El Prado reúne la genialidad del primer Greco
La pinacoteca reagrupa las obras que el pintor realizó para el monasterio de Santo Domingo el Antiguo de Toledo

‘La Asunción’, obra central que el Greco creó para el retablo del Monasterio de Santo Domingo el Antiguo de Toledo. | Eduardo Parra (Europa Press)
Imponente, su visión se impone desde bien lejos. El Museo del Prado, orgulloso, la ha colocado en un lugar de privilegio: en plena galería central de la primera planta, con el espacio y la compañía que le devuelve todo su sentido. La Asunción, obra maestra de El Greco, ha vuelto a España para encabezar la exposición El Greco. Santo Domingo el Antiguo, que reagrupa ocho de las obras encargadas al pintor en 1577, recién llegado a España, para el monasterio toledano.
El conjunto supuso una renovación del tradicional retablo castellano y consagró a su autor. Durante siglos mantuvo su función de culto en el cenobio de las monjas cistercienses, pero a partir de 1830 comenzó su dispersión. Por entonces, la valoración del Greco se centraba en su etapa temprana, influenciada por Tiziano, lo que hizo que las pinturas fueran especialmente codiciadas. El Prado recupera el enfoque narrativo que proporciona su disposición primigenia, perdida por las vicisitudes del mercado.
El 13 de agosto de aquel 1830, el infante Sebastián Gabriel de Borbón adquirió La Asunción por 14.000 reales de vellón. La obra pasó por múltiples peripecias hasta acabar en el Art Institute de Chicago, que se la ha prestado al Prado para el reencuentro. Grandiosa y conmovedora, la pintura ocupa buena parte del ancho de la galería. Tiene, sin embargo, algo de ingrávida. Quizá sea por la distribución armoniosa o, sobre todo, por el gran secreto del Greco: la estilización impulsa las figuras hacia las alturas, donde espera la luz. Un movimiento liderado por el vuelo sublime de la Virgen.
Como el resto de las obras de la muestra, despliega una retórica antigua, muy antropomórfica, que necesita un esfuerzo del espectador para ponerse en la piel de la espiritualidad de la época. Ayuda una efectiva contextualización. Aunque La Asunción es lo primero que salta a la vista, en realidad la exposición comienza antes, en las paredes laterales. A un lado, un mapa de Toledo sitúa el convento y muestra sendas fotos de su fachada e interior. Al otro, en dos cuadros en menor formato, La Adoración de los Pastores y La Resurrección, los dos extremos de la vida de Jesús prologan la gloria de su Madre.
Cada una con su itinerario por los vericuetos del mercado del arte, se suceden el resto de obras. La historia más sugerente quizá sea la de San Bernardo. Tras pasar por varias manos, fue depositada en 1943 en la Nationalgalerie de Berlín y confiscada como botín de guerra tras la Segunda Guerra Mundial por los soviéticos, que la llevaron al Museo del Ermitage, donde se exhibe actualmente. La muestra del Prado exhibe una reproducción en el que se puede apreciar la maestría del claroscuro.
Muerte y resurrección
Menos trasiego sufrió el cuadro con el que hace pareja, San Benito, que llegó al Prado ya en 1872, procedente del Museo de la Trinidad. Aunque de pequeño formato, resulta especialmente significativo para el núcleo conceptual de la muestra, ya que su protagonista, San Benito de Nursia, fue el fundador de la orden benedictina que profesaron las monjas del monasterio toledano en el siglo XII. Además, dirige una mirada algo cansada al espectador mientras señala con la mano derecha a la zona inferior, donde se hallaban la tela principal, La Asunción, y el tabernáculo.
Los ascéticos retratos de San Juan Evangelista y San Juan Bautista siguen la misma dinámica. La primera, con el apóstol absorto en la lectura, contrasta dramáticamente con la segunda, en la que la alargada figura del profeta, demacrado y apenas cubierto por una basta piel de camello, ocupa por completo un espacio estrecho rematado en un arco de medio punto, como una escultura colocada en una hornacina. En cambio, La Santa Faz aporta una agradable ruptura de la estructura general de la exposición con un formato distinto, un óleo sobre tabla escoltada por dos estatuas de ángeles.
En La Trinidad, el escorzo del cuerpo de Jesús reproduce el efecto de la ley de la gravedad sobre el cuerpo irremisiblemente (o no) muerto. La sensación del peso de los brazos sin vida y el dominio de la anatomía recuerda a Miguel Ángel, inspiración confesa del Greco, que también acudió a Durero para la composición. La tela coronaba el cuerpo del ático del retablo mayor, situada sobre La Asunción, con cuya escena conecta: María asciende hacia esa zona celestial en la que el Padre Eterno, sentado sobre las nubes y flanqueado por ángeles mancebos, sostiene el cuerpo de su Hijo, mientras el Espíritu Santo sobrevuela en forma de paloma.
Cierra la muestra el inmenso, en todos los sentidos, cuadro de La Adoración de los Pastores. De un formato mucho mayor que la versión situada al principio, llega desde la Colección Fundación Botín tras adquirirla Emilio Botín Sanz de Sautuola en 1956. La monumentalidad pareja a la de La Asunción y el contenido sugiere una circularidad que no es tal. Bien pensado, la exposición dibuja una espiral. Como la historia de muerte y resurrección que cuenta, la galería central del Prado se extiende más allá y se ramifica y vuelve y otra vez se aleja, elevándose. No tiene fin.