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Las apasionantes memorias de Costa-Gavras, el rey del cine político

‘Ve adonde sea imposible llegar’ es un repaso seductor de la trayectoria del cineasta escrito con lucidez y amenidad

Las apasionantes memorias de Costa-Gavras, el rey del cine político

El director ateniense Costa-Gavras, maestro del cine político, posando para las cámaras durante la última edición del Festival Internacional de Cine de San Sebastián. | Nacho Lopez (Zuma Press)

La segunda mitad de los años sesenta y la década de los setenta del siglo pasado fueron la edad de oro del cine político y el rey de este género era Costa-Gavras (Atenas, 1933). Le disputaban la corona varios italianos: Gillo Pontecorvo, Francesco Rosi y Bertolucci en su primera época. En España la cosa estaba más cruda, porque vivíamos en pleno franquismo, y las películas con mensaje político tenían que optar por lo simbólico, lo alusivo, lo metafórico y lo críptico, como La caza de Saura.

Llegan por fin en castellano las enjundiosas y muy bien escritas memorias de Costa-Gavras, Ve adonde sea imposible llegar (Providence Ediciones), aparecidas en Francia en 2018. El poético título está tomado de de Nikos Kazantzakis y en sus páginas hace un exhaustivo repaso a su carrera y sus relaciones con personalidades del cine y también de la política. Griego de nacimiento y francés de adopción, llegó muy joven a París para estudiar literatura en La Sorbona y después cine en el IDHEC, vivió las estrecheces propias de un estudiante sin recursos —algunas madrugadas descargaba camiones en Les Halles, cuando todavía era el mercado central de París— y empezó a trabajar en rodajes como ayudante de dirección, sin que su permiso de residencia le permitiera hacerlo legalmente.

Hizo su aprendizaje con cineastas de renombre como Yves Allégret, René Clair, Henri Verneuil, Jacques Demy, René Clément y el escritor Jean Giono, que dirigió una única película, con Fernandel como protagonista. En otro rodaje conoció a la otra superestrella del cine francés de esa época, Jean Gabin: «Viví momentos inolvidables con Gabin, como su primer encuentro con Belmondo. (…) Gabin sabía que Belmondo iba a ser, en cierto sentido, su heredero de cara al gran público».

El autor es especialmente cariñoso con René Clair, entonces vilipendiado por los jóvenes críticos y cineastas franceses como paradigma del denostado academicismo. También en estos años apareció en su vida un joven e pertinaz agente de actores, Gérard Lebovici, que acabaría siendo su representante. Lebovici se convirtió con el tiempo en un poderoso agente de grandes estrellas francesas, además de productor y editor contracultural de Guy Debord y otros radicales, hasta que fue asesinado a tiros en 1984, en un crimen nunca aclarado.

Hay un rodaje crucial de su etapa como ayudante de dirección: El día y la hora de Clément, porque en él conoce a Simone Signoret, que a su vez le presenta a su marido, Yves Montand y a través de ellos entra en contacto con Jorge Semprún. Serán tres figuras muy importantes en su vida y en su carrera, que despega diez años después de haber llegado a París como estudiante. En 1966 dirige el thriller Los raíles del crimen, basada en una novela de Sebastien Japrisot y con Signoret en el reparto. Un años después, Sobra un hombre, un drama sobre la resistencia, es un fracaso estrepitoso que casi lo hunde. Pero entonces llega en 1969 Z, el primero de sus largometrajes políticos. Con Semprún como coguionista y Montand como estrella, se convierte en un fenómeno: arrasa en taquilla y gana montones de premios, entre ellos el Oscar a mejor película extranjera. Dato curioso: Francia presentó Mi noche con Maud, y Z acabó representando a Argelia, porque se había rodado allí, aunque estaba ambientada en Grecia.

Yves Montand en ‘Z’ (1969). | Reganne Films

No a ‘El padrino’

Si en Z abordaba el asesinato de un diputado de izquierdas griego, en las siguientes obras dispara contra todo. La confesión, de nuevo escrita por Semprún, y con Montand y Signoret a la cabeza del reparto, adapta el libro testimonial de Artur London sobre los procesos estalinistas en Praga. La cinta incomodó al PCF, en cuya cúpula estaba un hermano de Montand, quien después de años como simpatizante había empezado a tomar distancias. Vino después Estado de sitio, que abordaba la intervención de la CIA en Latinoamérica, basándose en el caso real del asesor estadounidense Dan Mitrione (en la película se le cambió el nombre), secuestrado y asesinado en Uruguay por los Tupamaros. La rodó en Chile en 1972, donde conoció a Allende, un año antes del golpe de Estado que lo llevaría a suicidarse. A continuación, rodó Sección especial, recibida con revuelo en Francia porque abordaba un tema tabú: el los colaboracionistas. Y además indignó que «un griego y un español» (Semprún era coguionista) se atrevieran con eso.

Pese al punzante carácter político de sus películas, a sus vínculos con la izquierda y a lo que podría interpretarse como antiamericanismo, Hollywood llevaba tiempo detrás de Costa-Gavras, oscarizado por Z. El autor cuenta lo vivido durante aquella ceremonia: «Todos hemos visto una y otra vez la gala de los Oscar por televisión, aderezada con esa retórica y esa grandilocuencia tan características que la acompañan y que terminan por banalizarla. Me pregunto si realmente todo eso le hace justicia, ya que formar parte de aquello, verse a uno mismo en aquella sala, provoca una sensación indescriptible y sin parangón». Además, George Cukor lo invitó a una comida en su casa y allí conoció a los grandes del cine americano, incluido el mismísimo John Ford: «Well… murmura. Me da la mano y me dice algunas cosas sobre Z que no repetiré».

