La mítica 'El tercer hombre' cumple 75 años
Un documental y un libro colectivo rinden homenaje a la legendaria película de Carol Reed
«Me había despedido de Harry una semana antes, cuando sepultaron su féretro, por lo que no pude evitar un sentimiento de incredulidad cuando lo vi pasar junto a mí entre la multitud de extraños que poblaba el Strand, sin dar muestras de reconocerme». Harry era Harry Lime y el autor de estas primeras líneas para una narración todavía no escrita era Graham Greene. Se las presentó como punto de partida al productor Alexander Korda cuando este le pidió un argumento para una nueva película. A Korda este arranque le sedujo y dio luz verde con una única condición: cambiar Londres por Viena. Este es el origen de El tercer hombre de Carol Reed, que cumple 75 y a la que se dedica el volumen colectivo El tercer hombre (Notorius Ediciones), que acaba de llegar a las librerías. También es muy recomendable el documental Las sombras de El tercer hombre, que pueden ver en Netflix. En cuanto a la película, está disponible en varias plataformas.
Estamos ante una cinta de culto solo comparable a Casablanca, con la que creo que es interesante establecer algunos paralelismos. Rodadas con siete años de diferencia, ambas están ambientadas en momentos convulsos y volátiles, de esos que sacan lo mejor y lo peor del ser humano: la Segunda Guerra Mundial y la inmediata posguerra. Ambas tienen como escenario ciudades con magia: Casablanca y Viena. Ambas cuentan con una música que ha quedado grabada en el imaginario colectivo —As Times Goes By y la cítara de Anton Karas— y en ambas hay un repertorio imbatible de actores secundarios. Además, y este dato me parece clave para explicar la dimensión legendaria de estos dos títulos, comparten la presencia de una historia de amor que no acaba en campanas de boda y aquello de que fueron felices y comieron perdices. Pero hay una diferencia decisiva en el tono: Casablanca está rodada en plena guerra, como panfleto antinazi, y en ella reina todavía la esperanza y el heroísmo, que da una dimensión épica a la renuncia amorosa de Bogart. El tercer hombre, en cambio, es hija de la posguerra y su tono es desesperanzado, mucho más sombrío.
Otra diferencia importante es que Casablanca se rodó íntegramente en estudio, recreando el exotismo del escenario sin salir de Hollywood, y, en cambio, El tercer hombre se filmó in situ en la Viena de la posguerra, todavía dividida entre las cuatro potencias vencedoras. Bueno, en honor a la verdad hay que decir que algunos escenarios se recrearon en estudio, porque la ciudad ya no estaba tan destrozada como requería el guion y porque Orson Welles se negó a rodar íntegramente la secuencia de las cloacas en el subsuelo vienés, dado que olía muy mal y temía pillar una infección con el agua que Reed pretendía que le cayera encima. Los decorados los construyó Vincent, hermano del productor Alexander Korda, que era un excelente director artístico. Sin embargo, el grueso de la película sí se rodó en las frías calles de la capital austriaca, con espíritu neorrealista, una corriente entonces en boga. Si hoy recorren la ciudad y ponen atención, todavía es posible descubrir en el centro algunos de esos lugares.
Los Korda eran tres hermanos húngaros —Alexander, Vincent y Zoltan, director de cine— que acabaron en Inglaterra. El primero fundó London Films y sin él es imposible explicar el cine británico clásico. Michael Korda, hijo de Vincent y prestigioso editor durante años en Simon & Schuster, escribió una maravillosa biografía de esta fascinante familia titulada Alexander Korda, una vida de ensueño. El mandamás de London Films contaba con un aliado para rodar en Viena: su viejo amigo Karl Hartl, director de los estudios Wien Films y una de las pocas figuras del cine austriaco no purgadas por los aliados por sus vínculos nazis. ¿Por qué? Porque había ayudado a Alexander Korda cuando este hizo labores de espionaje para el Gobierno británico.
A la financiación de El tercer hombre se incorporó el norteamericano David O. Selznick, a cambio de los derechos de distribución en Estados Unidos. Era un productor independiente con tendencia a controlar con mano de hierro sus películas. Él es el verdadero autor de Lo que el viento se llevó, no Victor Fleming, el director que la firmó y que no fue más que el último de una larga lista de cineastas a los que fue despidiendo porque no hacían lo que él quería. Selznick fue también quien trajo a Hitchcock a Hollywood y durante la filmación de Rebeca se pelearon por ver quién se hacía con el control del proyecto; ganó Hitchcock. Selznick era un hiperactivo que se mantenía más de 20 horas al día despierto gracias al consumo de bencedrina y dextroanfetamina, cuyos riesgos para la salud en aquel entonces todavía no se conocían bien. Y era temido por sus famosos y kilométricos memorándums. Opinaba sobre todo y mandaba a los equipos de rodaje continuas instrucciones que dictaba a su equipo de tres secretarias que, por turnos, estaban veinticuatro horas a disposición.
