuadros tuvieron menos suerte y fueron pasto de las llamas. En 1901 fallecieron el sobrino del pintor y su esposa en un incendio en su casa; como entonces Friedrich estaba muy poco valorado, tenían varios lienzos heredados en el altillo, que quedaron muy dañados. En 1931 un aparatoso fuego devastó el Palacio de Cristal de Múnich en el que se estaba celebrando una exposición de pintores románticos. Desaparecieron obras de Runge, Schinkel y nueve lienzos de Friedrich. Años más tarde, en el bombardeo de Dresde al final de la Segunda Guerra Mundial ardieron varios más, que el coleccionista Manfred Gorke había llevado a la ciudad con la vana esperanza de ponerlos a salvo. Y en el Berlín de los últimos días de la guerra, desaparecen varios más, junto a obras de Caravaggio, Rubens y Van Dyck.
Hubo también un par de sonados robos en los años noventa del pasado siglo, uno de ellos en Frankfort, en el que los ladrones se llevaron dos Turner y un Friedrich. Florian Illies lo cuenta con cierto tono de comedia, porque la historia es rocambolesca e incluye a la mafia yugoslava, un detective de la Tate Gallery apodado Rocky, un abogado con métodos no muy ortodoxos, un mecánico metido a traficante de arte… También aplica el autor la ironía cuando cuenta la complicada relación que en vida mantuvo Friedrich con su admirado Goethe, quien despreciaba al pobre pintor.
El autor dedica varias páginas a la fascinación que ha ejercido el pintor a lo largo del tiempo. Federico Guillermo de Prusia le pidió a su padre, tras el fallecimiento de su madre, que le comprara el despojado Monje frente al mar y ese cuadro le acompañó toda su vida. El futuro zar Nicolas I y su esposa Carlota de Prusia eran grandes admiradores de Friedrich (su interés y el de algunos otros coleccionistas y mecenas rusos explica que el Hermitage de San Petersburgo sea el museo fuera de Alemania que más lienzos del artista posee). Años más tarde, escritores como Rilke o Samuel Beckett también cayeron bajo su influjo; el segundo reconoció en una entrevista que la inspiración para escribir Esperando a Godot le vino de un cuadro de Friedrich con un árbol solitario. Incluso Walt Disney lo utilizó como inspiración tras comprarse un catálogo en un viaje a Alemania a principios de los años treinta.
Admirado por los nazis
De carácter muy distinto fue la admiración que le profesaron los nazis, que lo utilizaron como representante de «la profundidad del alma alemana». Según cuenta Illies, Hitler, ya canciller, puso dinero de su bolsillo para que la pinacoteca de Dresde pudiera comprar el imponente paisaje alpino El Watzmann, sin ser consciente de que el propietario era judío y utilizó ese capital para escapar de Alemania. Años más tarde, en la RDA se volvió a tergiversar ideológicamente a Friedrich, haciéndolo pasar en este caso por un antecedente del materialismo marxista, en una interpretación entre torticera e ignorante, ya jamás fue un pintor realista; sus paisajes son siempre simbólicos, lo que podríamos llamar paisajes del alma, y además su pintura tiene una fuerte carga religiosa.
Repleto de anécdotas jugosas y escrito con encomiable amenidad, al libro de Florian Illies solo se le puede poner la pega de quedarse en exceso en la superficie. Aborda muchas de las obras maestras de Friedrich, como El caminante entre las nubes, Los acantilados blancos de Rügen, Monje frente al mar o el imponente El mar de hielo, pero no profundiza en unas obras que se caracterizan por su complejidad y múltiples capas, obras que tienen claves biográficas, simbólicas y religiosas y que están todavía hoy llenas de enigmas. Sorprende también que no haga mención de uno de los lienzos más importantes del artista, el autobiográfico Las etapas de la vida. Y en ocasiones se queda con explicaciones algo banales, como dar por bueno que Friedrich pintaba figuras de espaldas porque no le salían bien las caras, lo cual banaliza el sentido mucho más profundo que tienen estas figuras a las que los alemanes dan un nombre: Rückenfiguren.
El autor prima el detalle curioso, el toque de ingenio, pero no se sumerge a fondo en el inmenso legado artístico de Friedrich. Ningún otro artista ha plasmado con tanta fuerza, a través de los paisajes y la Naturaleza, la dimensión romántica de lo sublime en el sentido moderno que dieron al término Burke y Kant, como aquello que está más allá de lo bello y nos sobrecoge hasta el punto de angustiarnos e incluso aterrorizarnos por esa vastedad cósmica que nos supera.
Hoy sus magnéticos paisajes nos interpelan por motivos muy diferentes a los que despertaban el interés de sus coetáneos, que eran de orden más religioso y patriótico. Cada época ha hecho su lectura de Friedrich, entre otras cosas porque sus lienzos dan pie a interpretaciones muy diversas y en algunos casos incluso contradictorias. ¿Son cantos a la esperanza y a la fe redentora o desgarradas visiones de la soledad y el dolor del ser humano frente a lo inabarcable? Hechizado ante uno de sus cuadros, el poeta romántico Heinrich von Kleist escribió: «Es como si a uno le arrancasen los párpados».