'La última reina': sobrevivir a Enrique VIII
La película, protagonizada por Jude Law, explora los juegos de poder en la corte Tudor con razonable rigor histórico

Jude Law y Alicia Vikander como Enrique VIII y Catherine Parr. | Vértice 360
En el imaginario popular, Enrique VIII ha quedado vinculado para siempre a los métodos expeditivos para librarse de sus seis esposas, que incluían la decapitación. La última de ellas, Catherine Parr, se libró por los pelos de perder la cabeza, gracias a que el monarca se fue al otro barrio por la infección de una herida en una pierna como causa más probable. La última reina, película británica dirigida por el brasileño Karim Aïnouz, se centra en esta mujer y en el final del reinado del orondo e iracundo Tudor.
A Catherine Parr la interpreta con brío la sueca Alicia Vikander. Y a Enrique VIII Jude Law, que ha tenido que engordar unos cuantos kilos por exigencias del guion para interpretar a un rey rijoso, despiadado, vengativo y muy retorcido. Es uno de esos papeles de cerdo integral ideales para el lucimiento de un actor que, de nuevo por exigencias del guion, tiene que enseñar el trasero en pantalla, y no precisamente en plan seductor.
Enrique VIII ha tenido varios rostros en el cine y ha dado pie a tres películas notables. La primera, La vida privada de Enrique VIII, la dirigió Alexander Korda en 1933 y al monarca lo interpretaba Charles Laughton. El actor daba rienda suelta a su histrionismo para perfilar a un rey casi caricaturesco que le valió el Oscar. Ya en la década de los sesenta llegaron dos largometrajes que partían de sólidas obras de teatro. Un hombre para la eternidad, dirigida por Fred Zinnemann a partir de la pieza de Robert Bolt, enfrentaba a Enrique VIII (Robert Shaw) con Tomás Moro (Paul Scofield). Por su parte, Ana de los mil días, dirigida por Charles Jarrott y basada en la obra de Maxwell Anderson, se centraba en el matrimonio de Ana Bolena (Geneviève Bujold) con el rey Tudor (Richard Burton). Lo cierto es que el único que retrató con aires positivos a Enrique VIII fue el excelso artista renacentista Hans Holbein. Le iba en el sueldo, porque fue pintor de la corte.
La última reina, en cambio, da la imagen más brutal y grotesca del rey vista hasta ahora. Basada en la novela El juego de la reina (publicada por Suma) de Elisabeth Fremantle, se sitúa en la estela de las dos películas de los años sesenta. Es decir: producción de calidad, fastuoso vestuario, buena ambientación de época, razonable rigor histórico con no pocas licencias y escenas dramáticas para lucimiento de los actores enfrentados en tensos choques dialécticos.
Todo lo cual está al servicio de la exploración de los mecanismos y rituales del poder, y de una lectura del pasado que permite extraer lecciones para el presente. Es lo que hacía estupendamente bien Un hombre para la eternidad, en la que el choque entre Tomás Moro y el rey permitía abordar asuntos como la defensa de las convicciones frente a sumisión a la conveniencia. En el fondo, y salvando todas las distancias que se quieran, este uso de la historia ya lo aplicaba Shakespeare en sus obras protagonizadas por reyes.

Lucha por el poder
La última reina es solvente en su retrato de lo que se cuece en los pasillos y alcobas del palacio de Whitehall, maquinando entre bambalinas. Está bien plasmado el conflicto religioso que en realidad es un conflicto de legitimidad del poder. Ciertas creencias que podían poner en cuestión al rey fueron declaradas por este herejías y perseguidas como tales. De ello fue víctima el personaje histórico de Anne Askew (interpretada por Erin Doherty), la noble protestante que acabó quemada en la hoguera por orden de Enrique VIII. Su vínculo con Catherine Parr –reina ilustrada, autora de libros religiosos que alborotaron al clero– la puso en peligro en la corte, aunque no todo sucedió tal como lo cuenta la película.
Entender cómo funcionaba una corte del siglo XVI no es fácil y la cinta logra hacer inteligibles los complejos contrapesos de poder, las conspiraciones palaciegas y la invocación de la herejía para aplastar a rivales políticos. Consigue incluso explicar el papel de los hijos de Enrique VIII habidos en los matrimonios anteriores y convertidos en piezas en el tablero de la sucesión.
Frente a otros largometrajes que optan por retratar los rituales hoy incomprensibles de la vida cortesana con ironía, distanciamiento o teatralización –desde la Maria Antonieta de Sofia Coppola hasta La favorita de Lanthimos, pasando por La muerte de Luis XIV de Albert Serra–, La última reina opta por el tono de película histórica realista.
Anacronismo ideológico
Si se juega con esta baraja, ciertas licencias pueden ser justificables y ciertos deslices pueden ser poco relevantes. Pero hay algunas líneas rojas que no deben cruzarse. Y por desgracia se cruzan al final, cuando Catherine Parr hace algo que ningún documento histórico acredita y que es simple y llanamente una trola como una casa.
Los creadores de la película tienen la picardía de abrir y cerrar con una voz en off que nos relata la historia como si fuera un cuento, y de este modo se pueden escudar en que lo que se muestra es la versión de ese personaje. Quien cuenta la historia es lady Isabel, hijastra de Catherine Parr, a la que esta educó y trató con afecto, y que se convertiría en la reina Isabel I.
Aun con el truco de esa voz y su particular versión, es un disparate transformar a Catherine Parr en una suerte de mujer empoderada del siglo XXI. Es una pena que la agenda ideológica imperante estropee de este modo el final de una película por lo demás muy apreciable. Sobre todo, porque el recurso es del todo innecesario; el mensaje de la reina ilustrada enfrentada al rey tiránico ya quedaba claro sin necesidad de este toque de brocha gorda. No hacía falta convertir a Catherine Parr en una justiciera vengadora que no fue.