Gonzalo de Berceo resucita convertido en detective
‘La taberna de Silos’ y ‘La santa compaña’, dos novelas históricas y anónimas, son el fenómeno literario del verano
O la braga o la bolsa. He aquí la razón de los crímenes más terribles. Ahora y en el siglo XIII. Pero Gonzalo de Berceo, el protagonista de La taberna de Silos y La santa compaña (Tusquets) nos sumerge, en plena Edad Media bien cargados de vino y con algunas dosis de sexo, entre los muros de los monasterios o en el púlpito de la catedral de Santiago, donde las luchas internas entre las abadías y con el mismísimo papado desencadenan una batalla sin cuartel. Comparadas en estilo con El nombre de la rosa y aclamadas por crítica y público, las obras fusionan la erudición histórica con algo de intriga, un poco de humor y la crítica de los poderes eclesiásticos.
Lorenzo G. Acebedo, seudónimo bajo el que se oculta, según la tapa del libro, «un escritor que abandonó los estudios teológicos por el retiro monacal y, un tiempo después, el retiro monacal por una mujer» sabe de lo que habla. Y no le sobra modestia. Como mucha gente, el autor leyó fascinado en su momento El nombre de la rosa. «Sin embargo y con el tiempo me he dado cuenta de que a Umberto Eco le habría venido bien pasarse días en una abadía para captar la atmósfera», cuenta. Sonaría a boutade si no fuera porque los lectores y el buen hacer de las dos novelas, ideales como lectura de verano, le han dado la razón.
Con más de 50 000 ejemplares vendidos, la primera novela, La taberna de Silos, salió a la venta hace un año, coincidiendo con la Feria del Libro de Madrid, y no ha parado de crecer sin apenas promoción. Juan Cerezo, editor de Tusquets y heredero de Beatriz de Moura, fundadora del sello, ha contado que el manuscrito llegó, ¡tal cual!, a las oficinas de la editorial en Barcelona y, entre los cientos de escritos que llegan, ese aprobó todas las pruebas de lecturas para ser editado. Se publicó aceptando además que la obra se firmara con seudónimo, lo que supone un inconveniente en el lanzamiento de la novela, pero un gancho para los que gustan de estas intrigas, un poco en la estela de Elena Ferrante, seudónimo de una escritora italiana desconocida, de éxito internacional.
Sus libros no se miden por capítulos sino por días. Sus hasta ahora dos novelas arrancan con una escena brutal, de esas que incitan a seguir y, a partir de ahí, Gonzalo de Berceo nos retrotrae al principio de la historia, día a día hasta 16 en el caso de La taberna de Silos.
«Quien lo probó lo sabe: nada hay más trabajoso que escribir», nos cuenta un mohíno Gonzalo de Berceo poco antes de recibir el encargo del abad del Monasterio de San Millán de la Cogolla para que viaje al de Silos con la misión de copiar un manuscrito latino y hacer con él un poema en castellano por 300 maravedíes de vellón. La misión se complica cuando surgen los primeros cadáveres. Los monasterios, pequeños estados en los que se mueve una red de espías, lejos de mantener intereses comunes con el papado, alimentan una lucha fratricida.
Vino y tabernas
Nuestro tonsurado protagonista, al que le gusta el encierro con sus uvas, contar las sílabas de los versos sin ser interrumpido y hacerse acompañar de una dama de anchas caderas, no tan joven como aconsejan los gustos eclesiásticos, emprende la marcha en burro, recitando plegarias en latín y nutriéndose de vino. Beber agua le parecía peligroso, nada más lógico en pleno siglo XIII. En el camino, siempre atento a las tabernas tan acogedoras para los poetas, encontrará a dos compinches que se empeñan en ayudarle: Lope Ruiz, un peregrino borrachín, y Elo, la tabernera del lugar.
¿Cómo se sostiene un monasterio? ¿Cómo se extendió la uva tempranillo de los monasterios de la Rioja a los de la Ribera del Duero? La producción del vino está en juego. Todos se disputan los viñedos: los obispos quieren quedarse con los beneficios de la producción a costa incluso de los nobles castellanos.
En los viajes de nuestro poeta enamorado las tabernas juegan un papel protagonista. Berceo las describe como «sitios tan apropiados para un encuentro como para una desaparición, a los que se puede entrar embozado o con capucha. Sitios para pasar unas horas o el resto de la vida, donde suele haber un dueño casi honrado que tiene una mujer casi hermosa, con mozas de servicio que son casi doncellas, que siempre esperan a ese viajero casi noble, que las llevará consigo a Soria o casi a Burgos». La descripción parece inspirada en uno de esos versos de Sabina, cuando regresó a la maldición de los bares de copas.
Con diez años de monje a sus espaldas, el anónimo autor, que sabe latín, comprendió que una buena novela sobre un monasterio medieval no había que escribirla como un relato policial. Optó por la línea de Raymond Chandler y su Philip Marlowe, aunque en su caso acompañado de una tabernera fatal. «Y no como hizo Eco, al estilo Conan Doyle, con ese Sherlock Holmes disfrazado del monje Guillermo de Baskerville», cuenta el autor en la nota de prensa de la editorial.
Intriga, humor y erudición
Y en esa onda literaria (intriga, humor y erudición histórica) llegó la segunda entrega de Gonzalo de Berceo, La santa compaña. Han transcurrido 15 años desde su visita a Silos y nuestro poeta enamorado sigue ejercitándose a los puños con sacos de arena, compartiendo tazones de vino con Lope Ruiz, el peregrino inescrutable, una tabernera llamada Lupa que habla gallego, un monje llamado Azznaro, enemigo irreconciliable en ambas novelas, el futuro rey Alfonso X el Sabio y la iglesia como auténtico centro de poder y atrocidades.
En Santiago de Compostela, recién llegado a la catedral para celebrar el jubileo, Berceo contempla cómo un arcediano, preso de un delirio mítico, se interpone, cual kamikaze, al paso devastador del botafumeiro, que lo destroza ante el horror de los fieles que atestan el templo. Y no es el primer episodio inexplicable en el cabildo de la catedral. En el curso de la investigación no faltan tampoco, como en la anterior entrega, la braga y la bolsa como razón de fondo de crímenes terribles, dado que la convivencia entre hombres, hombres y solo hombres, acaba degenerando en polvorín. Ah, y unas freilas de clausura que dan mil vueltas a las clarisas de Burgos. Mujeres que leían y escribían en una época en que las reglas prescribían que «las freilas oren y no laboren. Se les permite lavar su ropa, desde luego, y participar en las tareas, pero se evita en lo posible que lean o escriban de cocina. Las mujeres que leen o escriben no son bien recibidas en ninguna parte, siempre acaban dando problemas». Todo muy políticamente correcto.
¿Continuará la saga? Berceo ha cumplido 60 años, pero sigue frecuentando las tabernas donde ni hacen preguntas ni las responden, con un corral espacioso, queso de orza, vino nuevo y una chimenea.