Joel Meyerowitz: el americano que aprendió a decir ¡olé!
El Museo Picasso de Málaga acoge una exposición del fotógrafo, representante del movimiento ‘Street Photography’
Cuando bajo a Málaga, ahora convertido en viajero, no suelo llevar un plan prefijado. Espero que la ciudad y el callejeo sin brújula por el abigarrado y bullicioso centro histórico me deparen suficientes y reconfortantes sorpresas. Confío, sobre todo, en el creativo, espontáneo y gratificante espíritu de la ciudad y sus habitantes, que cautivaron a tantos viajeros.
A decir verdad, tampoco dejo de visitar las exposiciones temporales de sus museos. Esta vez he tenido la suerte de ver una maravillosa muestra de fotografía de Joel Meyerowitz en el Museo Picasso. ¿Pareceré muy ingenuo o ignorante si confieso que no conocía este fotógrafo, nacido en el Bronx neoyorquino en 1938? Usted, amable lector, que lo conoce, disculpará la osadía de que le hable de este descubrimiento personal, pero la exposición y el documental que la acompaña me han fascinado: me ha proporcionado una emocionante experiencia visual, pero también una manera distinta y enriquecedora de conocer y de vivir la ciudad.
Joel Meyerowitz es un destacado representante del movimiento fotográfico conocido como Street Photography, en el que participó en los años sesenta. Formó parte de este movimiento fotográfico que, como su nombre indica, buscaban captar y sorprender la gestualidad espontánea de la gente en la calle, para registrar la comedia humana que, sin énfasis, se desarrolla en el día a día de cualquier ciudad del mundo. Al mismo tiempo, este movimiento incorporó el color a la fotografía que hasta entonces había estado proscrito y considerado banal por poco artístico. Sin embargo, Meyerowitz simultaneó el color con el blanco y negro, explorando las distintas posibilidades de ambas; de hecho, en algunas de las fotos expuestas en Málaga, contrapone las posibilidades de ambos registros, tomando una en color y otra en blanco y negro desde el mismo objeto y encuadre.
Los hechos son como siguen. Entre agosto de 1966 y agosto de 1967, Joel Meyerowitz y Vivian, su pareja, habían programado un ambicioso viaje para recorrer Europa de Southampton a Estambul, de Alemania a Turquía, pasando también por España, Francia, Bulgaria o Rumanía hasta Nápoles, donde tomaron el transatlántico Michelangelo para regresar a Nueva York. Joel, cargado con sus cámaras y unos 700 carretes vírgenes, y Vivian, con su guitarra. En ese plan, entraba visitar unos días al escritor e hispanista norteamericano Paul Hecht, al que habían conocido en Inglaterra y estaba afincado por entonces en Málaga, cuya autobiografía, El viento lloró, da cuenta de su estancia en España y de su afición al flamenco, afición que contagiaría a Joel y Vivian. Sin embargo, lo que iba a ser una visita de unos pocos días, para viajar también a Marruecos, se convertiría en una experiencia que cambió todo el plan…
Ocurrió que la ciudad, su gente y, sobre todo, el descubrimiento del flamenco les retuvo justamente la mitad del tiempo dispuesto para el viaje, seis meses, lo que da idea de la importancia y trascendencia que dicha estancia supuso para el fotógrafo. De aquellos seis meses, de diciembre de 1966 a mayo de 1967, en los que viviría en Málaga, le quedó la vivencia, según su propia confesión, de una experiencia epifánica y un rito de paso, que desencadenarían el descubrimiento o la construcción de su futura identidad personal y artística.
La calle y el flamenco
Joel se sumergió en el ambiente de la ciudad totalmente. Probaría todo y disfrutaría de todos los hábitos y rituales que veía celebrar a los malagueños. No se aburrió nunca; descubriría siempre algo nuevo que atrapar con su cámara. Como el propio Joel reflexiona en el catálogo de la exposición: «Cuando algo totalmente inesperado se revela ante ti, sucede precisamente porque tú estás ahí y porque estás preparado para reconocerlo». El teatro de la calle y el conocimiento del flamenco le van a mostrar el camino para aprender a ver lo que de mágico e inesperado hay en lo real.
