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Arte

'El mundo del revés' y 'Trueno', dos visiones de la pintura del siglo de oro neerlandés

Los libros de Benjamin Moser y Laura Cummings hacen un recorrido panorámico y personal por los artistas del siglo XVII

‘El mundo del revés’ y ‘Trueno’, dos visiones  de la pintura del siglo de oro neerlandés

Detalle de 'La joven de la perla' (1665), óleo sobre lienzo de Johannes Vermeer. | Wikimedia Commons

El 12 de octubre de 1654 estalló accidentalmente el polvorín de la ciudad holandesa de Delft. Arrasó un barrio entero y provocó un elevado número de muertos. La explosión fue de tal magnitud que, según crónicas de la época, se oyó a más de cien kilómetros de distancia. Nadie recordaría hoy esta tragedia de no ser porque Delft es la ciudad de Vermeer y porque en la explosión falleció el pintor Carel Fabritius, discípulo de Rembrandt y según algunas fuentes maestro de Vermeer.

Lo que sí sabemos con certeza, por el inventario de sus posesiones realizado tras su muerte, es que Vermeer poseía dos cuadros de Fabritius. Este artista es uno de los más enigmáticos de la llamada edad de oro de la pintura neerlandesa. Apenas nos ha llegado una docena de obras pintadas por él. Entre ellas, dos autorretratos y el pequeño, humilde y exquisito El jilguero. Este último, muy probablemente inacabado, se estaba terminando de secar en el taller del pintor el día de la explosión y quedó milagrosamente intacto. Modernos análisis con escáner han revelado pequeñas hendiduras en la tela fruto de la onda expansiva.

El lienzo ganó popularidad cuando Donna Tartt lo convirtió en el eje de su espléndida novela El jilguero, en la que sobrevivía a otra explosión en un museo. Fabritius es también el punto de partida de Trueno (Crítica) de Laura Cumming, publicado hace un año, y ocupa un lugar relevante en el recién aparecido El mundo del revés (Anagrama) de Benjamin Moser. Comparar ambos libros resulta interesante, porque son dos recorridos personales por la pintura neerlandesa del siglo XVII, que entremezclan la lectura del arte de ese periodo floreciente con vivencias íntimas de sus autores.

En Trueno la crítica de arte escocesa Laura Cumming parte de la emoción que le provocó de joven la contemplación en la National Gallery de Londres de la Vista de Delft de Fabritius para explorar la vida y obra de este artista del que sabemos muy poco. Lo conecta por un lado con otros artistas neerlandeses coetáneos —como Rembrandt, Vermeer, Avercamp, Ter Borch y Adriaen Coorte— y por otro con experiencias personales como el fallecimiento de su padre, también pintor.

Esto le permite reflexionar sobre el poder del arte para plasmar y transmitir experiencias emociones, y sobre el vínculo íntimo que establecemos con algunas obras. También para reivindicar la extraordinaria calidad de la pintura neerlandesa de este periodo, que no siempre fue debidamente valorada por la crítica en el pasado. Por ejemplo, el hoy incuestionable Vermeer fue despreciado durante más de un siglo, hasta que lo redescubrió y reivindicó en el XIX el periodista y crítico de arte francés Théophile Thoré-Bürger, exiliado en Holanda tras huir de París por haber participado en la revolución de 1830. También fue él quien batalló por el reconocimiento de Fabritius.

Figuras olvidadas

En el caso de El mundo del revés, el autor es el estadounidense Benjamin Moser, conocido por sus biografías de Clarice Lispector y Susan Sontag (por esta última ganó el Pulitzer). Su primer contacto con la pintura neerlandesa del siglo XVII se produjo por amor: con 25 años se trasladó a vivir a Holanda y empezó a visitar de forma obsesiva museos y bibliotecas. En su libro también establece algunos lazos entre las obras de arte que comenta y sus vivencias personales, pero resultan más forzados que en el ensayo de Cumming. Sin embargo, es mucho más metódico en el abordaje de la producción artística de la época. Hace un recorrido panorámico y dedica un capítulo a cada artista relevante, mientras que en Trueno el discurso tiene más meandros y carece de pretensiones enciclopédicas.

