Walt Disney, la eternidad de un soñador americano
El Hollywood que hoy conocemos no sería el mismo sin la intuición empresarial de este productor adelantado a su época
Los espectadores que acudieron al estreno de El libro de la selva, el 18 de octubre de 1967, ya sabían que el mítico productor de la cinta había muerto diez meses atrás. Pese a la calidad y tirón comercial de esta recreación del clásico de Rudyard Kipling, la película sugería emociones complejas. Por un lado, marcaba el fin de una era, y por otro, dejaba entrever la típica incertidumbre de las empresas que pierden a su principal promotor.
No era para menos. Walt Disney (Chicago, 1901 – Burbank, California, 1966) supervisaba hasta el más mínimo detalle de sus lanzamientos. Así, tras el decepcionante recorrido comercial de Merlín el encantador (1963), se implicó personalmente en El libro de la selva con un solo objetivo: deslumbrar una vez más a su público fiel.
Colaboradores en la sombra
En contra de lo que aún suele creerse, Disney no era un gran dibujante, aunque siempre transmitió esa impresión. Sobre todo, en los innumerables tebeos que llevaban su firma, ilustrados en realidad por historietistas como Carl Barks. De hecho, ni siquiera plasmó sobre el papel a sus personajes más queridos. A grandes rasgos, fue su colaborador Ub Iwerks quien ideó a Mickey Mouse, Dick Lundy perfiló al pato Donald, y Art Babbitt hizo lo mismo con Goofy. Sin embargo, Disney fue quien definió la personalidad y parte del aspecto de cada una de estas criaturas. Él inventaba las historias, decidía el formato narrativo y, llegado el caso, determinaba las decisiones técnicas (por ejemplo, el uso pionero de la cámara multiplano o el empleo del Technicolor).
¿Un empresario? Mucho más que eso. Disney fue un visionario en todo el sentido de la expresión. Largometrajes como Blancanieves y los siete enanitos (1937), Pinocho (1940) y Fantasía (1940) alcanzaron un nivel de excelencia muy por delante de cualquier competidor. Tras mantener la apuesta con Dumbo (1941) y Bambi (1942), tuvo que adaptarse a peores condiciones industriales tras la Segunda Guerra Mundial. Y aunque todavía rodó unos cuantos clásicos más —La Cenicienta (1950), La bella durmiente (1959) y Mary Poppins (1964)—, comenzó a centrarse en nuevos horizontes de negocio: la televisión, los documentales de naturaleza, las películas de acción real con presupuestos medios y, a partir de 1955, los parques temáticos.
La herencia del padre fundador
El legado de Disney, como bien sabe cualquier consumidor de cultura popular, se ha expandido hasta consolidar ese gigante multimedia llamado The Walt Disney Company, que hoy es el conglomerado de medios de comunicación y entretenimiento estadounidense más poderoso del mundo. En continua expansión, esta empresa aún sigue las directrices de su fundador, concentrando su negocio en áreas tan lucrativas como los parques y los resorts turísticos.
Lo que quizá nunca imaginó Disney es que su firma sería propietaria de un sinfín de empresas de primerísimo nivel. Aparte de Walt Disney Pictures y Walt Disney Animation Studios, este imperio es hoy propietario de Pixar, Marvel Studios, Lucasfilm, 20th Century Studios, 20th Century Animation, la cadena ABC y National Geographic. Asimismo, cuenta con divisiones dedicadas a la música, el teatro y el merchandising (otro de los cimientos de la marca), sin olvidar plataformas de streaming como Disney+ y Hulu.
Los nueve ancianos
Pese a su complicado temperamento como jefe, era fácil simpatizar con Disney, un soñador con tendencia a mitificar sus propios logros. Por otro lado, siempre supo rodearse de artistas, músicos y guionistas de primer nivel. Buena prueba de ello es que varios estudios de la competencia se consolidaron gracias a emprendedores que habían trabajado con Disney. Por ejemplo, este es el caso de Fritz Freleng, compañero de Walt hasta 1928, dibujante en Warner de Bugs Bunny, Porky, Piolín y tantos otros personajes, y luego productor de La pantera rosa a través de su estudio DePatie-Freleng.
Sin embargo, solo un grupo de dibujantes, los llamados nueve ancianos de Disney (Disney’s Nine Old Men), logró captar con exactitud la filosofía estética y las emociones de esta legendaria compañía. ¿Sus nombres? Milt Kahl, Marc Davis, Frank
Thomas, Eric Larson, Ollie Johnston, Wolfgang Reitherman, Les Clark, Ward Kimball y John Lounsbery.
Un icono de otro tiempo
Perfeccionista en grado sumo, siempre puso sus empleados al límite. La huelga de animadores de 1941 es un síntoma de ese temperamento. Como los artistas de otro tiempo, estaba convencido de que su obra era algo sagrado, por encima de cualquier otra consideración. «Por extraño que ahora parezca —nos dice el escritor J.G. Ballard—, esta fe conmovedora en el poder de su cine de animación estaba más que justificada durante el largo reinado de Disney como monarca de los dibujos animados. Además de Coca-Cola, otro mito moderno, Walt Disney debe de ser la marca más famosa del siglo XX».
Aunque muchos especulan de forma estéril sobre la opinión que mantendría hoy acerca de los productos que ahora lanza su empresa, hay algo que sí podemos aventurar: de seguir vivo, Disney no hubiera entendido la deriva del entretenimiento familiar. Al fin y al cabo, era un hombre de su tiempo, anclado en unos valores morales que provenían de la América del XIX. «Mis raíces se basan en la observancia religiosa tradicional», declaró en más de una ocasión.
En cuanto a su gusto estético, sucede algo similar. Como dice el historiador Paul Johnson, «a Disney nunca le agradó el lado artificial y pomposo de la industria del cine. Él era un producto de los movimientos arts and crafts y art nouveau, que habían constituido los antecedentes estéticos de sus primeros intentos en el dibujo. Hollywood era art déco, una influencia visual bastante distinta. (…) Disney deseaba conservar la naturaleza y surrealizarla (para acuñar un nuevo término) y también combinarla con un mundo de fantasía. En cierto sentido, esto es exactamente lo que Watteau había hecho con sus pinturas a comienzos del siglo XVIII».