Las fotos de la muestra ponen el foco en estos dos espacios. De una parte, en las calles de Málaga registra lo que estaba pasando, capta de manera fidedigna las cosas y personas con su ingenua y potencial fuerza, y en sus mismos escenarios, donde se mezcla lo sorprendente con lo habitual. Allí asoma el talento popular, «la ingeniería improvisada», que dice el propio Meyerowitz, a propósito de una escena en que la multitud se concentra para ver cómo se recupera, y con qué artes artesanales, el cadáver de un caballo que ha caído patas arriba en plena calle. Frente al espacio público, el espacio privado y convivencial del flamenco, centrado en la familia gitana de los Escalona, en cuya casa y fiestas, Meyerowitz tuvo el privilegio de hacer una inmersión en la sabiduría que encierran las letras de los cantes flamencos. El documental ¡Olé!, que se puede ver también en la exposición, completa a la perfección las fotos, pone voz y sonido a las imágenes.
La música, que acompaña el documental, sale de la grabación artesanal que hiciera el propio fotógrafo en casa de los Escalona. El registro conserva la espontaneidad y el duende del verdadero flamenco de los Escalona, del cante de Anita y de la maestría de la guitarra de Antonio, el patriarca del clan, y de su hijo Pedro, entonces su prometedor delfín. El relato que de su aprendizaje hace frente a la cámara Joel Meyerowitz es absolutamente recomendable. Los recuerdos de cómo aprendió de los «aficionados» a escuchar y amar el flamenco son memorables. No le sería fácil al principio, pues no lo entendía en absoluto. Poco a poco fue entrando en el misterio del flamenco y en su secreto ritual. Llegaría a penetrar con pasión su poder y poesía: «El crudo valor humano de sus coplas» —según sus propias palabras.
La emoción que trasmite Meyerowitz al rememorar los consejos de los aficionados al cantaor: «Ve más lejos, ve más profundo», para que el cantaor ahonde en los quiebros de la voz y en el acompañamiento del guitarrista, constituyen, para un neófito como yo, una guía práctica para comprender la magia del cante y el toque. Otro momento a retener de este maravilloso y emotivo documental biográfico, que han realizado, Manon Quimet y Jacob Perlmutter con Miguel López-Remiro, a la sazón comisario y editor del catálogo de la exposición, es cuando Meyerowitz, en su formación de «aficionado», alcanza a comprender la importancia que tiene saber cuál es el instante preciso en el que hay que decir «olé», para subrayar el arte del cantaor o del guitarrista. El documental, que se puede ver parcialmente en YouTube, es un bello e informativo documento, con emoción a raudales asegurada.
Pobreza y alegría
La cámara de Meyerowitz no ignora, ni la exposición tampoco, el contexto en que se desarrolla la visita a Málaga: Franco gobierna España, estamos en los días previos al famoso Referéndum de 1966 sobre la Ley Orgánica del Estado, el proyecto franquista para eternizarse en el poder. Las fotos evidencian la presencia de militares, policías y guardias civiles en las calles o el control político que proclamaba, con anuncios luminosos, el aplastante y dictatorial resultado de dicho referéndum. «Sin embargo —comenta Meyerowitz—, yo sentía una gran libertad en las calles». También, para comprender la complejidad de aquellos años, conviene recordar la frase lapidaria de Anita Escalona en el documental: «Había mucha miseria, pero éramos más felices». Son detalles que permiten equilibrar los juicios simplificadores que, a veces, hacemos sobre el pasado desde la atalaya del presente…
Al salir del Picasso, con la moral alta, por las nubes, y con ánimo de disfrutar de la brisa de Málaga, que siempre te acaricia el rostro con amabilidad y finura, puse proa a la Malagueta. En el camino salió a mi encuentro otra sorpresa: en la galería de los bajos de la plaza de toros, se encuentra la exposición España oculta, de Cristina García Rodero, a la que no vamos a descubrir ahora. Las fotos de esta serie son, creo, de sobra conocidas para la mayoría de los aficionados a la fotografía. Su calidad plástica, su belleza sombría y su hiriente verdad no pueden ser ignoradas, porque constituyen una cumbre de la fotografía española de las últimas décadas.
Pero después de la luz y el color de Joel y de la pobreza digna y alegre de la Málaga del franquismo, enfrentarme a la belleza medieval y oscura de García Rodero, confieso que me deprimió. La superstición y el fanatismo que las presiden, la morbosa atracción por lo monstruoso y grotesco de nuestras tradiciones ancestrales, esa España, reliquia del pasado, debe ser ya desterrada para siempre de nuestro imaginario. Las imágenes de la España «diferente», que despierta aún la risa displicente de algunos turistas en la exposición, se tornan alegría y admiración al contemplar las de Joel Meyerowitz. No volvamos la vista a la Edad Media, por estetizante que sea esa mirada. Volvamos a Málaga muchas veces. Siempre.