Yuri Herrera, el cirujano de las palabras
El escritor mexicano publica ‘La estación del pantano’, una recreación de la Nueva Orleans que conoció el presidente Benito Juárez durante su exilio en 1855
Yuri Herrera (Actopan, México, 1970) deslumbró con su primer título, Trabajos del reino, una novela sobre un compositor de corridos que recreaba la relación entre el arte y el poder. Editado por Periférica, que ha seguido imprimiendo puntualmente su obra, pasó de ser un autor novel a un autor consagrado. Ahora publica La estación del pantano, una recreación del exilio en Nueva Orleans de Benito Juárez, el que fuera primer presidente de origen indígena de México.
Al escritor mexicano le gustan los secretos. Los vacíos le dan la oportunidad de inventar y reconstruir. A la hora de escribir La estación del pantano encontró una buena coyuntura. Tenía mucha información sobre lo que el político hizo, antes y después de ese tiempo de exilio, pero se sabía muy poco de esa estancia de 18 meses en la capital norteamericana. De hecho, Benito Juárez resume en su autobiografía en apenas dos líneas esa experiencia: «Viví en esa ciudad hasta el 20 de junio de 1855 en que salí para Acapulco a prestar mis servicios de campaña». La novela combina en grandes dosis la investigación y la creación. Sólo encontró dos datos precisos: el registro de su llegada en barco a Nueva Orleans y cuando se presenta en la residencia del cónsul para que aclare por escrito que no está allí conspirando. «Ese período fue clave pero nadie explica por qué y yo, desde la soberbia de escritor de ficción, me propuse aclararlo», cuenta de paso por Madrid. «La investigación fue sobre la ciudad y aspectos específicos como las relaciones raciales, la esclavitud, la presencia de los pueblos originarios, la vida económica y la música. Juárez aparece en bambalinas».
Su personaje apenas tiene nombre en el relato. Benito Juárez, como tal, aparece al final de la novela, en la penúltima página, pero no sabemos muchas cosas sobre su biografía, apenas unos apuntes. Nueva Orleans es la verdadera protagonista. «Las reflexiones de Juárez no existen. Aparecen sus sentidos, lo que huele, lo que escucha y lo que ve, como si se encontrara en otro planeta. Quería que Juárez y la ciudad se fueran construyendo juntos». Más que la novela de un conspirador febril, La estación del pantano se lee como el relato de una metrópoli donde manda el esclavismo y la música es un arma de supervivencia. Herrera nos encierra en una urbe hedionda en la que conviven blancos, blanqueados, creoles y capturados.
«Nueva Orleans contaba con el mercado de esclavos más grande, los vendían para trabajar en los campos, en las casas y en los oficios a los que iban destinados los que habían recuperado la libertad pero tenían que entregar su salario al antiguo amo. Más los creoles, descendientes de la revolución de Haití sobre todo blancos, los pueblos originarios como los houma y los conspiradores de Cuba y de México… esto solo la parte racial. La cultura negra de los Estados Unidos es una simplificación tremenda». Lo étnico se conjugaba con la música. Con apenas cien mil habitantes la ciudad contaba con tres óperas y, en paralelo, los mismos sonidos que, setenta años después, se convertirán en el jazz, que todavía no existe pero ya estaban los elementos que lo van a componer. Los africanos disponían de un día libre y se juntaban en lo que se conocía como Congo Square. Se ponían a tocar los tambores y eran muchos. «Otra complejidad epistemológica del lugar es que te podías cruzar con lagartos y que se producían más de doscientos incendios al año, dado que la mayor parte de las construcciones eran de madera. En la decisión de Juárez de no contarlo hay un secreto inconfesable», añade.
Además del español, en algunos textos del siglo XIX y en algunas comunidades se decía que alguien hablaba Castilla cuando poseía un determinado nivel social, urbano o civilizado. Un pequeño matiz que a Herrera le pareció importante resaltar en la novela como reflejo de la personalidad del que después fuera presidente de México. «Juárez fue un hombre de la Ilustración y esa era una de las razones por las que lo criticaban. Sus enemigos decían ‘estos exiliados quieren imponer aquí el reino de terror de Danton y de Marat’. Además fue profesor de física, enseñaba a Newton, otra manera de incorporarse a la filosofía de la razón».
