El hombre que encerró a Warhol en un garaje de Madrid
Un documental homenajea al fascinante galerista Fernando Vijande, que trajo a España en 1983 al artista neoyorquino
Hay quien defiende que la imagen de Pitita Ridruejo y Anita Obregón flanqueando, como dos columnas dóricas, a Warhol en Madrid es la más definitoria de los 80; en cualquier caso lo sería del espíritu lúdico y ecléctico, internacional y castizo de La Movida. Si confeccionáramos un álbum de Polaroids sobre la Transición, sin duda estaría junto a, entre otras, el pecho casual de Susana Estrada frente al profesor Tierno. Mientras que ésta podría actuar de reflejo de un país en pleno proceso constituyente, en vías de abrirse al mundo, la de Pitita, Anita y Warhol representaría el final de dicho proceso, la asunción definitiva dentro de la comunidad cosmopolita porque, en 1983, España ya se había erigido en el indiscutible place to be del momento. El país afrontaba sus 15 minutos de fama y no es raro que el señor que mejor encarnaba el espíritu de los tiempos viniera a ver qué se cocía por aquí.
De la visita de Andy Warhol se ha hablado mucho, pero el documental Warhol-Vijande: más que pistolas, cuchillos y cruces lo ataca desde un flanco soslayado, el del fascinante galerista que lo trajo y lo encerró durante nueve días en un garaje de la calle Núñez de Balboa, en el Barrio de Salamanca. La cinta está dirigida por Sebastián Galán y llega a los cines el año que viene, después de su estreno el día 21 en el Festival Internacional de Cine Premios Lorca de Granada. Es de obligado visionado para entender cómo acabó el padre del pop («o hijo del pop», apostillaba Umbral) entre nuestras Anita y Pitita en un palacete de los March y cómo era el hombre que hizo posible esta visita de Estado que enloqueció a los pijos y a los macarras de La Movida.
Fernando Vijande es un producto paradigmático de su tiempo. Hijo de la burguesía catalana, se inició en el arte a través de las antigüedades, pero pronto se pasó al contemporáneo. A principios de los 70 fundó la galería Vandrés y poco después el Gobierno de Carrero Blanco le censuró una exposición de jóvenes artistas. Vijande pasó la década promocionando a artistas emergentes con una inspiración más propia del mecenas que del empresario. «No lo hacía por dinero, vender no vendía nada, pero hasta 15 premios nacionales posteriores expusieron con él en los 70 y 80», recuerda en conversación con THE OBJECTIVE su hijo, Rodrigo Navia-Osorio Vijande. Armando Montesinos, que trabajó con él, lo recuerda con un «oído muy fino, siempre al tanto de todo» y apasionado de lo suyo: «Fernando tenía un lema: te enrollas o no te enrollas. Su relación con los artistas y con el personal que entraba en su galería se basaba en eso. Tenía un gusto caníbal en el sentido de que si un artista le interesaba, le interesaba al mil por mil».
Vestía de forma atildada, hablaba seis idiomas, alternaba con la high society de todo el mundo, se paseaba por Nueva York como por su casa en un tiempo en que pocos viajaban a la Gran Manzana, conocía a los Kennedy… y luego en Madrid, apunta Montesinos, «se iba a las discotecas o a beber con macarras». Se estaba fraguando La Movida. «Era un transgresor total, le encantaba el cambio, lo veía y lo amaba —explica su hijo—. Veía hacia donde iba el país y lo vivió todo muy intensamente».
En el año 80, promovió una exposición capital en el Guggenheim de Nueva York, New Images from Spain, que fue algo así como la presentación en sociedad de una generación de jóvenes artistas que querían romper el cascarón patrio. Poco después, tomó un garaje frente a su casa en la calle Núñez de Balboa y fundó la Galería Vijande. Ahí fue donde, en una silla traída de su propia casa, se sentó Andy Warhol en enero de 1983 para dar una conferencia de prensa.
