Las extravagantes derivas del arte contemporáneo
El ensayo de Marie-Claire Uberquoi es una valiente crítica a la banalidad de algunas obras en las últimas décadas
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Una persona fotografiando la obra 'Comedian', ideada por el italiano Maurizio Cattelan. | Nancy Kaszerman (Zuma Press)
En el año 2019 el artista italiano Maurizio Cattelan, conocido por genialidades tan destacadas como instalar un retrete de oro en los baños del Guggenheim de Nueva York o exhibir una escultura de Hitler con cuerpo de niño rezando de rodillas, presentó en la Art Basel de Miami su obra Comedian, consistente en un plátano pegado a la pared con un trozo de cinta adhesiva. La escultura, que constaba de cuatro copias, se vendió por 120.000 dólares, una suma que, teniendo en cuenta las cantidades astronómicas que suelen alcanzar las transacciones en el mundo del arte, puede considerarse casi una ganga. No obstante, antes de su venta, la obra se vio sometida a un acto vandálico, perpetrado por un visitante que, en protesta por lo que consideraba una blasfemia contra el Arte (escribamos aquí la palabra con las mayúsculas que se merece todo rito sagrado), despegó el plátano de la pared y se lo comió. La pregunta que se impone es la siguiente: ¿Por qué nadie le pagó nada a ese visitante por la maravillosa performance que significaba comerse públicamente una obra de arte?
Afortunadamente, el representante de Cattelan tenía otro plátano de reemplazo y la excelsa obra pudo, no sólo seguir exhibiéndose, sino experimentar en el transcurso de los años un incremento exponencial de su valor que alcanzó su clímax en noviembre del pasado año, cuando un criptomillonario chino (el prefijo «cripto» hace aquí referencia a su relación con las criptomonedas y no a que permaneciera oculto en ningún sitio) pagó en la subasta de Sotheby’s la ya mucho más respetable cifra de 6,2 millones de dólares. Comedian, ha declarado el orgulloso comprador a los medios, «representa un puente entre los mundos del arte (sic), los memes (sic, sic) y la comunidad cripto (sic, sic, sic)», tras lo cual ha anunciado que también él piensa comerse el plátano. De todo ello podemos extraer dos enseñanzas primordiales: en primer lugar, que el destino natural de todo plátano, por más impregnado de aura artística con la que pretenda presentarse, es acabar siendo ingerido por un ser humano o, en su defecto, por un primate (dejo aquí la idea para una posible performance). La segunda moraleja es que la célebre muerte del arte que ya profetizara Hegel en el siglo XIX se prolonga de forma interminable a través del tiempo en una agonía en la que los precios que alcanzan las obras suelen ser directamente proporcionales a su grado de banalidad.
En el ensayo ¿El arte a la deriva? (Editorial Debolsillo) la crítica de arte y comisaria de exposiciones Marie-Claire Uberquoi desarrolla innumerables ejemplos de realizaciones presuntamente artísticas que, no sólo podrían rivalizar en espíritu cínico y voluntad nihilista con la de Cattelan, sino que, en algunos casos, irían mucho más allá de ella. No obstante, si el libro de Uberquoi, publicado por primera vez en 2004 y oportunamente reeditado ahora con un capítulo que recoge las manifestaciones artísticas más relevantes de estos últimos años, tan sólo se limitara a exponer los espasmos presuntamente transgresores que se han producido en el mundo de la creación, nos haría bostezar a las pocas páginas, dada la previsibilidad de las provocaciones y su infinita insustancialidad. El ensayo, sin embargo, va mucho más allá.
Para empezar, puede leerse como un catálogo exhaustivo de las corrientes artísticas más significativas de las últimas décadas, desde la irrupción del pop-art allá por los años cincuenta del siglo pasado, hasta experiencias prácticamente coetáneas a la de Cattelan, las cuales son recogidas en un excelente anexo en la edición actual. Además, frente a muchos que en los medios se arrogan el título de críticos y que apenas si adoptan el papel de hermeneutas de productos que no son capaces de explicarse a si mismos, la autora del libro asume con valentía la responsabilidad y el riesgo que implica el ejercicio de la crítica, ese arte en la que la razón se combina con la sensibilidad para tratar de discriminar el bien del mal en el plano estético. Por supuesto, ello lleva implícita la posibilidad de incurrir en interpretaciones discutibles o errores ocasionales, pero, a cambio, reporta una suerte de paradigma a partir del cual podría abrirse un debate razonado sobre la pertinencia y la calidad de las obras de arte.