En todas las novelas de Herrera destaca el manejo del lenguaje y la escritura concisa, sin estiramientos innecesarios ni repeticiones. «Siempre espero que mi siguiente novela sea La guerra y la paz pero tengo repugnancia a hablar de más, cuando escribes tienes la oportunidad de medir el tiempo en que te expresas y sus connotaciones. La gran riqueza, el juego literario, es que dices varias cosas a la vez. No hace falta repetir. Casi todos mis libros tienen menos de cien páginas, este es el más largo».
Ha vivido en tres países diferentes, pero México, de una u otra forma, siempre ocupa su obra. «Trato de no perder el contacto, voy por cualquier pretexto y procuro escuchar. Soy partidario de usar el lenguaje inclusivo, el de los hijos de puta, el que se escribe en los baños y el que se nos descubre en Twitter. Ese es nuestro patrimonio. El lenguaje literario siempre debe estar incoformándose con las formas establecidas. No tenemos porque reflejar la realidad, la literatura siempre está añadiendo algo más, jugando con la lengua».
Devoto de esa filosofía mestiza de la lengua, Herrera suma nuevos asaltos a la ortografía en La estación del pantano: combina tipografías, usa mayúsculas y algunos signos de puntuación a su gusto. Y lo defiende: «Eso es lo que uno tiene que hacer cuando escribe literatura, no se trata de romper las reglas por romperlas, sino en función de un propósito estético y ético, o político inclusive. La ruptura o el juego es el apetito de otro orden que estamos tratando de representar a través de la frase. La musicalidad del texto siempre ha sido importante y quería que la ortografía se supeditara también a este otro elemento. No sé nada de composición pero hablé con amigos que me explicaron la diferencia básica entre la música occidental y los ritmos africanos, la síncopa y el contratiempo y cómo el afrobeat combina la música popular africana». Ortografía, música e, incluso, un glifo de un pájaro caminando en una dirección y mirando en otra. Se trata de un dibujo del autor que representa un sankofa, un símbolo que, en Nueva Orleans, se lee como la experiencia de los migrantes forzados: sigue hacia delante sin abandonar tu memoria.
En sus novelas, cuentos o ensayos la lengua funciona con la historia. El fondo y la forma son la misma cosa. ¿Diría que ha encontrado un estilo? «No lo sé. El estilo se construye a partir de ciertas repeticiones, obsesiones y gustos. No soy Ridley Scott pero estoy contento con ser fiel a esas cosas que me dan vueltas a la cabeza». Como alimento de esa peculiaridad lingüística desayuna un café con poesía para meter algo bueno en el cuerpo cuando estás en la frontera entre el sueño y la vigilia. «Llegué tarde a la poesía pero ahora es imprescindible. No se puede hacer literatura sino tratamos de entender la operación básica del arte por escrito que supone la lírica a la que considero la vanguardia del arte literario».
El autor de títulos como Diez planetas vive en Nueva Orleans donde imparte clases en la Universidad de Tulane. «No importa que uno hable de hobbits o hombres lobo, uno siempre está hablando de sus vecinos y de uno mismo. Hay muchas cosas parecidas con la urbe del siglo XIX como los niveles de violencia o el racismo. Nueva Orleans es una isla dentro de los Estados Unidos, una isla orgullosamente marica y que lo es antes que esto se convirtiera en algo aceptado. En la ciudad funciona esa ambigüedad y juego de los géneros desde el siglo XIX, marica en el sentido epistemológico que está rompiendo un orden establecido. Y en eso es una ciudad, que no sólo es como era, sino que lo es de manera mucho más clara, más abierta. Es de las menos racistas aunque existe el racismo como sistema de manera estructural. La música sigue siendo fundamental, no necesito pagar cien dólares por ir a un festival, basta con entrar en un bar para encontrar buena música en directo».