'Babygirl', Nicole Kidman se desnuda en cuerpo y alma
La película de la holandesa Halina Reijn es una celebración del empoderamiento femenino, dueño de su sexualidad

Fotograma de 'Babygirl', de la directora holandesa Halina Reijn. | Diamond Films
¡Alerta roja, Antonio Banderas no es capaz de satisfacer en la cama a Nicole Kidman! ¿El latin lover reciclado en representante de la nueva masculinidad empática y con competencias afectivo-emocionales no logra que su esposa alcance el orgasmo?, ¿y ella después de disimularlo, se masturba viendo porno a escondidas? Este es el potente arranque de Babygirl.
Nicole Kidman es una alta ejecutiva al mando de una empresa de robotización con sede en Manhattan que ella ha levantado. Tiene una vida perfecta; un marido (Banderas) cariñoso y además culto, porque es director de teatro; dos hijas encantadoras y responsables –nada de pataletas adolescentes–, una de las cuales es queer y la otra bailarina. Para que dé todavía más rabia, viven en un espectacular penthouse en Nueva York y tienen un casoplón no menos deslumbrante en el campo. Vamos, una familia de anuncio. Pero como esto no es un anuncio, sino una película, tiene que haber algún conflicto. Y en este caso es interior: la alta ejecutiva no llega al orgasmo porque tiene fantasías que su marido ni adivina. Quiere ser dominada, o sea que le va el rollo sadomasoquista.
Y a partir de aquí nos adentramos en el asilvestrado mundo las pulsiones sexuales, ese que nos señaló por primera vez el viejo Sigmund (con no pocos prejuicios, machismo y tonterías, hay que decir). Aclaración: como estamos en 2025, en plena era del empoderamiento femenino y del consentimiento, en Babygirl el indómito caballo salvaje de las pulsiones más inconfesables está convenientemente domesticado, hasta convertirse en un manejable potrillo. Aquí, por muy masoquistas que sean las fantasías, todo está siempre debidamente consensuado.
La cosa sucede del siguiente modo: cuando está a punto de entrar en la oficina, Kidman es testigo de una escena callejera: hay un perro suelto que está mordiendo a los viandantes y un joven logra calmarlo sin aparente esfuerzo, con pasmosa autoridad y dominio. Resulta que es el nuevo becario y cuando la alta ejecutiva le pregunta cómo ha controlado al animal, él le responde con socarronería que con una galletita y si ella también quiere una. En la vida real esta insolencia supondría el despido fulminante. Pero en la película saltan chispas sexuales. Si la escena del perro y subsiguientes –que muy sutiles no son– las hubiera filmado un realizador varón, como mínimo lo habrían castigado cara a la pared en el rincón de pensar. Pero Babygirl está dirigida por la holandesa Halina Reijn, actriz bastante conocida en su país.
Esta es su tercera película detrás de la cámara. La primera, Instinto, hecha en Holanda, ya era fuertecilla. Resumen del argumento: una psicóloga experta en sexo se enamora de un agresor sexual al que está tratando en la prisión (la pueden ver en Filmin). La segunda –y primera americana– es de adolescentes, se llama Muerte, muerte, muerte y confieso que no la he visto. Reijn ha contado que su fuente de inspiración han sido los thrillers eróticos de los ochenta y noventa: Nueve semanas y media, Atracción fatal, Instinto básico (solo la última mantiene su encanto y no da vergüenza ajena, no por casualidad la dirigió Paul Verhoeven, un cineasta que sigue haciendo largometrajes tan provocadores, políticamente incorrectos y geniales como Elle y Benedetta).
‘Eyes Wide Shut’, como referente
¿Estamos pues ante una propuesta en la línea de las sugestivas reapropiaciones desde la mirada femenina de géneros tradicionalmente masculinos? Es lo que han hecho, por ejemplo, Coralie Fargeat en La sustancia con el gore; Emerald Fennell en Una joven prometedora con el rape and revenge; Julia Ducournau en Titane con el horror a lo Cronenberg, o Rose Glass en Love Lies Bleeding con el thriller. Todas estas películas –unas mejores que otras– comparten la virtud de ser muy bestias y viscerales, mientras que Babygirl es mucho más modosa y mainstream, como queda demostrado con su final, que no les desvelaré pero que es un poco de manual de autoayuda picante para parejas aburridas.
