En busca de Proust: su vida y su tiempo a través de la pintura
La exposición del Museo Thyssen presenta al escritor mediante los artistas pasados y coetáneos que lo inspiraron

'Retrato de Marcel Proust' (1892), Jacques Emile Blanche. | @aerenshot
Imagino a Proust encerrado en su habitación. Soñando, ensimismado, únicamente aturullado por los clamores maternos que lo convidan a acudir a cenar. Veo a ese joven de gestos amanerados, ojos mohínos e inocentes, despachar sus obsesiones con la pluma en ristre. Edificando las encarnaciones ficticias de los deseos homoeróticos que lo asolaban, vestidos con piel de mujer para esquivar la censura. El oprobio. La condena. Fintando la guillotina social a la que la sinceridad autobiográfica lo hubiera condenado. Y también lo veo abandonado a la imaginación en el Louvre. Volando por un universo de belleza, para la que siempre tuvo olfato y sentido.
La exposición Proust y las artes, abierta hasta el 8 de junio en el Museo Nacional Thyssen de Madrid, es un recorrido por ese vuelo. Un viaje a través de las obras que pespuntean los escritos del eterno buscador del tiempo perdido, con decenas de escalas en obras de artistas como Aelbert Jacobsz Cuyp, Anton Van Dyck o Chardin, de quien Proust destacó en numerosas ocasiones la profunda reflexión que permeaba la humildad de sus bodegones. Comienza así la muestra con un entrante del estilo holandés y rococó que dominará toda la estancia, y desde el que se irán dando saltos entre los siglos XVII y XX.
Pero la imagen que más cautiva al inicio, es sin duda el único retrato que se tiene de Proust, realizado en 1892 por Jacques-Émile Blanche. Es ver su rostro y ya se intuye un complejo de Edipo. O una versión invertida del complejo de Aquiles. Un rostro pálido, adornado por una salvaje timidez en bigotillo y unicejo. No se sabe si es la cara de un onanista atormentado o un esclavo de la delicadeza. Tal vez ambas se den la mano. Y es que observando su retrato, se diría que no ha habido navajeos inmundos de ningún tipo en la vida del modelo. Sólo frágiles salpicaduras. Inquietudes, quizás incluso mortales, pero digeridas con un romanticismo barroco. Lleno de dramatismo. Una percepción que se repite en otras obras como el retrato de María Hahn, hermana del amante de Proust, que dulcifica el amaneramiento del estilo, en contraposición con el busto marcado por el vicio de la actriz Sarah Bernhardt, pintado por Clairin. Un cuadro que debió causar auténticas incomodidades de entrepierna, vista la mirada leonina, de labios achicados como un asterisco y gesto de Mata Hari de la intérprete.
Con esto quiero decir que la exposición del Museo Nacional Thyssen canta a la gloria de Proust, no sólo poniendo a disposición del público obras directamente ligadas a la vida del autor, sino también al tono y el aroma de sus escritos. Por eso En busca del tiempo perdido es capital en la muestra, pues permite hablar de la admiración de principios del XX por los avances tecnológicos y la modernidad, como la obra de Raoul Duffy; En el Bois de Boulogne, representando los primeros vehículos motorizados, o el magnífico cuadro abstracto-cubista El joven aviador, de Jean Cocteau, al tiempo que sobre otras obsesiones de Proust y los artistas del momento.
Devociones por la moda o los ambientes burgueses que hacen su aparición, curiosamente, en el aprecio de Proust por los creadores españoles, tales como Mariano Fortuny o Ignacio Zuloaga, de quien se puede ver el Retrato de la condesa Mathieu de Noailles, de una factura absolutamente embriagadora.

Impresionistas
Por supuesto, esta muestra no despista la pasión que despertaba en el escritor parisino el impresionismo francés. Renoir está presente para el público, lo mismo que lo están dos obras capitales de Monet: El deshielo en Vétheuil y unos Nenúfares. Y es que, bien visto, hay algo muy impresionista en Proust. En su prosa. En su forma de afrontar las historias. Cuando uno se carea con Monet, hace falta tomar cierta distancia. Darse el lujo de una perspectiva lejana para alumbrar la figura. Con panorámica, todo cobra un sentido que en el detalle se vuelve vaporoso. Y lo mismo sucede con Proust. Coger a Proust en el detalle es emborronar la magnificencia a la que aspira en conjunto. Lo cual no significa que una ristra de pinceladas sueltas no pueda ser francamente evocadora. Pero es en su totalidad; abrazadas en una amalgama, cuando el misterio de su grandiosidad se revela. Una beldad que no es, a priori, llamativa, hasta que uno se deja absorber por ella y, entonces, es cuando no se ve nada más. Eso es el impresionismo. Y eso es Proust.
Pero siguiendo con la exposición, cabe insistir en que Proust se convierte, muchas veces, más en una columna vertebral que en un protagonista. En una excusa para la exhibición de sus creadores coetáneos. Se descentra la mirada sobre él y se recala en genios que, si bien no intervinieron en su vida, lo hicieron en los puertos de una belleza que se ha extendido siglos. Por eso están presentes Turner, Fantin Latour, Manet o Whistler. Todos ellos innegables dotados de los pinceles, capaces de inspirar palabras hasta al más enmudecido de los escritores. Contando con que Proust, si algo lo caracterizó, era su talento para la verborrea escrita y la dilatación de las descripciones más tímidas, a priori, de un relato.
La muestra culmina con la muerte del escritor, en 1922. Y lo hace de una forma un tanto morbosa, que es con una fotografía de su cadáver. Una imagen paradójicamente relajante que, por alguna razón, se codea con dos fabulosos autorretratos de Rembrandt. Aunque los encargados de la exposición han querido rematar con algo más allá de lo pictórico, exponiendo una de las primeras ediciones de En busca del tiempo perdido, al completo, con todos los tomos. Lo cual, si bien no es una obra de arte en lienzo, no deja de ser una joya bibliográfica con un más que merecido espacio en esta variada exposición donde poder disfrutar de la obra de algunos de los genios de la pintura de los últimos siglos. Vamos, que aun desconociendo a Proust, e incluso sin querer conocerlo, merece la pena adentrarse en sus admiraciones presentes en el Museo Nacional Thyssen. Porque más allá de la literatura, está claro que la belleza resulta ineludible.