Uberquoi no se arredra, por ejemplo, en poner de manifiesto todo el componente de superchería e insustancialidad que hay detrás de algunas de las estrellas más rutilantes del arte de las últimas décadas, desde el irritante Joseph Beuys a nuestro, nunca mejor dicho, pícaro sin fronteras Santiago Sierra, pasando por las constelaciones mediáticas y multimillonarias que componen los Andy Warhol, los Jeff Koons o los Damien Hirst. La autora se atreve, incluso, a ir más allá: en un tiempo en el que, cultura woke mediante, el arte, por llamarlo de algún modo, ha asumido impropiamente tareas de adoctrinamiento, y en el que el artista es suplantado a menudo por la figura espuria del activista, por lo demás, casi siempre sin talento, Uberquoi pone su punto de mira en corrientes tales como el arte feminista, el indigenismo indigente o el ecologismo de pasarela, bien es verdad que salvando de ellas sus aportaciones positivas, pero denunciando sin complejos todo cuanto contienen de banalidad y oportunismo. «Con demasiada frecuencia» –nos dice- «se tiende a juzgar el trabajo de un artista únicamente en función de sus tomas de posición y de su compromiso social y político, y no por su capacidad creadora: es decir, se valora más la ideología que la estética». La deriva seguida por instituciones como el Reina Sofía al amparo de nuestro inefable ministro de Cultura tal vez sea el mejor ejemplo.
Nihilismo e inteligencia artificial
Hay, no obstante, algunas consideraciones que, desde nuestra propia perspectiva del arte, podríamos hacerle al ensayo de Oberquoi. Ésta se sitúa expresamente en una concepción, por así decirlo, romántica y esencialista de la actividad artística: «En el epílogo que cerraba la primera edición de este ensayo» –afirma– «lanzábamos un alegato a favor de un arte que tal vez pueda recuperar su aura y su carácter sublime como contrapunto a los embates de una sociedad materialista». Creemos que tal cosa no es posible. Como ya viera lúcidamente Walter Benjamin en los prolegómenos del siglo pasado, carece de sentido sentir nostalgia por un arte aurático en un mundo progresivamente dominado por las tecnologías. De hecho, no es casualidad que sean precisamente estas últimas una de las bestias negras contra las que la autora del ensayo se revuelve con más virulencia.
El propio concepto de arte, entendido como una actividad específica que sólo afecta a una serie muy concreta de actividades, resulta a estas alturas de la cultura altamente problemático. Ello no implica, por supuesto, negar la grandeza de las realizaciones más excepcionales de la historia del arte, pero sí cuestionar, por un lado, la separación de éstas del mundo de la vida, con las consecuencias muchas veces de verdades puramente estupefacientes que ello implica, así como contemplar, por otro, la existencia de otras muchas parcelas a las que, como supieron ver muy bien los griegos, cabe asignarles el nombre de arte, siempre y cuando sean capaz de alcanzar ciertos grados de excelencia verificable. En tal sentido, muchas de las boutades, incluso las más ridículas, que encontramos en el mundo oficial del arte de nuestros días admiten una lectura, por así decirlo, trascendental que nos permite asistir a la condición agónica de ciertas expresiones de la cultura que, precisamente, a través de sus manifestaciones más nihilistas están proclamando su certeza de haber perdido ya su tiempo y su lugar.
Por otra parte, la irrupción de la inteligencia artificial, a la que también Uberquoi le dedica algunas referencias al final de su ensayo, independientemente del grado de calidad que puedan alcanzar sus producciones estéticas, va a obligar a reflexionar en profundidad sobre creencias tan asentadas en el arte metafísico como el sentido presuntamente trascendente de la creatividad artística, la importancia de la autoría o el concepto de originalidad como mito por excelencia de las artes. Por eso, y teniendo siempre en el punto de mira el imponente grado de estupidez y banalidad, si es que queremos llamar a las cosas por su nombre, que caracterizan a gran parte de las producciones artísticas de nuestra época (y que tan bien quedan reflejadas en el ensayo de Uberquoi), tal vez quepa esperar, si adoptamos una posición de voluntarismo optimista, que la Inteligencia Artificial venga a ser algo así como aquellos bárbaros que en el poema de Kavafis esperaban fuera de ciudad: una cierta solución a la indigencia estética e intelectual de las artes de nuestra época.