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'El cautivo' de Amenábar: un Cervantes entre Espartaco y Sherezade

Alejandro Amenábar reconstruye -o más bien imagina- los cinco años que pasó el escritor preso en Argel

‘El cautivo’ de Amenábar: un Cervantes entre Espartaco y Sherezade

'El cautivo'. | The Walt Disney Company

Tres de los pilares de la literatura universal -Homero, Shakespeare y Cervantes– comparten la nebulosa alrededor de sus figuras. De Homero hay directamente dudas sobre si existió como tal; Shakespeare ha dado pie a diversas teorías conspiranoicas sobre si fue o no el autor de las obras que firmaba, y en la vida de Cervantes hay abundantes triángulos de las Bermudas. De hecho, ni siquiera está nada claro que los retratos de ellos de que disponemos respondan a su verdadera fisionomía. 

Y obviamente, donde hay nebulosa hay espacio para la invención. De ese hilo tira El cautivo de Alejandro Amenábar, que se estrena este viernes y reconstruye -o más bien imagina- los cinco años que pasó el futuro escritor preso en Argel. Llegó allí tras ser capturado cerca de la Costa Brava catalana por los corsarios berberiscos que atacaban barcos cristianos para vender a sus ocupantes como esclavos en el Imperio Otomano. Los más afortunados, aquellos de cierto rango, cuyas familias podían pagar un rescate -los llamados «principales»- eran retenidos por Hasán, el Bajá de Argel, a la espera del pago por su libertad. El joven Cervantes, gracias a una carta de perdón firmada por el Rey que portaba consigo, accedió al estatus de posible rescatado y durante la larga espera protagonizó varios intentos de fuga (dos en la película, cuatro en la realidad). Este lustro de cautiverio en manos de los moros es un parteaguas en su biografía y por eso resulta potencialmente interesante como argumento para un largometraje. 

Un Cervantes que tira de la imaginación

Amenábar, guionista en solitario, con asesoría del prestigioso cervantista José Manuel Lucía Megías, modela a un Cervantes (interpretado por Julio Peña) que tira de la imaginación y las mentirijillas: supuesto héroe en Lepanto, que acaso participó de forma muy tangencial y nada épica en la batalla, a pesar de las heridas que le han dejado un brazo lisiado. El cineasta lanza algunos guiños cervantinos que no están nada mal: por ejemplo, hace que Miguel vaya inventando sobre la marcha -para entretener a sus compañeros de cautiverio y después encandilar al Bajá- la Historia del Cautivo, que ocupa varios capítulos en El Quijote

También juega con la fisionomía de los dos padres trinitarios encargados de traer el dinero para los rescates de los prisioneros, que se parecen sospechosamente a Don Quijote y Sancho. Y hay rigor histórico en la presencia de personajes secundarios que, en efecto, compartieron cautiverio con Cervantes. En concreto, los religiosos Juan Blanco de Paz (Fernando Tejero), el inquisidor que los traicionó en una de las tentativas de fuga; y el portugués Antonio de Sosa (un estupendo Miguel Rellán), que dejó testimonio del brutal trato que recibían los cristianos en Argel. 

Más allá de estas virtudes, tanto el protagonista como la trama se resienten de cierta indecisión sobre con qué baraja se quiere jugar. ¿Una cinta de aventuras exóticas con fuga de un presidio? ¿La forja de un literato? ¿La historia de un hombre que se debate entre las ansias de libertad, el deseo carnal y la traición? Amenábar presenta a un Cervantes que está entre Espartaco, como líder de varios intentos de fuga, y Sherezade, ya que salva su vida y consigue privilegios embrujando al Bajá con sus relatos. 

Si en Mientras dure la guerra logró construir a un muy plausible Unamuno, lleno de contradicciones y dudas, que le permitía esquivar los maniqueísmos habituales en nuestro cine sobre la guerra civil, su retrato del futuro autor de El Quijote resulta más romo. 

Fantasía orientalista

Aunque lo peor resuelto de El cautivo es el personaje de Hasán, el Bajá de Argel, un veneciano raptado por los moros siendo niño y convertido al islam. Es una figura histórica, pero en pantalla parece sacado de una de esas fantasías orientalistas de Jean-Léon Gérôme y otros pintores decimonónicos (a los que detestan con fervor los devotos del multiculturalismo y haters del eurocentrismo). Se le quiere dar al Bajá un aire entre seductor y temible. Es un tipo que disfruta de los «pequeños placeres» de la sensualidad, pero es capaz de obligar a un prisionero a comerse su propia oreja cortada antes de ordenar que lo maten. En efecto, según las crónicas de la época, su crueldad era legendaria, pero en la película acaba pareciendo un malvado de James Bond de rebajas. No ayuda la impostada y acartonada interpretación del italiano Alessandro Borghi.

 ¿Cómo es posible que el joven Cervantes quede prendado y se deje seducir por él? Y aquí llegamos a la escena polémica de la película, de la que ya se está hablando antes del estreno: Miguel rendido a los encantos del Bajá en un baño turco. ¡Cervantes gay! Más allá de que a algún cervantista le dé un soponcio, plantea la duda de hasta qué punto es lícito jugar de forma tan explícita con especulaciones no confirmadas a la hora de recrear a una figura histórica. 

