'Nosferatu', el vampiro nunca muere
El director Robert Eggers firma una ambiciosa nueva versión del mito de una belleza tan apabullante como sombría
Al vampiro se lo puede matar con una estaca en el corazón o exponiéndolo a la luz del sol para que se desintegre. Pero el mito del vampiro es indestructible, verdaderamente inmortal. No nos cansamos de producir novelas, películas y cómics con este personaje, modernizándolo, añadiéndole matices, variaciones. Su omnipresencia tal vez se deba a que expresa un deseo y al mismo tiempo un miedo, ambos atávicos. El anhelo -o la condena- de la vida eterna, no en el nebuloso, aséptico e incorpóreo paraíso celestial, sino manteniendo el cuerpo y sus apetitos, aunque sea mediante una aberrante dieta de sangre humana.
Bram Stoker le puso un nombre: Drácula. Escribió una novela tan potente que, aunque muchos no la han leído, todo el mundo conoce su esencia. No tardó mucho en adaptarse al teatro y el cine también se interesó. En 1922 decidió llevarla a la pantalla el alemán Albin Grau, amante de lo oculto, que había montado la productora Prana (energía vital en sánscrito) para realizar películas esotéricas. Quiso ahorrarse el engorro de pagar derechos y pensó que, cambiando el nombre al personaje, de conde Drácula a conde Orlok, y cuatro detallitos más, la cosa colaría. El director elegido fue el genio F.W. Murnau. El largometraje resultante, Nosferatu, una sinfonía del horror, no solo es una obra pionera del terror y una cumbre del expresionismo alemán, sino una de las obras maestras de la historia del cine.
Sin embargo, no contaban los piratas alemanes con toparse con Florence Balcombe, la viuda batalladora de Stoker, fallecido en 1912. Esa mujer no estaba dispuesta a dejarse tomar el pelo, así que contrató a un abogado y consiguió que el juez ordenara la destrucción del negativo y todas las copias de la película por plagio. Llevó a la bancarrota a la productora, pero por suerte se salvaron algunas copias y la obra maestra sobrevivió. Por cierto, su última restauración, realizada en 2016, corrió a cargo de un especialista español: Luciano Berriatúa.
Este largometraje rodeado de leyendas -el actor, Max Shreck, se tomó tan en serio el papel que durante el rodaje se empezó a rumorear que era un vampiro de verdad- tuvo un muy sugestivo remake en 1979. Se atrevió a medirse con Murnau ese loco visionario llamado Werner Herzog y la jugada le salió bien. En su versión destacan tres cosas: la presencia de un cadavérico Klaus Kinski como protagonista; la fuerza de los paisajes que transmiten la idea de lo sublime del romanticismo alemán (algo que está más allá de lo bello, tan apabullante que nos sobrecoge y nos angustia), y la invasión de ratas en la ciudad (según la leyenda, Herzog mandó comprar 10.000, cifra que parece un pelín exagerada, pero desde luego había muchísimas).
Llega ahora una tercera versión de Nosferatu, que ha generado muchas expectativas, porque la dirige Robert Eggers, uno de los nombres más destacados del cine de terror contemporáneo. Debutó y sentó cátedra con La bruja, sobre el enfrentamiento en la América colonial entre la precaria civilización y las fuerzas oscuras de la Naturaleza. Mantuvo el listón muy alto con El faro, viaje expresionista y en blanco y negro a la locura, y con la cinta de vikingos El hombre del norte, que recreaba la leyenda original que sirvió a Shakespeare de inspiración para Hamlet.
Homenaje a Murnau
Si algo define el cine de Eggers es la fuerza de las imágenes, su exquisitez compositiva. Y su Nosferatu es un despliegue de estas virtudes. ¿Necesitábamos una nueva versión del mito? Pues quizá no, pero el resultado es tan bello y apabullante que bienvenido sea. Destacan los primeros minutos, con la pesadilla de Ellen (la Mina de la novela de Stoker), en la que la sombra del vampiro aparece silueteada en una cortina que oscila sacudida por el viento. Es al mismo tiempo deslumbrante y un claro homenaje a Murnau, toda una declaración de intenciones.
