El declive del cine navideño: de la magia al cliché
Las películas de Navidad de 2024 han renunciado a emocionarnos para contar historias tan predecibles como ridículas
En algún momento, la magia navideña del cine pareció extraviarse, derivando en una serie de relatos donde muñecos de nieve se transforman en hombres musculosos para enamorarnos y las exparejas comparten cena sin que nadie se haga demasiadas preguntas. Este 2024, por ejemplo, Netflix nos ha obsequiado con un conjunto de películas que parecen haber sido concebidas bajo la premisa de que, cuanto más absurdas y ridículas, mejor. Nos vemos la próxima Navidad, Un muñeco para derretirse y Nuestro secretito no solo se deshacen de cualquier intento de realismo, sino que llevan la coherencia a un terreno totalmente irracional.
En lugar de evocar esa entrañable sensación que nos proporcionan los clásicos navideños como ¡Qué bello es vivir! (1946), Milagro en la calle 34 (1994), Love Actually (2003) o The Holiday (2006), nos encontramos sumidos en una sucesión de enredos vacíos y artificiales. Lo más lamentable es que, entre tanta nieve digital y aventuras forzadas, la esencia misma de la Navidad parece haberse quedado atrapada en el tráfico de Manhattan o derritiéndose junto al muñeco de nieve que da título a una de estas producciones.
El cine navideño nunca ha sido el lugar ideal para el existencialismo de Tarkovsky ni la precisión técnica de Fincher, y eso está bien. Su atractivo radicaba precisamente en ofrecer relatos universales, un refugio emocional que nos permitiera reconectar con nuestra humanidad. Sin embargo, muchas de las recientes producciones —y en este 2024, con una decepción aún mayor—, son un desfile incesante de clichés, una yuxtaposición de decorados brillantes y premisas que oscilan entre lo caricaturesco y lo insultante.
Nos vemos la próxima Navidad comienza con Layla (Christina Milian), una mujer emocionada por reunirse con su pareja para celebrar la Navidad. Sin embargo, una intensa tormenta de nieve causa un retraso en su vuelo, y acaba pasando la noche en una sala VIP del aeropuerto, donde entabla una conversación con un atractivo desconocido. Aunque entre ellos surge una clara química, Layla se encuentra comprometida, por lo que el joven le propone un trato: si al año siguiente ambos siguen solteros, se encontrarán en el concierto de Pentatonix.
Hasta aquí, el desarrollo parece mantener cierto tono de comedia romántica. No obstante, la segunda parte, centrada en la búsqueda de esa entrada, parece el resultado de un experimento que intentó fusionar un episodio de Gossip Girl con un especial de Hallmark Channel… pero que se abandonó a medio camino. La protagonista no muestra ningún tipo de evolución, los personajes secundarios son tan insípidos como los carteles promocionales, y la inclusión constante de mensajes y actuaciones sobre la defensa del colectivo LGTBIQ+ se siente absolutamente fuera de lugar, resultando en una trama que no solo carece de autenticidad, sino que termina por aburrir al espectador.
Un desfile de despropósitos
Un muñeco para derretirse presenta a Cathy (Lacey Chabert), una joven viuda, quien, al colocar una bufanda mágica a un muñeco de nieve, lo transforma inexplicablemente en un hombre atractivo. Hasta ahí, la historia podría haber sido extravagante pero entrañable, algo así como Jack Frost cruzado con El diario de Bridget Jones. Sin embargo, lo que esta película hace con su premisa es convertirla en un festival de absurdos: el muñeco, ahora humano, deambula semidesnudo por las calles, ayuda a las mujeres del vecindario a reparar tejados y bombillas, lanza chistes de dudoso gusto, y se derrite parcialmente cada vez que entra en un espacio cerrado. El tono de comedia que podría haber sido tierno, se transforma en una parodia.
