'Tomorrowland': la realidad de nuestros sueños virtuales
Una experiencia inmersiva en el Wizink toma un irónico sentido en 2025, año donde se sitúa el clásico ‘Al final del arco iris’
Tomorrowland Immersive Experience es una interesante demostración de lo que la realidad virtual puede hacer. Por aquí ya reseñamos otras dos posibilidades en la misma senda: Spirit of Japan, mucho más modesta en medios pero con encanto, buen gusto y una temática tan sugerente como el movimiento artístico Ukiyo-e; y La leyenda del Titanic, más cerca de Tomorrowland en infraestructura y espectacularidad, aunque con su oferta de realidad virtual pura reforzada con otros materiales más convencionales.
Podríamos plantear estas tres experiencias como un resumen significativo de lo que una ciudad como Madrid, con una oferta de ocio equiparable a casi cualquier otra del mundo, puede ofrecer en materia de realidad virtual inmersiva.
Y, sobre todo, de lo que no…
De lo que no puede ofrecer, quiero decir, por mucho que los fanáticos de la tecnología insistan en soñar. Por ejemplo: en 2006, Vernor Vinge escribió la novela Al final del arco iris. En 2007 recibió, entre otros, el premio Hugo, algo así como el Nobel de la ciencia ficción: lo máximo para los iniciados en el género. Describía un mundo dominado por la «realidad mediada», concepto que incluye realidad aumentada y realidad virtual. En él, multitud de cámaras y robots se conectan a los weareables (ropa y complementos inteligentes) de los consumidores, que con solo determinados movimientos de las manos, o incluso de los ojos gracias a unas lentillas especialmente popularizadas entre los más jóvenes, pueden convocar dinosaurios virtuales en los parques de sus barrios, hacer turismo desde casa mandando a sus avatares a cualquier sitio exótico, aparecer ante otros conectados por wearables (la mayoría) con un look retocado…
Por supuesto, hay un gran peligro que pone en marcha la trama. Al estar el mundo real absolutamente conectado por un flujo constante de texto y vistas virtuales superpuestas al mundo real, «el enemigo está cerca de tener una tecnología TQC efectiva». El narrador matiza: «En la jerga de la ciencia ficción del cambio de siglo: Tienes-Que-Creerme. Es decir, control mental». La hiperconectividad tiene otros efectos secundarios indeseables, como el estrés de las personas mayores, sobrepasadas por los cambios, pero el núcleo de la intriga apunta al apocalipsis de turno.
El fiasco del Metaverso
La novela se sitúa, por cierto, en el año 2025…
El primer gran momento de Vernor Vinge se produjo en 1993, cuando en un simposio patrocinado por la NASA leyó su ensayo Technological singularity, en el que pronosticaban que para 2030 la potencia de los ordenadores llegaría al punto de crear una nueva forma de superinteligencia. Hito histórico que comparó el borde de un agujero negro: un límite más allá del cual las viejas reglas ya no se aplican.
En 2006, cuando escribió Al final del arco iris, parecía que esa potencia iba a introducirse en nuestros hogares de forma irremisible a través de la realidad virtual. Hasta el punto de que el mismísimo Mark Zuckerberg, uno de los grandes triunfadores por antonomasia de Silicon Valley, decidió cambiarle el nombre a su compañía: de Facebook a Meta. Las redes sociales no daban para más, el negocio estaba en el metaverso. Ya explicamos por aquí el batacazo. Millones y millones de euros en investigación (y, sobre todo, en márketing) sin mucho ningún retorno realmente significativo a la vista. ¿Quién se acuerda ahora del metaverso? Ojo, no es descartable que la moda vuelva y, en algún momento, se instale como forma de vida. Pero la cura de humildad de aquella euforia recordó a la de la crisis puntocom de finales de siglo pasado.
Hoy la realidad virtual no es la de Al final del arco iris, sino la de Tomorrowland Immersive Experience de la Sala de Cristal del Wizink de Madrid… Que es francamente agradable e interesante. La información previa es muy escasa para, según los organizadores, evitar el espóiler. De hecho, no proporcionan imágenes de lo que ven los visitantes, solo de estos deambulando por la sala «neutra». Tiene sentido. Buena parte del encanto de una experiencia de este tipo reside en la sorpresa. El visitante solo sabe que va a visitar un mundo inspirado por el festival de música electrónica Tomorrowland, el mayor del mundo en su género. Los organizadores eligen cada año un concepto para vertebrar la experiencia: Life en julio del año pasado, Adscendo el anterior, Reflection of love…
Manos virtuales
Alrededor de estos lemas y de los diferentes escenarios, los fans han ido creando un imaginario que los organizadores han querido ampliar en una experiencia inmersiva de realidad virtual. Asociados con la empresa XR Music Hub (formados por Layers of Reality y Blanco y Negro Music), han tenido la habilidad de diseñar un recorrido muy genérico: los fans del festival apreciarán algunos detalles y guiños, pero no hay que saber nada de música electrónica (ni siquiera soportarla) para disfrutar de la experiencia.
