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'El ministro de propaganda': Goebbels y el perverso arte de la manipulación política

La película de Joachim Lang narra la vida del genio del mal del nazismo y su corte de fanáticos y oportunistas

‘El ministro de propaganda’: Goebbels y el perverso arte de la manipulación política

El actor Robert Stadlober interpretando a Joseph Goebbels en 'El ministro de propaganda'. | Zeitsprung Pictures

¿Qué han aportado el fascismo y el comunismo a la humanidad, aparte de sembrar el mundo de cadáveres? Bueno, Stalin inventó el Photoshop avant la lettre con aquellas fotografías de las que iban desapareciendo los dirigentes caídos en desgracia, y Joseph Goebbels perfeccionó el uso de la mentira y la manipulación como instrumentos del juego de la política, a los que, por desgracia, se les sigue sacando mucho partido.

Goebbels es el protagonista de la película alemana El ministro de propaganda, dirigida por Joachim Lang. Arranca con un mensaje que explica al espectador que para comprender el mal que encarnaron los nazis es pertinente acercarse a sus vidas y su intimidad. El mensaje puede parecer absurdo e innecesario, pero los autores del largometraje habrán pensado que en estos tiempos suspicaces dados a linchamientos arbitrarios era mejor cubrirse las espaldas. De modo que aclaran a los más tontos que sí retratan al siniestro Goebbels como ser humano con sus flaquezas no es para justificar sus culpas. Nada más lejos de las intenciones de esta cinta, que muestra el funcionamiento de la maquinaria de poder nazi, en la que el eficaz manipulador que ejercía de ministro de Propaganda era una pieza clave. Él proveía de cortinas de humo y todo tipo de trucos de prestidigitación para engañar a los ciudadanos.

El largometraje muestra cómo organizaba cada detalle de los recibimientos a Hitler, incluida la decoración «espontánea» con banderas nazis colgadas de las ventanas o presencia «casual» de una niñita que le ofrecía unas flores al Führer. Muestra cómo creaba argumentarios para convencer a la población de que la guerra era la única solución e iba a ser muy positiva. Muestra cómo en los documentales bélicos se utilizaban imágenes falsas del frente e incluso maquetas, y cómo a las puertas de la derrota en Stalingrado, orquestó unas falsas conexiones radiofónicas navideñas en directo de los heroicos soldados con sus familias, que en realidad estaban ya grabadas y controladas al milímetro.

Y muestra también cómo se fue preparando el terreno para que la ciudadanía aceptase la persecución de los judíos y la solución final. Para ello fue crucial el uso del cine como vehículo propagandístico. Hubo en este terreno dos hitos que la película muestra. Por una parte, el documental El judío eterno, en el que el propio Hitler metió baza y que perfilaba los arquetipos negativos necesarios para demonizar a esta parte de la población. Y por otra, la fastuosa producción histórica El judío Juss, basada en un caso de corrupción política sucedido en Wurtemberg en el siglo XVIII, en el que un funcionario de Hacienda judío acabó ejecutado.

Esta obra propagandística disfrazada de drama de factura impecable fue recibida con entusiasmo en el Festival de Venecia, entonces en manos de los fascistas italianos. El director de la cinta era Veit Harlan, cuya primera esposa, de la que estaba divorciado, era judía y murió en los campos de exterminio. Harlan fue también el realizador de otra película que también se menciona en El ministro de propaganda: Kolberg, una costosa cinta épica sobre la lucha de los prusianos contra Napoleón, que se rodó en 1945, a las puertas de la derrota final, en un intento desesperado de seguir vendiendo humo patriótico a la población. Pese a que el ejército alemán se hundía en todos los frentes, se utilizaron cientos de soldados como extras para crear esa ficción histórica.

Vicios privados, públicas virtudes

El ministro de propaganda incide también en eso de los vicios privados y las públicas virtudes, de los que Goebbels era un paradigma. Frente a la rectitud moral y la defensa de la familia que predicaban los nazis, el político era dado a los lances amorosos extramatrimoniales; recuerden como ironizaba sobre esto La niña de tus ojos de Trueba, en la que el salaz Goebbels perseguía a la estrella española Macarena, a la que interpretaba Penélope Cruz. En la realidad, la amante oficial del ministro era la actriz —¡checa!— Lída Baarová (quien, por cierto, acabada la guerra fue condenada a muerte y perdonada, y años más tarde apareció en Los inútiles de Fellini y rodó varias películas en España, entre ellas Viaje de novios con Analía Gadé y Fernán Gómez).

Goebbels pretendía fugarse con su amante checa aceptando un puesto diplomático, ante lo cual la fanática esposa Magda tomó cartas en el asunto y habló con su idolatrado Hitler, que sentía por ella una gran simpatía por ser madre de una numerosa prole de rubios niños arios. Y aquí es cuando la cosa tomó aires de sainete que la película capta muy bien: el Führer ejerció de consejero matrimonial y les obligó a firmar un documento en el que se comprometían a no divorciarse, para evitar un escándalo que el régimen no se podía permitir.

Entre las mejores escenas de El ministro de propaganda destacan estos momentos íntimos que retratan a los miembros del núcleo duro de poder nazi como una mezcla de fanáticos, advenedizos y oportunistas, liderados por un psicópata vegetariano y amante de los animales, convencido de tener una misión mesiánica que cumplir, aunque para ello tuviera que llevarse a media humanidad por el camino.

Entre los personajes históricos que aparecen en la película destaca Leni Riefenstahl, la genial cineasta y peligrosa fanática que acabada la guerra consiguió convencer al mundo —como el arquitecto y ministro Speer— de que ella pasaba por allí y no tuvo culpa de nada. También asoma el actor y director teatral Gustaf Gründgens, un trepa sin escrúpulos que ascendió con los nazis pese a ser homosexual y haber estado casado con Erika Mann (su hermano Klaus convirtió a Gründgens en el personaje central de su novela Mefisto). Y también el pobre Joaquim Gottschalk, estrella del cine alemán de la época —al que llamaban el Leslie Howard germánico—, casado con una judía. Goebbels lo presionó para que se divorciara y ante su negativa decretó la deportación de su esposa e hijo al campo de Theresienstadt. En noviembre de 1941, antes de que llegara la Gestapo, se suicidaron abriendo la espita del gas. Cuatro años después, en los días del hundimiento del nazismo, su verdugo correría la misma suerte: Goebbels y su esposa no utilizaron gas, sino cianuro, para matar a sus seis hijos y suicidarse.

El ministro de propaganda carece de la intensidad dramática de El hundimiento, aquel retrato del final de Hitler en el búnker, al que interpretaba Bruno Ganz. A diferencia de aquella película, que concentraba la acción en unos pocos días, esta opta por cubrir la vida de Goebbels desde el ascenso del nazismo hasta la derrota, de modo que condensa en algo más de dos horas muchos acontecimientos a costa de perder músculo narrativo. La propuesta queda también muy lejos del radicalismo formal de La zona de interés de Jonathan Glazer, que conseguía sacudir al espectador más acomodaticio con una visión inesperada del Holocausto. Ante la gran pregunta de cómo plasmar el mal de un modo eficaz ante espectadores cada vez más curtidos, El ministro de propaganda opta por un formato muy tradicional y por tanto no sorprende. Pero sí cumple al retratar las contradicciones, zafiedades y delirios de quien fue el artífice de la potente maquinaria del engaño de los nazis.

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