De modo que, para el lector que quiera iniciarse en la edad de oro de la pintura neerlandesa, el libro de Moser es más recomendable, aunque su análisis de las obras sea menos profundo y en ocasiones no del todo atinado. Los capítulos dedicados a Rembrandt y Vermeer resultan algo simplistas; es mucho más agudo en su análisis de Frans Hals y sobre todo de los artistas menos conocidos por el público no experto en la materia. Cada uno de ellos se especializó en una temática. Gerard ter Borch y Pieter de Hooch en pequeños lienzos con serenas escenas interiores; el pintor mudo Hendrick Avercramp en miniaturas de patinadores y escenas invernales; Pieter Saenredam en la minuciosa recreación de interiores de iglesias; Jacob van Ruisdael en los paisajes, incluidas las escenas marinas; Paulus Potter en el retrato de animales; Jan Steen en escenas populares y tabernarias, y la bodegonista Rachel Ruysch en flores. Esta última es una de las pocas artistas femeninas de la época, pero no la única. También fue pintora Gesima, la hermana de Ter Borch, que posó como modelo en muchos de sus cuadros.

También es interesante que Moser conceda espacio a figuras hoy menospreciadas como Jan Lievens, pintor muy irregular, algunas de cuyas mejores obras —como El hombre del yelmo de oro— estuvieron durante años atribuidas a Rembrandt, o los discípulos de este Ferdinand Bol y Govert Flinck, muy valorados en su día y hoy considerados artistas menores. Es un recordatorio de que la valoración de los artistas está sujeta a cambios, en ocasiones propiciados por el empeño de personajes muy concretos, como ya hemos apuntado en el caso de Théophile Thoré-Bürger con Vermeer. Otro caso es el de Laurens-Jan Bol, maestro de escuela y después director de un pequeño museo, que ya bien entrado el siglo XX reivindicó al despreciado bodegonista Adraien Coorte, hoy muy revalorizado.

El mundo del revés compensa el mejorable análisis de algunos artistas con abundante y jugoso anecdotario de corte periodístico. Como el traslado de La ronda de noche de Rembrandt para salvarlo de los nazis, que tuvo que superar el ametrallamiento por aviones alemanes cuando el convoy circulaban por una carretera. O la historia del marchante y falsificador Hans van Meegeren, que al acabar la guerra fue acusado de traición con petición de pena capital por vender obras de Vermeer a los nazis; en el juicio, para salvar el pellejo, tuvo que confesar que lo que le había colocado a Göring era una falsificación y hacer una demostración ante los incrédulos magistrados de que era capaz de falsificar obras de Vermeer. O la historia de la de la archivista sorda y con malas pulgas Clara Welcker, que en los años treinta del siglo pasado averiguó por su cuenta por qué los Avercamp tardíos eran notoriamente inferiores a los de la primera época. Descubrió que Avercamp había fallecido mucho antes de lo que se creía y esas obras eran de otro pintor muy inferior de nombre similar y se le habían atribuido erróneamente.

Contexto histórico

Tanto Trueno como El mundo del revés incorporan reproducciones a color de obras de los artistas comentados. En el segundo caso, la selección es profusa, aunque no siempre atinada, porque se echan en falta cuadros esenciales de Rembrandt, Vermeer, Ter Borch, Saenreedam o Ruisdael. Lo que el lector no encontrará en ninguno de estos libros es una explicación en profundidad del contexto histórico que propició el surgimiento de este siglo de oro de la pintura neerlandesa. Para ello hay que acudir a The Embarassment of Riches: An Interpretation of Dutch Culture in the Golden Age del británico Simon Schama (si no ando errado, no hay traducción al castellano) y el libro que escribió como complemento, el monumental Los ojos de Rembrandt (que aquí publicó Areté).

El florecimiento cultural neerlandés del siglo XVII se entiende mejor con el contexto sociopolítico, en el que son cruciales el desarrollo del comercio marítimo, la pujante burguesía urbana, la moral calvinista y los avances científicos (ciertos artilugios ópticos como la cámara oscura fueron utilizados por los pintores). Pero si hoy esos cuadros nos siguen interpelando es porque transmiten algo más profundo, que está en la mirada inocente de La joven de la perla de Vermeer; en el trascendente sosiego de su La lechera; en la imposible perfección de la reproducción del satén de los vestidos en las pinturas de Ter Borch; en la mirada descreída y sabia del autorretrato de Rembrandt anciano que cuelga en la Frick Collection de Nueva York, o en la sencilla y sublime belleza de El jilguero de Fabritius.

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