El verano febril de los escritores victorianos
La originalidad de ‘Un verano sofocante’ reside en alejarse del modelo de biografía cronológica sobre un único personaje
Imaginemos que queremos escribir una crónica sobre una determinada semana en una determinada ciudad. No un lugar cualquiera, sino un sitio en el que en ese momento se concentren la flor y la nata de un oficio o arte, un colectivo con algo que aportar a la humanidad. Bien, para empezar habrá que trazar una cronología de los acontecimientos políticos, sociales, financieros y ambientales que se han producido durante ese tiempo; el tipo de información objetiva (al menos en teoría) que se puede obtener de la prensa. Tomemos ahora al grupo de profesionales (que no tienen por qué ser un «grupo» como tal: cada uno puede ejercer a su aire): una semana no da mucho margen para observar los frutos reseñables de su trabajo (digamos que en siete días no se terminan muchas catedrales, ni se publican muchas obras maestras), de modo que lo interesante será su lado personal, aquello que revelan de sí mismos en sus acciones cotidianas.
¿Cómo acceder a esa esfera íntima (y tan concreta: se tiene que ceñir a esa semana) sin recurrir a la imaginación? Con lo que ellos mismos han contado en sus diarios, cartas y escritos públicos, y con lo que sus conocidos dijeron sobre ellos; un careo entre cómo se ve uno y cómo lo ven los otros, entre lo que ocurre en casa y lo que se entrevé a través de la ventana. Aunque algo de imaginación habrá que echarle de todos modos: la que sirve para cruzar datos y sucesos de todas las fuentes hasta darles forma de relato lógico, es decir, de narración, con muchos planteamientos, muchos nudos y muchos desenlaces, porque no hablamos de una sola historia, sino de las historias de un nutrido elenco de personajes. Lo que se conoce como «biografía grupal», en la que hay protagonistas y secundarios, además de ese personaje que encarna la ciudad que los cobija a todos.
Esto es lo que hizo la historiadora británica Alethea Hayter en Un verano sofocante (1965; Taurus, 2024, trad. Mariano Peyrou), texto fundacional del género, aplaudido por autores como Julian Barnes, A. S. Byatt, Anthony Burgess o Penelope Lively, que permanecía inédito en castellano hasta la fecha. El marco elegido son unas semanas de verano en el Londres victoriano de 1846; y los actores, un conjunto de personalidades del círculo bohemio, entre los que hay escritores célebres como William Wordsworth, Elizabeth Barrett Browning o el matrimonio de Thomas y Jane Carlyle, pero también nombres menos conocidos por el lector de hoy, como el pintor Benjamin Robert Haydon, el político, poeta y mecenas Richard Monckton Milnes o la historiadora del arte Anna Brownell Jameson. No figuran las hermanas Brontë, George Eliot ni William M. Thackeray, ni nadie que no mantuviera contacto con el grupo en esa época.
La autora sabe que quien quiera profundizar en la vida y obra de los grandes literatos dispone de biografías y contenidos más especializados; la originalidad de Un verano sofocante reside en alejarse del modelo de biografía cronológica sobre un único personaje para abarcar a un colectivo durante un periodo limitado, con independencia del prestigio que la posteridad haya reservado a cada uno (lo que se muestra es la fama que tenían para sus coetáneos, que no se andaban con rodeos a la hora de confesar su opinión a sus allegados). Su propósito es, en sus palabras, recrear «una conversación entre iguales […] condensados en un evento teatral» (p. 17), que comprende unas tramas principales, pero también instantáneas del contexto, como la tensa situación política y la ola de calor de asola la ciudad ese año.
El hilo principal sigue al desdichado pintor Haydon, que ni siquiera en vida disfrutó de notoriedad: endeudado y abatido por su falta de éxito, decide suicidarse. El 18 de junio deja cinco cuadros y tres baúles con sus diarios a las puertas de la vivienda de su amiga Elizabeth Barrett. Su diario revela la obsesión con la que comparaba la irrelevancia de sus exposiciones para el público con la afluencia de las masas al espectáculo del enano circense Tom Thumb, el pan y circo de la época: «Acuden por millares a ver a Thumb», se lamenta, «mis necesidades son espantosas a raíz de mi fracaso en el Hall» (pp. 128-129), aunque recoge asimismo la carta de un admirador sincero. Saber de antemano el final de Hayden no resta emoción a la lectura, que incluye la toma de declaraciones por la investigación de su muerte, la narración del funeral y la reacción de sus amigos, que va de la frialdad con la que el duque de Wellington ordena recuperar el sombrero que le había prestado para pintar su cuadro a la sentida aflicción de Mary Russell Mitford: «era una persona tan brillante, tan animada, tan llena de vida», que su fallecimiento la coge «por sorpresa, como la muerte de una joven novia» (p. 120-121).
El verano también es tiempo de romances tórridos clandestinos, como el que mantiene Elizabeth Barrett con Robert Browning, un poeta que, a diferencia de Haydon, «tenía la confianza y la fortaleza de ánimo suficientes para poder esperar a que el tiempo le hiciera justicia» (pp. 78-79). Así, entre lo personal y lo artístico, discurren sus periplos. Gracias al detalle de los documentos de Elizabeth Barrett, que fue una prolífica escritora de cartas –el correo se repartía dos veces al día y era posible recibir una respuesta en la misma jornada–, descubrimos rutinas cotidianas como el paseo con su perro Flush –a quien Virginia Woolf inmortalizó en su espléndida nouvelle homónima– o la visita apresurada a una vecina porque ese día tiene una cita con su enamorado.
La pasión creciente entre los amantes, que culminará en matrimonio unos meses después, contrasta con la languidez de los Carlyle, casados desde hacía veinte años. Como grandes anfitriones, generaron muchas líneas sobre su casa y sus quehaceres domésticos: «A Carlyle le gustaba que la cena comenzase con una sopa, había algún tipo de ave […] unas patatas para acompañar la carne, pero no verduras, desde luego, y tampoco ningún tipo de ensalada ni fruta. No resulta sorprendente que los Carlyle padecieran ambos un fuerte estreñimiento» (p. 143). Otra figura relevante de aquel verano es Anna Jameson, una feminista avant-la-lettre que tras separarse de su marido «logró mantenerse por sí sola, además de mantener a su madre y a sus hermanas y de adoptar y educar a una sobrina, con las ganancias que le proporcionaban sus libros y artículos, y tuvo que trabajar a destajo para conseguirlo» (p. 100).
Entre ellos y unos cuantos más se cuece la vida de un Londres que la autora reconstruye con minuciosidad y rigor, con sus intensidades y sus minucias, para captar la ciudad «en estado de flujo: atestada, tórrida y maloliente» (p. 14), como lo expresa la biógrafa Francesca Wade en la introducción. A la vez que revive al distinguido elenco, Alethea Hayter pone en contexto cada elemento para ofrecer una lección magistral de historia, pero también de arte y decoración, literatura, urbanismo, periodismo, jardinería y costumbres. Presta atención a las relaciones internacionales –con la llegada de una invitada de lujo, la entonces muy leída novelista alemana Ida von Hahn-Hahn– y al efecto mariposa de los sucesos, que no necesitan cables para propagarse: la noticia del suicidio de Haydon propicia que un relojero lo imite, con la intención (fallida) de que la tragedia permita a su familia recaudar dinero. Sin duda, Un verano sofocante sigue siendo hoy un brillante ejemplo de escritura biográfica que entretendrá al lector curioso e inspirará al historiador en busca de aproximaciones alternativas.