«Como si Dios viniera a vernos»
Warhol ya había expuesto en Alemania, Francia, Italia y Gran Bretaña. Para Patrick Moore, director del Museo Andy Warhol de Pittsburgh, «tenía que ir a España, concretamente a Madrid, porque había una continuidad entre los años 70 en Nueva York y el Madrid de los 80. A Warhol le recordaba esa Nueva York de mediados de los 60 y 70, cuando todo está cambiando, el mundo entero está cambiando y todo está sucediendo justo aquí». La exposición se cerró en 800.000 dólares bajo el título Pistolas, cuchillos, cruces. Cuenta Bob Colacello, amigo del artista, que Warhol le preguntó por su imagen de España, ya que él sí había estado. «No lo sé, Inquisición y Guerra Civil». De la guerra sacó las pistolas y los cuchillos, de la Inquisición, las cruces. Para Patrick Moore, todo eso encaja perfectamente con el Nueva York de los 80, donde abundaban las pistolas y los cuchillos y el índice de criminalidad estaba por las nubes.
No solo vino Warhol a Madrid sino que vino el pop, todo el pop, porque poco antes había estado Roy Lichtenstein para presentar una exposición en la Fundación March. Pero Warhol trascendía el arte. «Era una celebrity, no solo un artista. Era amigo de los Rolling, de Bowie, hacía cine…», explica Rodrigo Navia-Osorio. Nadie quería perdérselo. «Fue como si Dios viniera a vernos», dice Alaska. Por ahí estuvieron los aristócratas, pero también los jóvenes de la Movida: de Javier Solana a Maruja Mallo, de Almodóvar a Pitita. En una crónica para TVE, José Miguel Ullán señalaba que «hace unos meses la presencia de Warhol en Madrid hubiese sido como la de un marciano» y no escondía un deje irónico ante la visita de un «cadáver exquisito rodeado de bufones».
Vijande estableció una entrada de 100 pesetas. Se vendieron 12.000 y, con su entrada, la gente acudía en masa a Warhol para que se la firmara. Durante nueve días no dejó de firmar como un poseso. Solo paró para ir a las fiestas de los aristócratas y para una curiosísima visita a Toledo —donde comió con los marqueses de Portugalete— y al Valle de los Caídos. ¡Warhol en el Valle! El pop y el camp. La exposición fue un fiasco a nivel comercial, pero era algo que se sabía. En España no había dinero para Warhol. Las obras rondaban los siete millones de pesetas, el precio de un piso en una zona media-buena. Solo se vendió un cuadro, que compró un director de fotografía catalán que años después sacó un dineral por él. Además, el artista se llevó dos encargos de retratos.
Rodrigo, el hijo de Vijande, recuerda que justo la exposición le pilló estudiando en Harvard, aunque ya había entrevistado a Warhol en el año 80 para El País. Lo recuerda como un tipo «muy simpático, lejos de esa imagen de frío y distante que tenía». La visita salió en las portadas de los diarios serios y en las revistas de papel cuché. En aquella época no existía nada de toda la estructura posterior del arte contemporáneo en España: ni el Reina Sofía ni apenas galerías ni ARCO. Nada. La iniciativa de Vijande fue personal. Con su temprana muerte en 1986 ese lazo entre Madrid y Nueva York se rompió en cierta manera en cuanto tuvo de corriente alterna al margen de lo institucional.
Un año después, falleció Warhol. Osorio-Navia se declara encantado con el rescate de la figura de su padre a través de este documental y la reciente exposición de la Colección Suñol Soler en el Museo Lázaro Galdiano. Con el tiempo, opina, su padre se ha revelado como un agente de aquella época de cambio. «Los cambios eran tan rápidos entonces que los vivíamos, no los analizábamos. Entre el 78 y el 83 todo fueron cambios, cambios, cambios, cosas que cinco años antes eran impensables como la visita de Warhol o los conciertos de los Rolling Stones. Todo iba muy rápido». En el ojo del huracán estuvo su padre, un gentleman underground, si tal cosa existe, llamado Fernando Vijande.