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Cine

'Los colores del tiempo': una historia familiar con los nenúfares de Claude Monet de fondo

Una virtud de la película de Cédric Klápisch es la recreación de la efervescencia cultural del París de la ‘belle époque’

‘Los colores del tiempo’: una historia familiar con los nenúfares de Claude Monet de fondo

'Los colores del tiempo'. | Wanda Films

La película arranca en el museo de L’Orangerie, en la sala que exhibe los grandes lienzos de los nenúfares de Monet. Un joven creador de contenido digital está realizando una sesión fotográfica con su novia modelo e influencer, que posa ante ellos. Una típica muestra de la banalización que todo lo invade. La última escena regresa a ese mismo lugar, con el mismo joven, ahora acompañado por otra chica, que, en lugar de posar ante los cuadros, los contempla. Sin duda el chaval ha salido ganando. Los colores del tiempo cuenta la historia de este joven y de un montón de personajes más. Conectados entre sí porque son miembros de una misma y extensa familia, cuyo árbol genealógico compartido hunde sus raíces en el pasado.

La narración funciona en dos tiempos. En el presente, los herederos de una casa abandonada y cerrada desde hace años en las afueras de un pueblo de Normandía son convocados por un notario porque el ayuntamiento quiere derruirla para construir un centro comercial. Las diversas ramas familiares, descendientes todas de una mujer llamada Adèle Mounier, no se conocen entre sí y se encuentran por primera vez en esa reunión. Designan a cuatro representantes que irán a la casa para recuperar los objetos de valor que pueda haber en su interior y decidir sobre su venta.

En el presente se narran las andanzas de estos cuatro primos lejanos que no se conocían entre sí: una ejecutiva con mal de amores, un apicultor verborreico, un profesor de instituto a punto de jubilarse y el joven creador de contenidos digitales mencionado al principio, que vive con su abuelo. En la casa descubren viejas fotografías, algunas cartas y un lienzo impresionista: el retrato de una mujer sobre la hierba. La retratada es Adèle, la antepasada de todos ellos, cuya historia se va intercalando y adquiere cada vez más protagonismo.

Se relata su juventud a finales del siglo XIX, cuando, tras fallecer la abuela que la ha criado, deja su Normandía natal para viajar a París en busca de su madre, que la abandonó siendo niña. En el trayecto en barco por el Sena conoce a dos jóvenes, un pintor y un fotógrafo, con los que se entablará amistad. Esta relación triangular tiene similitudes con la que vivió su madre, y aquí es donde entran en escena dos figuras históricas con protagonismo en el largometraje: el fotógrafo pionero Felix Nadar y el pintor Claude Monet. Un cuadro de este último, el celebérrimo Impression, soleil levant —que dio nombre al impresionismo—, tiene un papel relevante en la trama. Asoman también, como secundarios, otras figuras históricas de la época como Victor Hugo, Sarah Bernhardt y Auguste-Pierre Renoir.

Una de las virtudes de Los colores del tiempo, dirigida por Cédric Klápisch, es la recreación de la efervescencia cultural del París de la belle époque. Hace poco que se ha inaugurado la Torre Eiffel, los protagonistas asisten desde un mirador de Montmartre a la inauguración de la iluminación con luz eléctrica de la Avenida de la Ópera y se anuncia la primera sesión de un nuevo invento llamado cinematógrafo (hay que advertir que el guion se toma algunas licencias temporales para hacer encajar todos estos acontecimientos históricos).

Un film demasiado amable

Esta es, ante todo, una película sobre la familia que hace algo poco habitual. En lugar de criticarla como institución castradora —todo un clásico en la literatura y el cine—, la celebra. Pese a que hasta ahora no se conocían, se establece un vínculo entre esos primos lejanos que indagan en su ancestro común. Y del mismo modo, también es importante el reencuentro —nada fácil— de Adèle con su madre.

Con estos mimbres se podría haber construido una obra monumental. Los colores del tiempo se queda a medio camino, como una película entrañable y disfrutable. Klapisch se enamora tanto de sus personajes que parece costarle hacerles sufrir. Lo cual es un problema, porque la primera regla básica de toda narración es que haya conflictos y tensiones. La suya es una cinta amable, acaso demasiado. Por ejemplo, a la relación de Adèle con el fotógrafo y el pintor le falta algo de músculo. Con todo, el personaje de Adèle (interpretada por Suzanne Lindon, nepo baby del cine francés, ya que es hija de Jérôme Lindon y Sandrine Kiberlain) es uno de los mejor construidos.

Uno de los retos del largometraje, no siempre bien resuelto, es la búsqueda de un equilibrio entre los tramos del pasado y los del presente. Acaba habiendo cierta descompensación, porque algunos de los personajes contemporáneos tienen un potencial que no llega a desarrollarse del todo.

El misterioso cuadro impresionista en el que aparece retratada Adèle y un paño con unas enigmáticas pinceladas son un puente entre el pasado y el presente. Son los colores del tiempo a los que hace referencia el título español, que nada tiene que ver con el original francés: La venue de l’avenir, que se traduciría como «la llegada del futuro». Para Adèle el futuro lo representa esa avenida iluminada por primera vez con luz eléctrica, que anuncia los esplendores —y los horrores— del siglo XX que está a punto de llegar y marcará su vida. Su historia es la que desentrañarán esos cuatro primos lejanos que acaban de descubrir la importancia de los vínculos familiares.

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