Por su parte, Nuestro secretito se sumerge en el enredo de dos ex parejas resentidas (interpretadas por Ian Harding y Lindsay Lohan), quienes descubren que sus actuales parejas son hermanos, lo que les obliga a pasar juntos la Navidad. ¿Una premisa interesante? Tal vez. ¿Una ejecución digna de mención? En absoluto. La película pretende ofrecer un humor fuera de lo común, pero rápidamente cae en el terreno de los tópicos exagerados. Las peleas familiares son meras caricaturas, los diálogos están plagados de bromas forzadas y, lo peor, la inevitable reconciliación romántica resulta tan predecible como incoherente, careciendo de la mínima sustancia emocional.
Estas tres películas no fallan por ser livianas o previsibles; lo hacen porque carecen de algo fundamental: no tienen nada que decir. No intentan transmitir nada más allá de una estética navideña reciclada. En ellas, la Navidad no actúa como un catalizador emocional ni como un contexto significativo. Es solo un decorado vacío —un fondo de pantalla lleno de luces, nieve artificial y besos fugaces bajo el muérdago— que intenta disimular la ausencia de lo verdaderamente valioso: una narrativa inteligente y personajes que ofrezcan algo más que una sucesión de romances ya manidos.
El problema de este cine navideño no es que haya perdido la capacidad de sorprendernos (algo que nunca fue su propósito principal), sino que ha renunciado a su función primordial: la de conmovernos. En los últimos años, la obsesión de muchas plataformas por saturar el mes de diciembre con contenido ha dado lugar a un modelo de producción que prioriza la cantidad sobre la calidad. Si la película cumple con los requisitos básicos —luces, nieve y algún romance barato y forzado—, se incorpora al catálogo. Estas obras se producen como productos desechables: relatos construidos con moldes genéricos, guiones que parecen generados por algoritmos de inteligencia artificial, y una estética visual que convierte cualquier ciudad en un set intercambiable de luces y árboles de Navidad.
Una excepción noruega
Las grandes películas navideñas no han triunfado por sus presupuestos elevados ni sus efectos visuales deslumbrantes, sino por su capacidad para tocar fibras universales. En ellas, la Navidad no era solo un decorado, sino un vehículo para explorar la soledad, el amor, la redención y la importancia de las pequeñas acciones cotidianas. Era una metáfora de lo que, como seres humanos, más anhelamos: conexión, esperanza, pertenencia. Lamentablemente, buena parte de las producciones actuales parecen haber ignorado este trasfondo, incluso lo han pisoteado, al anteponer tramas absurdas y personajes huecos que nada tienen que ver con la realidad de la experiencia humana.
Sin embargo, entre tanto caos navideño, no todo está perdido. Netflix también ha lanzado La hermana de nieve, un filme noruego que, a pesar de haber pasado desapercibido para muchos, destaca por su autenticidad en medio de la mediocridad reinante. Basada en el exitoso libro homónimo de Maja Lunde y Lisa Aisato, el cual ha vendido más de 250.000 copias en Noruega y ha sido traducido a 31 idiomas, esta película ofrece una historia emotiva y genuina.
Tras la muerte de su hermana, la familia de Julian se olvida de la Navidad, dejando al niño de 11 años con el temor de que este año no habrá celebración. Todo cambia cuando conoce a una carismática joven con un gran espíritu festivo, quien logra devolverle la esperanza. La hermana de nieve es un filme bello, melancólico, algo triste en el fondo, que, a diferencia de otras propuestas navideñas, brinda una reflexión sobre el duelo, la amistad y la magia que aún puede existir en estas fechas.
El público también juega un papel en este declive. Hemos aceptado, como espectadores, que el cine navideño sea considerado un «género menor», una excusa para tener algo de fondo mientras decoramos el árbol. Esta permisividad ha permitido que producciones como las de Netflix dominen el mercado. Pero el hecho de que una película sea ligera no debe implicar que sea mediocre. El humor puede ser inteligente y la fantasía, conmovedora.
Al final, parece que el cine navideño ha perdido la brújula, buscando sorpresas en los lugares equivocados. Tal vez la verdadera magia esté en las historias que, sin ser grandiosas, nos hablan de lo que realmente importa. Y mientras las absurdas se apilan, algunas siguen recordándonos que lo más valioso no siempre necesita efectos especiales ni muñecos transformados en hombres atractivos.