Una vez provisto de las preceptivas gafas de realidad virtual, el visitante se desencarna: de la realidad ya solo ve el equivalente virtual de sus manos y los avatares en forma de grandes números de los otros visitantes, fundamental para no chocarse con ellos. Tras un largo pasillo, se encuentra en una inmensa biblioteca de aire decimonónico. Al tocar con las manos virtuales libros y objetos mágicos, aparecen palabras, haces de luz o, de vez en cuando (bien dosificados para no aburrir al público general), vídeos de los conciertos de diferentes ediciones del festival.
Desde la biblioteca se puede acceder a distintas habitaciones con estéticas más o menos cercanas al new age con toques que recuerdan a las fantasías más recurrentes, de Harry Potter a El Señor de los anillos. Funciona. El resultado es realmente sugerente, sobre todo en la recreación de la naturaleza: flores de colores imposibles, mágicos puntos de luz, estrechos recovecos que explotan en cielos inmensos. También el movimiento: la sensación de volar por la inabarcable cúpula de la biblioteca, por ejemplo, resulta fascinante. Y la interactividad cumple su función sin agobiar, con historias breves que despiertan la imaginación. Cada visitante va a su ritmo y escucha y ve el vídeo que decida desplegar con su mano virtual; otro visitante puede acercarse al mismo ítem y verlo en el momento en que el que se encuentre o esperar su turno para empezar desde cero. De hecho, los visitantes se escuchan unos a otros, lo cual a veces puede resultar molesto, especialmente con niños que, lógicamente, se excitan.
«¡Parece un videojuego!», no dejaba de gritar uno a pleno pulmón en mi visita. Efectivamente, de eso se trata: un videojuego. Jordi Sellas, director creativo, subraya que se trata de «una experiencia única en formato de metaverso gigante, de más de 600 metros cuadrados, una dimensión descomunal, con una duración espectacular, única, de más de 45 minutos». Incluso asegura que, «ahora, es el metaverso más grande de España, uno de los más grandes de Europa».
Inteligencia artificial
Menos de una hora en menos de un kilómetro cuadrado. Y con un nutrido equipo de empleados (muy humanos, nada de robots) pendiente de que nadie se choque o se maree o no entienda algo: solo hay que levantar la mano y alguien acude. Esto es lo máximo en realidad virtual que tenemos en 2025. Muy distinto a lo que nos prometió Vinge para el 2025 de Al final del arco iris: el mundo entero constantemente.
Y eso que sus mayores fans provienen de la ciencia ficción «dura». O sea, especialmente atenta a la primera palabra: la ciencia. De hecho, el estilo literario de Al final del arco iris deja mucho que desear. Se supone que lo de verdad excitante está en docenas de términos técnicos y teorías científicas que Vinge apelotona en la narración.
Julio Verne era más entretenido y escribía mejor. Para viajar a la luna se inventó un cañón gigante y ambientó el experimento en su misma época. Cuando se publicó De la Tierra a la Luna, se tomaba por fantasía, obviamente. Un siglo después, llegamos a la luna, aunque no exactamente disparados por un cañón. Vinge plantó su fantasía en un futuro que aseguraba probable. Le dio apenas 20 años. No ha acertado. ¿De momento?
A finales de este mes se publica La singularidad está más cerca (Deusto), de Raymond Kurzweil, el gurú del momento en inteligencia artificial y director de Ingeniería en Google desde 2012 para más señas. El adelanto editorial dice, entre otras cosas, que «para 2029 la IA superará los niveles de la mente humana, y que para 2045 expandirá la inteligencia humana un millón de veces en formas inimaginables al conectar nuestros cerebros directamente a la nube».
Google está invirtiendo cantidades ingentes de dinero en la IA. Mucho más que Zuckerberg en su metaverso. Y no solo Google, de acuerdo. Parece que hay una carrera industrial en marcha. Pero también que entre los expertos se está empezando a hablar de un «efecto muro» en la evolución de la inteligencia artificial. Se denomina efecto muro al momento en que una tecnología en progresión aritmética se frena por algún imprevisto. Puede ser por múltiples factores: puramente técnicos, materiales, sociales, culturales, económicos… Por ejemplo: si el avión se inventó en el siglo XX y llegamos a la luna en 1969, a estas alturas ya deberíamos estar tomando copas los fines de semana en Marte. Y, sin embargo…