La cosa tiene su miga: el mencionado asesor cervantino, José Manuel Lucía Megías, acaba de publicar Cervantes íntimo. Amor y sexo en los Siglos de Oro (Plaza Janés), con prólogo de Amenábar, coincidiendo con el lanzamiento del largometraje. El libro tiene un tono divulgativo que, queriendo crear complicidad con los lectores, llega a ser insufrible, porque imposta unos irritantes aires de colega enrollado y dicharachero. Pero si alguien conoce a fondo al personaje es él, autor de una biografía en tres volúmenes. 

El cautivo, de Alejandro Amenábar
‘El cautivo’. | The Walt Disney Company

Entusiasmo activista

Dejando de lado el discutible tono adoptado, el libro es obra de un cervantista muy serio, que sabe de lo que habla. Y su conclusión es que no hay ninguna prueba concluyente de la homosexualidad de Cervantes y muchas de las teorías en torno a este asunto son más fruto del entusiasmo activista que de indagaciones serias. Y para que nadie piense que eso lo afirma un carca, el autor se declara abiertamente gay, pero antepone su rigor académico de cervantista. 

Cada época tiende a reconstruir el pasado según sus patrones culturales, y Lucía Megías hace una reflexión muy pertinente sobre los peligros de interpretar la homosexualidad -y tantos otros asuntos- en el siglo XVI desde los parámetros del siglo XXI. Es cierto que en el Imperio otomano había más tolerancia con la sodomía que en el español. Pero los matices son importantes: lo que se toleraba era la relación de un hombre mayor con un chico imberbe que incluso podía vestirse con ropajes femeninos. Por eso es improbable la relación de Cervantes y el Bajá, que tenían casi la misma edad. Los defensores de esta tesis se agarran al misterio de por qué el futuro escritor lideró cuatro tentativas de fuga y escapó a la muerte, que era el castigo ejemplar que esperaba a los que intentaban huir. 

Que algo no funciona en la construcción de la relación entre Cervantes y el Bajá en la película queda en evidencia cuando al final Amenábar tiene que sacarse de la chistera -en plan comodín del público- a la Literatura -así, en mayúsculas- para resolver las dudas del joven Miguel sobre si aceptar el rescate o seguir al Bajá a Constantinopla. 

El Chueca del siglo XVI

Son también discutibles las escenas de los paseos argelinos de Cervantes, cuando su amo le concede unas horas de libertad si la historia que le ha contado le ha complacido. Contempla maravillado la tolerancia de sus calles, repletas de insinuantes efebos travestidos y barberías dedicadas al amor entre hombres. Si hacemos caso de la película, Argel era el Chueca del siglo XVI, lo cual es una banalización. La cinta hace trampas en la presentación de ese supuesto paraíso de tolerancia, adaptándolo a los estándares actuales. Por ejemplo, eleva la edad de los llamados garzones, que eran los adolescentes imberbes que asumían el papel pasivo, a los que en pantalla solo les falta llevar el carnet de identidad acreditando que tienen 18 años. ¿Por qué? Porque mostrar la realidad sobre su edad resultaría demasiado incómodo para los espectadores del siglo XXI. 

Permítanme una comparación ilustrativa, relacionada con Shakespeare, sobre cuya supuesta homosexualidad también se ha debatido largamente. En 2018 Kenneth Branagh dirigió e interpretó El último acto (el título original, All Is True, es mucho más ingenioso), sobre los años finales de Shakespeare, cuando regresó desde Londres al hogar familiar en Stratford-Upon-Avon. Apenas sabemos nada sobre ellos y la película los imagina desde el profundo conocimiento y amor por el personaje de un actor shakesperiano que se da el gustazo de interpretar a su ídolo. Una de las escenas es un reencuentro con el Earl of Southampton (al que da vida Ian McKellen). Él era el supuesto destinatario de algunos de los sonetos del bardo, una de las cumbres de la poesía amorosa. Cuando se despiden, Southampton recita el Soneto XXIX, uno de los más hermosos. Se intuye todo sin subrayar nada, se deja que el espectador interprete lo que quiera. Se llama sutileza. Amenábar en El cautivo ha renunciado a ella. 

Si en el pasado Hollywood perpetraba biopics como Noche y día, en el que Cary Grant interpretaba al gran Cole Porter, obviando cualquier referencia a su nada secreta homosexualidad, ahora hemos pasado al extremo contrario, pero seguimos dando rienda suelta a la inventiva. Hace unos meses se estrenó La última reina, una película sobre Catalina Parr, la última esposa de Enrique VIII, que es estupenda hasta que, en parte final, deciden pasarse el mínimo rigor histórico por el forro y hacen que sea ella quien mata al Rey, convirtiéndola en una suerte de feminista expeditiva. Ahora le llega el turno al Cervantes queer. «Cosas veredes, amigo Sancho…». 

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