'La divina Sarah Bernhardt', retrato de una mujer libre y compleja
La película de Guillaume Nicloux se centra en la etapa triunfante de la actriz y las contradicciones de su personalidad

La actriz Sandrine Kiberlain en el papel de Sarah Bernhardt. | Vértice360
Contaban quienes la vieron actuar que Sarah Bernhardt (1844-1923) era un prodigio interpretando agonías sobre el escenario. Al parecer no exageraba, ni lanzaba gemidos y lamentos, sino que se concentraba en transmitir lo esencial del último aliento y conmovía. Precisamente con una de esas muertes teatrales, la de Margarita Gautier en La dama de las camelias, arranca el biopic La divina Sarah Bernhardt de Guillaume Nicloux. Es una película de factura mucho más clásica que las tres marcianadas que ha dirigido a mayor gloria de Michel Houellebecq como improbable estrella cinematográfica: El secuestro de Michel Houellebecq, Thalasso y En la piel de Blanche Houellebecq.
En La divina Sarah Bernhardt, la anciana diva debe someterse a la amputación de una pierna, fruto de un problema de rodilla que la martirizó toda su vida. Durante la convalecencia, una de las personas que la visita es su ahijado Sacha Guitry, gloria de la cultura francesa como hombre de teatro y cine, me temo que hoy muy injustamente olvidado. Los une un lío amoroso-familiar digno de un folletín: a Sacha su padre, el entonces famosísimo actor Lucien Guitry, no le dirige la palabra desde que le «robó» la prometida, la actriz Charlotte Lysès, y se casó con ella. Sarah trata de que padre e hijo se reconcilien y le cuenta la relación amorosa que mantuvo durante años con Lucien y la maldad que cometió con Charlotte.
Bernhardt era famosa, entre otras cosas, por la larga lista de amantes célebres que tuvo, incluidos D’Annunzio, Eduardo príncipe de Gales, Victor Hugo, la pintora Louise Abbéma y diversos actores de la época. Algunos de ellos asoman en pantalla, en especial Abbéma, con la que mantuvo una relación lésbica, pero la película se centra, a través de dos largos flashbacks, en la tortuosa historia de amor con Lucien Guitry, que fue su partenaire sobre el escenario y un hombre al que deseó con desesperación.
A la divina la interpreta con aplomo Sandrine Kiberlain, que logra insuflar vida al personaje, haciéndolo al mismo tiempo magnético y a ratos detestable por su altivez. Es decir, un ser humano, con sus paradojas y flaquezas. Una de las virtudes del largometraje es mostrar esta personalidad contradictoria. Buena parte de los biopics de figuras femeninas del pasado se dejan arrastrar por el fervor reivindicativo y terminan convirtiendo a sus personajes en simples títeres, en emblemas: víctimas de una sociedad machista o heroínas que lograron imponerse a esa realidad adversa. La Sarah Bernhardt que aparece en pantalla es una mujer osada, capaz de romper tabúes sin pestañear, pero también un ser mezquino, que maltrata a su criado.
Para quien ame la cultura parisina de la Belle Époque, la cinta es un festín. Aparecen grandes figuras que rodearon a la actriz: le llega una carta de Oscar Wilde (del que estrenó su Salomé), aparece de visita un gran admirador vienés que se llama Sigmund Freud, y discute con Alphonse Mucha (que le diseñaba los carteles de sus obras). Y entre sus amistades están Edmond Rostand –en el momento en que está escribiendo el Cyrano–, el compositor Reynaldo Hahn (que fue amante de Proust), el doctor Pozzi (al que inmortalizó Sargent en el portentoso retrato conocido como El hombre de la bata roja) y Émile Zola, al que, según la película, la actriz convenció de escribir el histórico J’accuse. Bernhardt era de ascendencia judía y sufrió –aunque no de forma tan dramática como el capitán Dreyfus– el antisemitismo de la sociedad francesa de aquel entonces.
Exquisita banda sonora
La divina Sarah Bernhardt presenta una buena reconstrucción del París de finales del XIX y principios del XX, acompañada por una exquisita banda sonora con piezas de compositores románticos e impresionistas –Chopin, Grieg, Debussy, Ravel, César Franck y Reynaldo Hahn–, que ayudan a perfilar ese mundo.
Como la película se centra en la etapa triunfante de la actriz, a la que también apodaban «la hechicera», hay apenas una mención muy difusa a sus orígenes, que son relevantes para entender al personaje: su madre era cortesana y educó a sus hijas para que siguieran su profesión. Una de las hermanas de Sarah la ejerció, y ella misma lo hizo esporádicamente cuando todavía no se ganaba la vida como actriz. Hasta que llegó el triunfo como estrella de la Comédie-Française y fue finalmente nombrada Socia Plena (que es el máximo honor al que puede aspirar un actor teatral francés). Pero Bernhardt quería más: acabó abandonando la Comédie y se convirtió en la primera actriz-empresaria de la historia, con su propio teatro. Estrenó obras de los grandes dramaturgos e incluso interpretó papeles masculinos, como el Lorenzaccio de Musset y el príncipe Hamlet.
Aunque no todos celebraban su forma de actuar –figuras como Turguénev, Chéjov o Bernard Shaw la consideraban sobrevalorada–, despertó admiración en todo el mundo y se convirtió en una suerte de embajadora cultural francesa con sus largas giras por Estados Unidos, Latinoamérica y lugares tan lejanos y exóticos como Egipto, Hawái, Australia o las Islas Sándwich.
En paralelo, crio a su hijo Maurice como madre soltera –según todos los rumores, el padre era el príncipe Henri Maximilien de Ligne– y llevó una vida extravagante y libertina, tan escandalosa como la de su coetánea la bailarina y coreógrafa Isadora Duncan. Sarah Bernhardt fue algo más que una actriz, fue una celebrity en toda regla, antes de que se inventara el concepto.
Sin registro de su voz
Lo que la convirtió en una diva de la escena fue su ruptura con las declamatorias y gesticulantes interpretaciones de la época y al parecer su gran instrumento era la exquisita modulación de su voz, de la que no ha quedado registro. Su caso es similar al de tantos músicos, cantantes o bailarines que desarrollaron su carrera antes del invento del fonógrafo y el cine. Sabemos de su genialidad por los testimonios de sus coetáneos, pero a diferencia de lo que sucede con pintores y literatos, no queda vestigio alguno de su arte. ¿Cómo sonaba en realidad el violín virtuoso de Paganini?
De Sarah Bernhardt no nos ha llegado la voz, pero sí al menos algunas filmaciones del periodo mudo, una decena de películas rodadas en la década de 1910 con fragmentos de Hamlet, la Dama de las Camelias o Tosca. Y una aparición en Ceux de chez nous, que rodó en 1912 Sacha Guitry para preservar en imágenes en movimiento a grandes creadores franceses como Anatole France, Claude Monet, Rodin, Degas… y Sarah Bernhardt. El biopic se cierra con las imágenes reales de ese documental: ella y Guitry conversando, sentados en un banco. Y con otra filmación histórica: la de su féretro recorriendo las calles de París camino del cementerio de Père Lachaise, despedido por una multitud de más de 600.000 ciudadanos. Eso sí que es irse en olor de multitudes.