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Literatura

Un homosexual drogadicto y genial: Truman Capote, aniversario en muerte y vida

Se cumplen 40 años de su muerte y 100 de su nacimiento, fecha idónea para homenajear a uno de los mejores escritores

Un homosexual drogadicto y genial: Truman Capote, aniversario en muerte y vida

Truman Capote.

No era, como dijo de sí mismo Graham Chapman, uno de esos maricones machotes que fuman pipa. Él era más de Chesterfield y martinis secos con aceitunas. De saltitos impetuosos dopados por una voz meliflua, amojama, casi ahogada, que disfrazaba de debilidad unos malabarismos léxicos punteros y afilados. Una lengua no menos elegante y descarada que su pluma, por la que la inmortalidad, parece, lo seguirá persiguiendo dentro de mucho tiempo. Lo mismo que su figura. Fue, casi con total seguridad, el homosexual menos reprimido de la jet set estadounidense del siglo XX. Un marco, bien lo sabemos si leemos sobre Harvey Milk, no precisamente idóneo para declararse orgullosamente sodomita. Y orgullosamente dipsómano. Y orgullosamente drogadicto. Y, en fin, un orgulloso genio, que es todo lo que dijo sobre sí mismo Truman Capote.

El pasado 25 de agosto de este año se cumplieron 40 años de su muerte. El mismo año, por cierto, en el que se celebran 100 de su nacimiento. Truman Streckfus Persons, fue el vástago de dos jóvenes desmelenados quienes se prodigaron enloquecedoras y fecundas carantoñas en la Nueva Orleans de los años 20. No les duró mucho el apaño. Siete años, a lo sumo, antes de que papá Persons mandará a madre e hijo a la liberal y muy plural Alabama -nótese la ironía-, donde las rarezas del joven que terminaría convertido en un adulto genial no fueron muy bien acogidas. Nunca le faltaron buenos colegios y suculentos alimentos al futuro escritor. Lo que no significa que su crianza fuese, ni mucho menos, impermeable a la angustia. La soledad y el sentimiento de desafección emocional catapultaron el hambre del bizarro chaval por la literatura. Tanto es así que, tras mudarse a Nueva York con el segundo marido de su madre, «Joe» García Capote, quien tuvo el buen hacer de brindarle su apellido, Truman entró a formar parte de la redacción del New Yorker con apenas 17 años. La bestia, como quien dice, había inaugurado su andadura.

Sublimó, bien temprano, lo apócrifo elevándolo a lo real en los relatos que cimentaron sus inicios. Con el tiempo recorrió la senda contraria, llegando a diseccionar hasta la más cruel entomología humana y revelando realidades que, Dios lo quisiera, ojalá hubiesen sido fantasmadas. Pero aún habría varios hitos por el camino hasta aquella revolucionaria forma de narración. El primero de ellos, Otras voces, otros ámbitos. Autoficticia, confesional, la novela fue tan maravillosamente embustera como para raspar la frontera entre lo vivido y lo inventado. Una línea que los escritores, todavía por aquel entonces, se cuidaban mucho de definir con claridad. Volvió hacerlo, pocos años después con la novela El arpa de hierba. Un retrato rural y algo folclórico, de las extrañezas en las comunidades norteamericanas. Si bien Capote ya flirteaba muy dignamente con las palabras, en su segunda obra todavía lo hacía desde una honda sencillez. Una fórmula para la que acabaría tejiendo una bufanda de expresiones soeces, barrocas, ingeniosas a rabiar y de una viperina elegancia, con la que, de nuevo, abofetearía los cánones literarios para hacerlos espabilar.

Una ristra de premios y elogios llamaron a la puerta del, todavía joven, Truman hasta 1958. Fecha en la que su novela Desayuno en Tiffany’s, revolucionaría el gallinero literario y lo elevaría, definitivamente, a la sacrosanta condición de estrella que deseaba locamente. Si la patria del hombre es su infancia, a nadie se le escapa que esos primeros años solitarios, incómodos, desangelados de emociones sinceras y únicamente pespunteados por elogios a su prodigiosa sesera, mellaron en Truman un voraz apetito de atención. Fue por aquel entonces cuando Capote se codeó con la crème de la crème. Bailó con Marilyn Monroe, garbeó con otras grandes estrellas de cine y doró una buena relación con altos artistas como, por ejemplo, Tennessee Williams. Es más, para quien guste de profundizar en los lazos entre estos dos titanes literarios, no puedo sino recomendar el maravilloso documental Truman y Tennessee: una conversación íntima (2020), con grabaciones de ambos relatando, desde su pasado individual, hasta sus experiencias compartidas. Idóneo para conocerlos más allá de sus escritos.

No debería -poder sí se puede- hablar uno de Truman Capote en el aniversario de su vida y muerte, sin mencionar al escritor Jack Dunphy; más que amante, compañero de vida de Capote desde los años 50 hasta prácticamente su muerte. La suya fue una relación tumultuosa, por decir algo. A Truman le iban la priva y la cocaína como a un bajista de glam metal, y no menos las aventurillas sexuales. Algunas, de hecho, bastante atropelladas y peliagudas. Eso, por supuesto, no favoreció en absoluto la presencia de un entorno armonioso en la vida del escritor. Tanto en lo que se refirió a su pareja, como a su trabajo. Escribir es un sacrificio ininterrumpido del mundo ajeno para zambullirse en el propio. Y habitar en un desmadrado guateque mental y social es de todo menos eficaz a la hora de ponerse a parir palabras que merezcan la pena.

