THE OBJECTIVE
Arte

Rubens SA: la fábrica de lo sublime

El Museo del Prado presenta en la exposición ‘El taller de Rubens’ las tripas de la gestión del arte en el Barroco

Rubens SA: la fábrica de lo sublime

Muestra de la exposición 'El Taller de Rubens' que recrea el entorno de trabajo del maestro del claroscuro. | © Museo Nacional del Prado

«Si yo hubiese pintado el cuadro sin ayuda, hubiese costado el doble». Tan prosaica frase corona el primer gran cuadro de una exposición del Museo del Prado, templo del arte al que se supondría orgullosamente ajeno a las cuestiones relacionadas con el vil metal. El autor de la frase es el protagonista de la muestra, que lleva por título El Taller de Rubens. El maestro de maestros de la escuela flamenca desarrolló su fructífera carrera allá por el barroco, medio milenio antes de este neoliberalismo que, al parecer, nos consume. Y, sin embargo…

Emplazada en la sala 16 B del edificio Villanueva, la exposición es breve, pero intensa, con 30 obras de tres tipos: las realizadas por el maestro, las pintadas por sus ayudantes, y las que resultaron de diferentes grados de la colaboración. Cuelgan en los cuatro muros de la sala rectangular, atravesada en su interior por una fascinante escenificación del taller del pintor y con un vídeo completando el recorrido.

El no muy amplio espacio subraya la unidad de intención que gobierna la muestra: contar la intrahistoria fabril de una de las cimas de la historia del arte. Ayuda la iluminación que calcula una penumbra tan sugerente como eficaz para resaltar los claroscuros que dan fama a la marca Rubens. A partir de esta atmósfera, la recreación del taller, que recorre lo largo de la sala, ejerce de espinazo de la experiencia.

Su presencia se impone incluso cuando el visitante se demora en la contemplación de los cuadros: inunda toda la sala un olor a trementina que mana de la instalación en la que descansan los diferentes objetos del taller, muchos del Prado y otros creados para esta exposición: mesas, sillas, caballetes, pinceles, conchas para mezclas, vasos, lienzos, una urna cineraria romana, un busto del cliente premium Felipe IV… En un extremo, sobre una tarima, el puesto de Rubens, el capitán de este barco. O el inspirador de todo este arte. O el CEO de esta empresa. O todo a la vez. Cuelgan de una silla su sombrero, su espada (que le permitía portar su condición de noble) y su chaqueta.

En el otro extremo del remedo de taller, descansa sobre su caballete el cuadro Mercurio y Argos a medio hacer, versión creada ad hoc por Jacobo Alcalde Gibert. Excelente idea para mostrar el proceso de creación en marcha, colabora además en la reconstrucción más realista posible del ambiente de trabajo, con todos los objetos dispuestos creíblemente como si los curritos de Rubens SA hubieran parado un momento la producción para visitar la máquina del café. O el tentempié que se tomara en la época.

La Alegoría de la Pintura (1615) muestra el taller que compartían Rubens y sus aprendices. | © Museo Nacional del Prado

El maestro y sus discípulos

Con la imaginación bien alimentada por ese núcleo argumental, se afrontan con el estado de ánimo más propicio los cuadros dispuestos en los muros. El retrato de Rubens a los 46 años por Paulus Pontius Buril puede ser un buen comienzo: el jefe en persona. A continuación, Alegoría de la pintura, atribuido a Jan Brueghel el Joven, ejerce de excelente prólogo: un pintor de la época recrea el espíritu de un taller, con varios pintores afanándose sobre sus lienzos en medio de un batiburrillo de cuadros ya acabados mezclados y todos los bártulos propios de la profesión.  

Entrando en materia, La victoria de la Verdad sobre la Herejía es un buen ejemplo de obra autografiada por Rubens. Ahí aparece el jefe en todo su esplendor. La exposición sugiere la comparación con La educación de Aquiles, obra realizada por sus pupilos y retocada por el maestro. Los expertos notan que «los pliegues de las vestimentas de los hermanos y del niño no están a la altura de la técnica del maestro. Les falta viveza y no son convincentes, ni en su peso ni en su caída». Y, más interesante aún, señalan el toque definitivo: «Rubens introdujo al final algunas correcciones —en la parte inferior del paisaje, en las nubes que rodean la cabeza del centauro Quirón y en el rostro y parte del cuerpo de este— y pintó la naturaleza muerta de la parte inferior». 

La comparación marca el ritmo de la muestra. En un momento dado, esta incluso imita sin pudor el clásico juego de las siete diferencias: «¿Te aventuras a afirmar cuál de estos dos retratos de Ana de Austria es el original de Rubens?» Llegados a este punto de familiaridad con la jerarquía laboral del taller, y convenientemente estimulados por el embriagador aroma de la trementina, quizá sea el momento de entrar en el inmenso Aquiles descubierto por Odiseo y Diomedes, que el jefe vendía así en una carta a un cliente: «Un cuadro de Aquiles vestido de mujer hecho por el mejor de mis discípulos, todo retocado de mi mano». O de rendirse ante la genialidad de Mercurio y Argos, sobre el que figura, extraída de otra carta comercial, el lema de Rubens SA: «Su excelencia no debe pensar que los otros cuadros son meras copias, puesto que las he retocado basta tal punto que apenas se distinguen de un original».

La Muerte del Cónsul Decio (1617), retrata una épica escena bélica. | © Museo Nacional del Prado

Se lo compramos, claro. Si nos hace una rebajita…

Y a lo mejor reflexionamos sobre el absurdo que alcanza cierto romanticismo hipertrofiado que, en aras de la glorificación de esa entelequia autocomplaciente del genio puro, rechaza una supuesta contaminación espuria del comercio, cuando los artistas no solo tienen todo el derecho a ganarse la vida, sino que, de hecho, aprovechan la motivación económica y la consiguiente gestión empresarial para elevar su rendimiento artístico. Y, siglos después, podemos disfrutar del resultado, por cierto.

Los que de verdad saben de esto reconocen el valor de esos mecanismos que desprecian los puritanos de la estética. Se nota, por ejemplo, en la información desgranada en el excelente catálogo, que incluye una muy interesante conversación entre Alejandro Vergara, jefe de Conservación de Pintura Flamenca del Prado, y Jacobo Alcalde sobre la ya mencionada versión que este último ha realizado del Mercurio y Argos. Los detalles y sensaciones que descubre un pintor contemporáneo al deconstruir y volver a armar una obra de hace cinco siglos resulta fascinante. Quizá sea lo más cerca que podemos estar hoy de conseguir un puesto de becario en el taller de una de las mejores marcas del Barroco.

Publicidad
MyTO

Crea tu cuenta en The Objective

Mostrar contraseña
Mostrar contraseña

Recupera tu contraseña

Ingresa el correo electrónico con el que te registraste en The Objective

L M M J V S D