'Anora': magistral Cenicienta con 'stripper'
La película de Sam Baker, Palma de Oro en Cannes, es un cuento de hadas, de sueños y mentiras, con cierre amargo
Un millonario se queda prendado de una prostituta. Decide contratarla en exclusiva durante una semana. Y se enamora de ella. Es el argumento de una de las películas más ramplonas, bochornosas y taquilleras de la historia del cine: Pretty Woman. También es el argumento de Anora, el largometraje de Sean Baker que ganó la Palma de Oro en el pasado festival de Cannes. Solo que en este caso el millonario es un niñato veinteañero, hijo de un oligarca ruso, que pasa una temporada solo en la mansión familiar de Nueva York. La prostituta es una stripper que ejerce además de escort y es también veinteañera. El chico, en lugar de pedirle matrimonio al final, como en Pretty Woman, se lo pide en mitad de metraje, durante una juerga en Las Vegas. Y entonces viene el lío y lo mejor de Anora.
Cuando los padres del chaval se enteran de la boda, cogen un jet privado desde Moscú y mientras vuelan hacia Estados Unidos movilizan a un sacerdote ortodoxo armenio y a los dos matones a sus órdenes, más ineptos que feroces. Este trío, encargado de velar por el niñato en Nueva York, deberá localizarlo con ayuda de la stripper y ahora esposa, porque, en cuanto el chaval se entera de la orden paterna de anular el matrimonio, se da a la fuga.
Anora, que es el nombre de la chica, estadounidense de origen ruso y que habla ese idioma, tiene aires de comedia romántica, pero enriquecida con certeros toques de drama. Está muy lejos de las dosis diabéticas de azúcar de Pretty Woman y es una película extraordinaria gracias al inteligente planteamiento de su director y guionista, Sean Baker.
Baker (Summit, Nueva Jersey, 1971) ha mostrado siempre interés por los personajes que se mueven en submundos marginales, como la prostitución y el porno, a los que retrata de un modo muy distinto al de otros cineastas que abordan estos entornos hurgando en la sordidez o manipulando al espectador con cataratas de pornografía sentimental o tirando de maniqueísmo panfletario para denunciar las maldades del neoliberalismo (que como se sabe tiene la culpa de todo). Baker, por el contrario, mira a estos personajes con empatía, sin paternalismos y sin prejuicios, explorándolos como seres humanos con sus sueños y sus flaquezas, sus luces y sus sombras.
Empezó en el cine independiente y culminó esa etapa con Tangerine, rodada con iPhones y protagonizada por dos prostitutas transexuales negras. La buena acogida de esa cinta le permitió dar el salto a la industria y, con muchos más medios, dirigió la maravillosa The Florida Project, que sigue las andanzas de unos niños que viven con sus familias desestructuradas en un cochambroso motel muy cerca de Disneyworld. Willem Dafoe era el conserje que velaba por ellos y la película lograba imágenes sorprendentes de los paisajes desolados de la otra cara del sueño americano. Vino después la más irregular Red Rocket, sobre un actor porno retirado que regresa al terruño (interpretado por Simon Rex, que fue actor porno en la vida real). Y ahora nos llega Anora, obra de absoluta madurez.
Sin clichés
De entrada, se diría que conforme afianza su posición en la industria, el cine de Baker se va dulcificando, porque Anora es, como el mismo director ha reconocido, una suerte de cuento de Cenicienta protagonizado por una stripper. Sin embargo, no hay asomo de sentimentalismo ñoño, porque en la película nunca se pierde el sentido de realidad. El cineasta retrata de forma admirable un Nueva York muy alejado de la postal: la zona de Brighton Beach, al sur de Brooklyn, en el área de Coney Island, que se conoce como Little Odessa porque allí se concentra la comunidad rusa.
La primera parte desarrolla la relación entre el hijo del oligarca y la chica, que se conocen en el club de striptease en que ella trabaja. Quedan varias veces previo pago, conectan y se acaban casando en Las Vegas. Cuando uno empieza a arrugar la nariz porque la cosa amenaza con parecerse a Pretty Woman, la trama da un vuelco al entrar en escena los tres guardianes del niñato ruso. Y con una combinación perfecta de comedia disparatada y tensión dramática, la película se eleva. Destaca la larguísima escena -inquietante e hilarante al mismo tiempo- de los matones reteniendo a Anora en la mansión. Si a algo se parece toda la segunda parte de la cinta es a los espídicos thrillers de los hermanos Safdie: Good Time y Diamantes en bruto.
Pocas veces el cine ha mostrado a unos matones del Este más alejados del cliché. Y uno de ellos, Igor, el gopnik ruso que acompaña a los dos armenios, es un personaje lleno de matices, construido con una complejidad admirable. El director logra también que Anora sea creíble con su mezcla de candidez y astucia. Y que el niñato malcriado no resulte simplemente insufrible. Todos los actores bordan sus papeles, destacando en especial la protagonista, Mikey Madison (a la que vimos como una de las chicas Manson en Érase una vez en… Hollywood de Tarantino).
Baker nos habla de amor y engaño, de sueños y mentiras, de locuras y realidades. Nos cuenta un cuento de hadas sin dejar de tener nunca los pies en el suelo, y por ello su cierre solo puede tener un sabor amargo. El largo plano sostenido de Anora y el gopnik en la última escena, en un coche aparcado envuelto en una nevada, clausura la película con un final abierto, con un gesto contradictorio de la protagonista que resulta conmovedor.