'Las delicias del jardín', una comedia sobre pintores y desamores
Fernando Colomo arma una película llena de encanto sobre los conflictos paternofiliales y las desventuras sentimentales

'Las delicias del jardín'.
Hay dos formas extremas e infalibles de demostrar si uno tiene talento. La primera es afrontar una obra de inconmensurable ambición y salir airoso. La segunda es hacer todo lo contrario: ser capaz de construir algo estimulante partiendo de cuatro (aparentes) naderías. Es lo que consigue Fernando Colomo, a punto de cumplir 80 años, en Las delicias del jardín.
Él mismo interpreta a un pintor abstracto de la vieja guardia, que ya apenas vende y cada vez entiende menos lo que hacen los jóvenes artistas. Se ha visto obligado a instalar taller y vivienda en un garaje cedido por un amigo, y sobrevive gracias a los préstamos de su exmujer galerista (Carmen Machi), mucho más espabilada que él. Es ella la que le propone participar en un concurso que ha convocado una fundación para reinterpretar el famoso El jardín de las delicias de El Bosco. De ahí saldrá el proyecto que da título a la película.
Como al viejo pintor le tiembla la mano -por lo que ahora trabaja, sin mucho éxito, al estilo Jackson Pollock, lo cual le permite disimular el problema-, le ayudará en el proyecto su hijo, pintor figurativo, que acaba de volver de la India. A este personaje lo interpreta Pablo Colomo, hijo en la vida real del cineasta y que además es de verdad pintor (varias de las obras que aparecen en la cinta son suyas). Con lo cual se dibuja una difusa frontera entre realidad y ficción. Además, progenitor y vástago han coescrito el guion.
Los conflictos paternofiliales y las desventuras amorosas de ambos son la base de la trama, con escenas que parecen en algunos casos improvisadas sobre la marcha. A este aire espontáneo contribuye el hecho de que la película se ha rodado con teléfonos móviles; el director de fotografía es el veterano José Luis Alcaine, que tiene 86 años.
Colomo debutó en el ya lejano 1977 con Tigres de papel, un hito sociológico, porque fue el largometraje que, en plena Transición, introdujo por primera vez en pantalla a un nuevo espécimen urbano: el progre; y además lanzó al estrellato a Carmen Maura. Después se ha mantenido siempre fiel a la comedia. En su larga e irregular carrera forman un universo aparte tres títulos filmados de forma casi guerrillera, con equipos técnicos muy reducidos y mezclando a actores profesionales y no profesionales, lo cual les da un aire entre amateur y semidocumental.
Choque generacional
El primero fue La línea del cielo (1983), en la que Antonio Resines era un fotógrafo español que viajaba a Nueva York para promocionar allí su obra, sin mucho éxito, y se paseaba por la parte baja de Manhattan. El resto del reparto eran residentes en la ciudad que más o menos se interpretaban a sí mismos. Mucho después vino Isla bonita (2015), en la que el propio Colomo asumía el papel protagonista: un director de documentales en pleno desbarajuste sentimental, que pasaba unos días en Menorca con unos amigos. De nuevo, todo tenía un fresco aire improvisado y la mayoría del reparto eran no profesionales. Y ahora llega Las delicias del jardín, que es un proyecto familiar, orquestado con su hijo. Las tres cintas están protagonizadas por hombres enamoradizos, que se ilusionan con aventuras sentimentales que se acaban en chasco. Todos ellos son unos pupas del amor, con algo de personajes de Woody Allen.
En Las delicias del jardín padre e hijo viven lances amatorios abocados al desastre. El hijo, que sigue obsesionado con una antigua novia que lo dejó, mantiene encuentros por Tinder que dan pie a divertidas situaciones tragicómicas. Por ejemplo, con una argentina (Cumelen Sanz) que, cuando ya están a punto de acostarse tras una noche de palique, se marcha indignadísima porque en el momento menos oportuno él hace un comentario favorable a Milei. La película maneja con mucha gracia el choque generacional que suponen las desavenencias ideológicas entre el padre, un progre a la antigua usanza, y el hijo, que es un liberal libertario.
También el padre vive su tentativa de romance. En su caso, se queda prendado de una influencer muy exitosa, que dialoga con obras de arte ajenas. La cosa consiste en posar luciendo modelitos delante de cuadros, para que su solícito ayudante le saque fotos que después suben a la red. A este personaje llamado Catalina Björk lo interpreta Carolina Verd, se supone que dispuesta a reírse de sí misma, porque las chorradas que hace en pantalla son las que hace en la vida real, al parecer con gran éxito.
Colomo lanza unas cuantas pullas contra los dislates del arte contemporáneo, ironizando por ejemplo sobre el famoso tiburón en formol de Damien Hirst. E introduce algunos guiños, con la aparición de pintores como Javier de Juan y el mismísimo Antonio López, que se interpretan a sí mismos.
Los personajes apenas tienen arco dramático y hay situaciones un poco tontorronas -como la visita al Prado con un colocón de LSD-, pero combinando relaciones paternofiliales, amoríos desastrosos y pinceladas sobre la edad que hace que el mundo resulte cada vez más incomprensible, Colomo consigue armar una pequeña película deliciosamente liviana y llena de encanto. Algunos la calificarán peyorativamente de mero divertimento. En efecto, lo es, pero funciona y proporciona hora y media de buen cine, que demuestra que a su edad sigue en forma. Y sobre todo que con talento se puede construir algo estimulante partiendo de cuatro (aparentes) naderías.