Guion de Graham Green
Antes de empezar la filmación, convocó a Graham Greene y a Carol Reed y les dijo que quién demonios iba a pagar por ver una película titulada El tercer hombre, que había que cambiarlo por Noche en Viena. Por suerte no le hicieron caso. Greene y Reed ya habían colaborado en un largometraje anterior, el excelente El ídolo caído, basado en un relato del escritor, y lo harían una tercera vez en Nuestro hombre en La Habana, inspirado en su novela. En el caso de El tercer hombre se trata de un guion original, que después Greene convirtió en libro, no al revés.
Selznick impuso a Joseph Cotten y a Alida Valli, a los que tenía bajo contrato. A la actriz italiana, de ascendencia austriaca y familia de la nobleza, pretendía lanzarla como una nueva Ingrid Bergman y durante el rodaje no paró de quejarse de que la sacaban con ropa demasiado discreta y pedir que le pusieran un vestuario más glamouroso. Por suerte, tampoco le hicieron caso, la película está ambientada en una Viena todavía en reconstrucción y con carestías. Para el secundario, pero crucial personaje de Harry Lime se optó por Orson Welles, que conocía a Cotten desde que este había trabajado para él en el Mercury Theatre y en sus dos primeras obras maestras en el cine: Ciudadano Kane y El cuarto mandamiento.
Welles, que era un genio, pero también un liante, se hizo rogar para así aumentar su caché y se presentó tarde en el rodaje. Reed tuvo que filmar planos de su personaje con un doble (hizo esa función el ayudante de dirección, Guy Hamilton, futuro director de varias entregas de la saga Bond). Por si fuera poco, Welles sembró después la duda al sugerir que él mismo había dirigido sus escenas en las alcantarillas. Solo en su vejez se desdijo, aduciendo que se le había malinterpretado en una entrevista para una revista extranjera. Esto afectó al prestigio de Carol Reed, un cineasta muy talentoso e infravalorado. La brillantez estética de El tercer hombre es obra de Reed, que utilizó el llamado «plano holandés», es decir torcido (como broma, su colega William Wyler le regaló un nivelador para su siguiente producción). También fue cosa de Reed y de su director de fotografía, el australiano Robert Krasker, lo de los claroscuros de las nocturnas calles vienesas, para lo que utilizaron un truco: regar, con ayuda de los bomberos de la ciudad, el pavimento antes de rodar, porque de este modo los adoquines reflejaban la luz y creaban un efecto fascinante. A Krasker le dieron un Oscar por eso, y la película ganó la Palma de Oro en el Festival de Cannes.
Lo que sí aportó Orson Welles fue el colofón del famoso monólogo de la noria, improvisado en el momento: «Ya sabes lo que dijo un tipo: durante treinta años y bajo el dominio de los Borgia, Italia sufrió guerras, terror, asesinatos y baños de sangre. Sin embargo, dio a luz a Miguel Ángel, a Leonardo da Vinci y al Renacimiento. En Suiza disfrutaron del amor fraternal y de quinientos años de democracia y paz, ¿y qué dieron como fruto? El reloj de cuco». Bueno, en realidad el reloj de cuco lo inventaron los alemanes, pero qué más da.
Inolvidable Orson Welles
Welles sabía muy bien que, pese a salir pocos minutos en pantalla, su personaje se convertiría en el centro de la película. La primera aparición de Harry Lime es antológica. Entre las sombras de un portal, un gato se acerca a los pies de alguien oculto, de pronto la luz de una ventana ilumina el rostro y emerge el supuestamente fallecido Harry, autor de una estafa con penicilina adulterada que ha causado daños irreparables en los hospitales infantiles de la ciudad (los insignificantes «puntitos» a los que hace despectiva referencia en el cínico discurso de la secuencia de la noria).
Podríamos seguir glosando esta joya del séptimo arte y contando anécdotas de su producción, pero terminaré destacando una tercera escena prodigiosa: el sostenido último plano en el que el escritor de novelitas del oeste al que interpreta Cotten espera a Alida Valli en la avenida del cementerio, pero ella pasa de largo. Los productores querían otro final. Korda optaba por un beso de happy end, de lo que también era partidario Graham Greene. Y Selznick llegó a proponer un secuestro de la chica por parte de los rusos que tenían el control de uno de los sectores de la ciudad, para así recalcar la maldad de los comunistas. Sin embargo, Carol Reed se mantuvo firme en su idea y se salió con la suya. Y con este final amargo —que remite al de la despedida de Casablanca, pero sin épica— logró uno de los cierres más inolvidables de la historia del cine.