La otra referencia diáfana es nada menos que Eyes Wide Shut de Kubrick, basada en la novela breve Relato soñado de Arthur Schnitzler (que provocó la admiración de su coetáneo Freud, recogida en una carta en la que le expresaba su pasmo por cómo había llegado de manera intuitiva a las mismas conclusiones sobre las pulsiones sexuales que a él le habían llevado años de estudio). Eyes Wide Shut demuestra lo difícil que es plasmar el mundo interior de los deseos en la pantalla, porque la excelsa novela se convirtió en una película regularcilla, la peor de la carrera de un genio.
Los guiños en Babygirl no se limitan a la presencia de Kidman con un look similar, están también la coincidente ambientación navideña y algunos otros detalles. Si en Eyes Wide Shut la confesión de Kidman sobre un sueño con un amante era el gatillo que propulsaba y liberaba las oscuras fantasías del marido, aquí es la propia Kidman la que toma las riendas de su deseo, aunque este consista en ser sometida. Y es que esta cinta es, ante todo, una celebración desacomplejada del empoderamiento femenino, que toma las riendas de su sexualidad en lugar de reprimirla (que Banderas haga de director de teatro, permite una pertinente cita de Hedda Gabler de Ibsen).
Por la presencia del sadomasoquismo, hay también un parentesco con ese fenómeno mundial que fue en su momento Cincuenta sombras de Grey, versión porno softcore de las princesitas Disney. Por suerte, Babygirl no es tan tontorrona. Aunque comparten un reto: cómo hacer interesantes, sensuales y sobre todo creíbles escenas de interacción sadomasoquista sin caer en la postalita o directamente en el ridículo. La de las sombras se hundía en ambas miserias (y para ser justos, en la postalita también caía el mismismo Kubrick de Eyes Wide Shut, con ese erotismo facilón y esteticista a lo Helmut Newton).
Dueña de su deseo
Un mérito que hay que reconocerle a Babygirl es que la mayoría de las escenas no solo esquivan el bochorno, sino que resultan convincentes; en especial las dos en hoteles: la del primer encuentro y la que muestra a Kidman desnuda. También hay que mencionar la del vaso de leche –sin sexo–, destinada a convertirse en icono cultural y carne de memes y parodias. En cambio, hay dos escenas que sí son ridículas: aquella en la que el becario baila ante la ejecutiva semidesnudo al ritmo de Father Figure de George Michael; ¿pretende ser una réplica feminista a Kim Basinger haciendo lo mismo ante Mickey Rourke en Nueve semanas y media? Y sobre todo otra que no es erótica, sino el enfrentamiento entre el marido y el amante, en la que un compungido Banderas suelta, perplejo e indignado, al descubrir el pastel que «esto del deseo masoquista femenino es una fantasía masculina».
Precisamente toda la película está dedicada a demostrar lo contrario. Eso sí, siempre con la protagonista como dueña de su deseo. Ni siquiera cuando en un ataque de celos pierde los papeles –la escena del bar– llega a perder del todo la compostura. Ni siquiera en las dos escenas nada sexuales y potencialmente más peligrosas en las que él se presenta en su casa, ella deja de tener el control de la situación. La transgresora aventura se mantiene siempre en los parámetros de un juego, porque la cinta está en la línea de despatologizar y desproblematizar todas las parafilias sexuales para no ser techado de mojigato. Pero entonces, ¿por qué hay que sacarse de la manga que la protagonista fue criada en una secta, lo cual serviría para explicar su pulsión de ser sometida sin acudir a explicaciones freudianas más escabrosas?
En los juegos sadomasoquistas se sumergía con algo más de riesgo una película bastante olvidada de 2002, Secretary, con una estupenda Maggie Gyllenhaal. Y si quieren saber lo que es el masoquismo de verdad, el patológico y nada erótico: La pianista de Haneke con una estratosférica Isabelle Huppert, basada en la brutal novela de Elfriede Jelinek (aviso para navegantes: cuando se proyectó en cines hubo algún que otro desmayo en las salas).
Todo el mundo ha alabado –con razón– la actuación de Nicole Kidman, que como signo de que los tiempos han cambiado muestra en una escena cómo le inyectan bótox, algo de lo que hace algunos años ninguna actriz habría osado presumir en pantalla. Sin embargo, me permito destacar la interpretación del británico Harris Dickinson (el guaperas de El triángulo de la tristeza) como el becario. Tiene todavía más mérito, porque logra dar vida a un personaje hueco. Kidman tiene un personaje de cierta complejidad al que agarrarse, pero Dickinson saca petróleo de un personaje inverosímil, con un dominio de las situaciones poco creíble en alguien tan joven. Si lo del masoquismo femenino es, según el personaje de Banderas, una fantasía masculina, este becario es una fantasía femenina.