Poco después lo convocan en un restaurante de Nueva York dos pesos pesados de la industria: Robert Evans, el productor de moda en ese momento, y su jefe, el todopoderoso Charles Blühndorn, el mandamás de Columbia. Le ofrecen dirigir un largometraje basado en un bestseller del que no ha oído hablar y que resulta ser… El padrino. Lo rechazó: «Francis Coppola, de ascendencia italiana, supo transformar aquel libro tan mediocre en una película grandiosa».

También en Nueva York, en el hotel Algonquin, en el que se alojaba, recibió la visita de un representante de Robert Redford, interesado en trabajar con él. Cuando apareció el representante, se quitó el sombrero, las gafas y el bigote postizo… y resultó ser el propio Robert Redford, que se disfrazaba de esta guisa para poder caminar tranquilo por la calle. El proyecto, sobre el poder de las multinacionales, no fructificó, entre otras cosas porque la estrella quería un final redentor y Costa-Gavras no quiso cambiar el guion. Entre los proyectos no realizados, hay uno muy curioso: mientras montaba Estado de sitio recibió la visita de dos emisarios de Gadafi, que le entregaron un sobre con un proyecto sobre el poder y la tiranía escrito por el sátrapa. Pretendía que él lo desarrollase y dirigiera. El cineasta declinó amablemente el ofrecimiento.

‘Desaparecido’ y Jack Lemmon

Tras años recibiendo propuestas desde Estados Unidos, por fin una se materializó: Desaparecido, que tocaba el espinoso asunto de la participación de la CIA en el golpe de Estado de Pinochet. Costa-Gavras se empeñó en contar con Jack Lemmon en el papel de padre del joven periodista americano desaparecido que viaja a Chile en busca de su hijo. Los productores no lo veían, querían a Gene Hackman, Ed Asner o Paul Newman, con los que se llegó a reunir, pero insistió en su elección y acertó, porque Lemmon representaba como nadie al americano medio y por tanto sus desventuras iban a calar emocionalmente en el público. La película incomodó y despertó abierta hostilidad en las esferas políticas. El exembajador y el excónsul en Chile pusieron una demanda por calumnias, pero el juez la desestimó.

Jack Lemmon en ‘Desaparecido’ (1982). | Universal Pictures

Desaparecido ganó en Cannes la Palma de Oro y el premio al mejor actor para Lemmon, tuvo cuatro nominaciones al Oscar y ganó el de mejor guion adaptado. Su existencia dice mucho en favor de Hollywood, que no tuvo reparos en contratar a un cineasta incómodo para hacer una película nada complaciente con la política exterior estadounidense en Latinoamérica. Dato curioso: como en 1981 no podía rodarse en Chile porque Pinochet seguía en el poder, se barajó hacerlo en Barcelona y Costa-Gavras viajó a la ciudad para buscar localizaciones. Pero entonces sucedió lo del 23-F, los productores se asustaron y se optó por México, donde conoció a un avejentado Luis Buñuel y a García Márquez. Otro dato curioso: para rodar la escena de la morgue llena de cadáveres utilizaron para hacer bulto muñecas hinchables mandadas desde Estados Unidos —en México estaban prohibidas— y al acabar la filmación desaparecieron siete.

El relato que hace Costa-Gavras de sus proyectos en Hollywood es minucioso y aporta una visión muy interesante sobre cómo funciona la industria por dentro. Además, incluye un sinfín de anécdotas sobre encuentros con celebridades como Marlon Brando, Kirk Douglas, Dustin Hoffman y Travolta. Y un encontronazo con Debra Winger durante el rodaje de El sendero de la traición, porque la iluminación realista elegida para contar esta historia sobre grupúsculos ultraderechistas en la América profunda no permitía que lucieran en pantalla sus ojos verdes.

Otro aspecto sugestivo de estas memorias son los vínculos del autor con la política. En tiempos de Mitterrand lo nombraron director de la Cinemateca y le llegó a acompañar en un viaje oficial. Da agudas pinceladas sobre él y algunas figuras de su entorno —Jack Lang, Régis Debray— y sobre otros mandatarios a los que conoció como Allende o el mexicano Luis Echeverría. Más adelante, en plena crisis griega, antes de las elecciones que ganará Syriza, lo sondean para presentarlo ante el Parlamento como figura de prestigio y consenso para ser presidente del país. Y tras el triunfo de la izquierda radical, lo tantean como ministro de cultura. Rechaza ambas propuestas.

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Relación con España

En cuanto a su relación con España, cuenta un primer viaje en los años sesenta, como ayudante de dirección en una coproducción que se rodó en Alicante y Madrid. Su romance con una actriz estuvo a punto de no poder consumarse por el moralizante celo de un conserje: a la habitación del hotel en el que se alojaba solo podía subir con una chica si estaba casado con ella. Años después, formó parte de la delegación de intelectuales franceses —junto con Montand, Debray y Michel Foucault entre otros— que se plantaron en Madrid para protestar por las últimas sentencias de muerte del franquismo. La policía paró la rueda de prensa y los expulsó metiéndolos en un avión de Air France en Barajas. Entre los proyectos no realizados, había uno sobre nuestro país cuyo guion iba a escribir Jorge Semprún, pero falleció antes de poder hacerlo. La cosa prometía: contar las andanzas en la guerra civil de André Malraux y la filmación de su película L’Espoir (Sierra de Teruel).

Escritas con pasión, lucidez y una encomiable amenidad, estas memorias son un repaso exhaustivo y muy seductor a la trayectoria de un cineasta que tiene en su haber algunas de las cintas políticas más relevantes de la historia. Y que, por encima de todo, ama su oficio, sobre el que dice: «Hacer una película se parece bastante a correr una maratón: es una aventura apasionante, agotadora, sembrada de obstáculos y que nunca sabes si llegarás a terminar».

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