'Mi postre favorito': el amor como arma contra el autoritarismo
Una historia romántica entre dos iraníes solitarios retrata con sutileza la crueldad del régimen de los ayatolás
Agosto es un mes complicado para estrenar películas de esas que llamamos «de autor». El clima tórrido y la concentración familiar invitan a un tipo de cine ligero, con pantalla monumental, asientos reclinables, coca cola y palomitas king size. No vengo a convencerles de lo contrario, ni a criticar lo que yo mismo disfruto, pero sí les doy una magnífica opción que combina sabor autoral con entretenimiento: Mi postre favorito, una película iraní que es como un puñal en el corazón del régimen de los ayatolás, porque muestra la brutalidad y el sinsentido de su autoritarismo desde el humor.
Tuve la suerte de ver mi postre favorito en su estreno en la Berlinale de hace un par de años. Y aunque lo intentamos, no fue posible entrevistar a Maryam Moghaddam y Behtash Sanaeeha, pareja sentimental y coautores de la cinta. El motivo es tan frecuente cuando hablamos de cine iraní seleccionado en festivales internacionales que puede resultar obvio. Y aun así, no hay que dejar nunca de mencionarlo.
Su gobierno les había confiscado los pasaportes, tenían prohibido viajar, y además emprendieron un proceso judicial contra ellos por haber dirigido una película considerada como propaganda contra el régimen y contenido obsceno. El contenido obsceno no es otra cosa que una delicada, divertida y conmovedora historia de amor entre dos adultos solitarios: un hombre y una mujer de edad avanzada que se relacionan en la intimidad de la casa de ella. Una noche disfrutando juntos del placer de una cena, de una conversación, de un poco de alcohol, de un hermoso flirteo.
La película, que solo con ese bello y fresco retrato de soledades disipadas ya habría merecido nuestra admiración si fuera occidental, se convierte en un puñal contra el régimen, como decíamos al principio. Porque eso que testimoniamos como absolutamente natural, divertido, inofensivo y conmovedor, es obsceno a ojos del retrógrado gobierno iraní. La cinta, consciente de ello, juega esa baza y añade a la trama los miedos furtivos a que sus risas y flirteo sean oídos por los vecinos. Una denuncia malintencionada podría suponer un riesgo fatal para ambos. Saben muy bien los directores de la cinta que la perversión no reside en el objeto observado, sino en la mirada del observador, y su película se revuelve como un delicioso bumerán contra la sinrazón de quien quiere prohibirla.