Los años sesenta fueron a la par emocionantes y trémulos para Capote. Dudo que sea necesario demorarse en lo que ya todos sabemos; escribió A sangre fría (1965). Casi seis años de investigación en lo que originalmente empezó como un artículo por partes sobre un terrible asesinato en Kansas, acabó convertido en la primera novela de no-ficción. El descorche del true crime. Es una obra inabarcable, magnífica, digna de quien, a riesgo de perder la cabeza, se ha metido hasta la cocina de un crimen bestial que revela la precariedad del alma humana, así como lo absurdo de su existencia. A pesar del éxito, Truman no volvió de Kansas, como Dorothy, chocando sus zapatitos de rubíes. Regresó angustiado, deshecho, vacilando con la muerte de su talento, tras una proceso creativo que lo había absorbido por completo y empapado en dudas morales.

Aun así, Martini va Martini viene, pastillita del Doctor Feelgood por aquí, y clenchita de caspa por acá, Truman volvió a la vida farandulera por todo lo alto. Una vida de la que se había ausentado, a trompicones, con el fin de escribir A sangre fría, para orgullo nacional, en la Costa Brava española. La escritora y periodista Leila Guerreiro, ha escrito el que parece (se publicará el 25 de septiembre de este año) un afinado relato de los pasos de Capote por esas tierras durante aquellos años, llamado La dificultad del fantasma. Desvelando verdades y mentiras sobre su estancia, aunque el escritor se dedicó casi toda su vida a mezclarlas con genialidad. Habrá que esperar para ver cuán hondo ha logrado escarbar Guerreiro, y si Capote se sentiría honrado, o espantado, ante el ejercicio literario…

Dicho esto, sobre lo que sí tenemos documentación más que dilatada es sobre los tejemanejes que Capote se llevó a partir de la publicación de A sangre fría con la élite económica neoyorquina. Ya no hablamos de faranduleo. No. Hablamos del poder político, del caché económico que gobernaba con dentadura vampírica y ostentación frívola la superpotencia occidental. Fue aquel un periodo lento de antagonismos para Truman. Por un lado, se veía rodeado de lo que siempre había deseado. Acaloradamente mimado por un olimpo de millonarios que, por si fuera poco, llegaban incluso a aplaudir su desaforada pluma, si no indiferentes, muy tolerantes con su homosexualidad. «Soy alto como una escopeta e igual de ruidoso», dijo. Y era cierto que su descaro travieso y su obstinado espíritu escandaloso volvían locos a la aristocracia económica yanqui. Pero sus profundos ojos azules se apagaban a la par que ese angelical rostro, altivo y perfilado, se consumía por la hinchazón etílica. Tal vez un desgaste que acabó permeando en su obra inacabada Plegarias atendidas, que también comenzó como una serie de artículos en 1975 para la revista Esquire.

Las palabras de Capote fueron apabullantemente mordaces y malévolas con sus protagonistas, los llamados Cisnes de la jet set, de los que expuso sus miserias al mundo. Si dejamos de lado la crueldad de la jugada, hay que admitir que la obra es un fascinante ejercicio literario de ingenio, mala baba y agudeza retratista, ideal para entender bien lo que sucedía entre esa beautiful people neoyorquina. Ahora, para tener, quizás, una mejor perspectiva de todo el entramado, hay que ver la segunda temporada de la serie Feud: Capote vs. The Swans; fabulosamente escrita, dignísimamente interpretada y en absoluto complaciente con ninguno de sus personajes. Tan poco complaciente como fue la reacción social a lo escrito por Truman. Tras Plegarias atendidas, Capote, despechado por el abandono de su vieja élite (a la que únicamente perteneció como divertimento, nunca como miembro real), sólo escribiría la obra Música para camaleones (1980). Triste y desahuciado de alegría, sólo cuatro años después de aquel último texto, moriría reventado y consumido por sus adicciones en la casa de una amiga en Bel Air, tras un latoso vaivén entre hospitales. Era agosto, y el calor del verano no apagó el frío que recorrió su sangre, poniendo en sus labios las palabras: «Mamá, mamá… tengo frío», antes de extinguirse.

Truman Capote cambió la forma de escribir de una generación. Ideó nuevas formas de narrar; de contar la verdad desde la mentira y viceversa. Fue genuino y cruel y autodestructivo y temerario y un clasista de tomo y lomo que demostró que con un desparpajo creativo de altura uno puede permitirse aspirar a cualquier lujo. Se han cumplido 40 años de su muerte y 100 de su nacimiento. Es un cumpleaños lo suficientemente significativo como para regresar a su obra. Ese lugar, que dicen, es la verdadera patria del escritor, porque ahí lo deja todo.

Sin embargo, me gustaría recomendar otra forma de conocer a Truman Capote. Una que tiene que ver con sus ideas y desfalcos, burlas y talentos, sin el intermediario del silencio y la palabra escrita. Me refiero a la obra de Lawrence Grobel, Conversaciones íntimas con Truman Capote (2006), en la que el escritor se muestra deslenguado, ajeno al tabú y plegado a la franqueza, durante conversaciones que duraron alrededor de dos años antes de su muerte. Una forma de homenajear a la persona y al personaje, tanto como de conocer lo que le atravesaba la cabeza en sus últimos alientos. Cuando ya no tenía nada que perder. Si es que alguna vez pareció tenerlo.

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