Como ya hemos apuntado, en principio Nosferatu no es más que un refrito pirata de Drácula, pero si comparamos las películas centradas en Drácula con las tres versiones de Nosferatu asoma una diferencia muy relevante. Al personaje original de Stoker le han dado vida un montón de actores, desde Bela Lugosi a Gary Oldman, pasando por Christopher Lee y Frank Langella. Con diferentes matices, todos ellos componen a un conde con un elevado magnetismo sexual, más o menos explícito según la época. El vampiro es un seductor. En cambio, los protagonistas de los Nosferatu de Murnau y de Herzog son cadavéricos, completamente calvos, de aspecto ratonil, y no muerden con los colmillos sino con unos incisivos de roedor. No son seductores, son monstruos infrahumanos, bestiales, abyectos.
En cuanto al de Eggers, ni el tráiler, ni las imágenes promocionales, ni el cartel lo muestran; lo han mantenido a buen recaudo. Y cuando aparece en pantalla es la encarnación de lo maligno, potenciando el aspecto animal y corrompido por la podredumbre del tiempo. Lo interpreta Bill Skarsgård, un actor que borda los personajes perturbadores; recuerden que era el payaso siniestro de It.
La otra presencia destacada es Lily-Rose Depp, hija de Johnny Depp, en el papel de Ellen, el objeto del deseo del vampiro y la única que puede destruirlo. Son interesantes los matices que incorpora la arriesgada interpretación de la actriz, frente a la lánguida sensualidad de Isabelle Adjani en la versión de Herzog, Aquí tenemos a una muchacha mucho más frágil y enferma -algunas convulsiones remiten directamente a El exorcista-, que se debate entre el temor y la asunción de su sacrificio. Es en este personaje donde Eggers incorpora más matices nuevos, ahondando en la represión de los deseos carnales y los tabús alrededor de la sexualidad femenina en el contexto decimonónico. Completan el reparto Nicholas Hoult -el reciente Testigo nº 2 de Eastwood– como el marido de Ellen, y Willem Dafoe como un heterodoxo profesor, trasunto de Van Helsing.
Dráculas para todos los gustos
Sin duda estamos ante la tentativa más ambiciosa de volver a las fuentes originales desde el Drácula de Francis Ford Coppola de 1992. Si aquella película era operística, de un romanticismo desatado y con una paleta de colores en la que primaba el rojo, el Nosferatu de Eggers tiende al goticismo más sombrío, se inspira en los paisajes de Caspar David Friedrich y maneja el claroscuro de pintores como Georges de La Tour. Cromáticamente domina la frialdad de los azules.
No dejamos de dar vueltas obsesivamente alrededor de los vampiros. Hemos tenido un Drácula negro (el Blácula setentero); uno japonés de los estudios Toho; vampiras lésbicas (Las hijas de Drácula, película inglesa del barcelonés José Ramón Larraz); Dráculas españoles (cortesía de Paul Naschy y Jesús Franco); vampiros coreanos (Thirst de Park Chan-wook) y mexicanos (el asturiano Germán Robles, exiliado tras la guerra civil, interpretó al conde Karol de Lavud en el clásico El vampiro, y más tarde descubrimos a Guillermo del Toro gracias a Cronos). También hemos visto chupasangres de un dandismo decadente (Entrevista con el vampiro), outsiders (Los viajeros de la noche de Bigelow), adolescentes (la saga Crespúsculo), adictos a la sangre como si fuera heroína (El ansia de Tony Scott, The Addiction de Ferrara), rockeros (en la exquisita Solo los amantes sobreviven de Jarmush), protagonistas de falsos documentales tronchantes (Lo que hacemos en las sombras de Waititi) o paródicos, como aquel salaz príncipe de las tinieblas gay que perseguía a Polanski en El baile de los vampiros… La lista es infinita.
El Nosferatu de Eggers, más atmosférico que de impacto, tal vez no seduzca a un público masivo porque no juega en la liga del terror de víscera y susto actual, pero puede mirar a la cara al clásico de Murnau, del que el poeta surrealista Robert Desnos dijo que era «la película más hermosa jamás filmada».