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Literatura

George Orwell y la profecía de la 'posverdad'

El arquetipo totalitario descrito por el autor británico en ‘1984’ aún ayuda a identificar los síntomas del fanatismo político

George Orwell y la profecía de la ‘posverdad’

Estatua de George Orwell en la sede central de la BBC (Londres, Reino Unido). | Stephen Chung (Zuma Press)

«Era un frío y luminoso día de abril y los relojes marcaban las trece. Winston Smith, con la barbilla en el pecho, se esforzaba en burlar el molestísimo viento. Se deslizó con rapidez entre las puertas de cristal de las Casas de la Victoria (…) El vestíbulo olía a legumbres cocidas y a esteras viejas. Al fondo, un cartel de colores, demasiado grande para hallarse en un interior, pegado a la pared. Un enorme rostro de más de un metro de anchura: la cara de un hombre de cuarenta y cinco años con un bigote negro y facciones hermosas y endurecidas». 

Los lectores que pasaron, siquiera de manera fugaz, por las librerías londinenses el 8 de junio de 1949, hace 75 años, se encontraron con esta descripción ambiental, precisa y construida a partir de una imagen poderosa, al abrir la primera página de una novela, publicada por el sello Secker y Warburg, en cuya cubierta se leía —escrita con letras, en lugar de con números— una fecha de cuatro dígitos: 1984. Su autor moriría (prematuramente) unos meses tarde, tras rendirse ante una tuberculosis contraída por haber vivido como un vagabundo callejero y anónimo para experimentar en primera persona el azote de la pobreza y poder escribir sobre ella. Era, claro está, un periodista. Esto es: un escritor realista. Y, sin embargo, se despediría de esta vida —recién salido de sus segundas nupcias— con una fábula sobre un mundo imaginario en el que el fanatismo rige la vida de unas personas que casi han dejado de serlo.

El libro fue un best-seller, aunque, a decir verdad, puede leerse como el mejor evangelio de la contemporaneidad. Los ejemplares de su primera edición se cotizan ahora en los catálogos de las librerías de bibliófilos a 7.267 euros cada uno, aunque su autor murió rozando la pobreza. Eric Arthur Blair, más conocido como George Orwell (1903-1950), había nacido a comienzos de siglo en la India colonial. Su vida dio muchos tumbos. De joven participó como voluntario (de izquierdas) en la Guerra Civil española, donde entendió para siempre el violento abismo que separa los dichos (políticos) de los actos ciertos y crueles (del poder). Conoció indistintamente los dos grandes totalitarismos de su centuria, que fueron la misma muerte con distintas máscaras teatrales. Así aprendió que, tras las utopías y las promesas de igualdad y libertad colectiva, se escondía la gramática falsaria de los asesinos. La miseria moral de unos políticos que manipulaban las desgracias y las iras de los hombres humildes e ignorantes para dominarlos, enriquecerse y perpetuarse fundando una estirpe con vocación imperial. 

La historia no era nueva. De hecho, remitía a una costumbre ancestral, pues el absolutismo y sus hijas, las dictaduras, son los regímenes que más tiempo de la Historia han gobernado los destinos de la humanidad. Desde las civilizaciones antiguas —donde la democracia ateniense era una excepción— hasta el presente, las máscaras del poder —siempre distintas, siempre idénticas— creaban un personaje carismático que, siendo tan vulgar como cualquier otro hombre, se representaba sí mismo de forma obsesiva y superlativa. Igual que un Pantocrátor todopoderoso, celoso del monopolio del amor incondicional de sus devotos. Así ha sido desde el origen del mundo. Y así será cuando se extinga el tiempo y todo desaparezca. 

1984 es una narración distópica —la crónica de un horror imaginario— que tres cuartos de siglo después que fuera enunciada, y pasados cuarenta años de la datación ficticia de los sucesos que cuenta, ha terminado por convertirse en la parábola más exacta de nuestro presente, incluida la escenografía tecnológica que envuelve la peripecia de sus personajes: una sociedad donde las personas son espiadas, controladas y gobernadas a través de pantallas, las delaciones son una industria, se habla una neolengua que reduce la realidad a un catecismo infantil y en la que pensar —o sentir— se considera una herejía que debe ser castigada. Orwell describe la quintaesencia del totalitarismo en este cuento de terror a partir de las experiencias de su tiempo, pero al proyectarlo hacia el futuro —más de tres décadas después de su escritura— alertaba del rumbo que podía tomar el mundo después de las dos grandes guerras mundiales. 

El escritor británico no hablaba tanto del pasado inmediato —la Segunda Guerra Mundial había terminado con la rotunda victoria de las democracias liberales— como de sus temores sobre un porvenir perfectamente factible. No hacía exactamente un ejercicio de memoria ni tampoco se inspiraba en la arqueología política. Formulaba un augurio sobre la humanidad en el caso de que las sociedades occidentales, en cuya placenta habitaba, siguieran practicando ese deporte de riesgo que es el fanatismo ardoroso de las masas. El Gran Hermano contemporáneo no tiene el mismo rostro del soberano de 1984. Es un ser invisible: el algoritmo, que habita en la galaxia de internet. El Ministerio de la Verdad, como sabemos, miente todos los días del año. Y los departamentos del Partido dedicados a la Paz y al Amor trabajan sin descanso, día y noche, para desmentir su propio nombre, mientras el odio, al que en la novela se le dedican dos minutos de práctica obligatoria cada día, se camufla tras el (hipócrita) buenismo oficial.

Otras obras literarias, como Nosotros de Yevgueni Zamiatin, La guerra de las salamandras de Karel Capek, El cero y el infinito de Arthur Koestler o Un mundo feliz de Aldous Huxley, imaginan un porvenir pavoroso y análogo al de 1984. Pero ninguna de estas obras, hijas de las turbulencias de su tiempo, ha resistido tan bien el paso de las décadas como la casi difunta obra de Orwell, que fue su testamento para la posteridad. Una llamada a las armas contra la manipulación de la información, la propaganda, las inquisiciones culturales, el puritanismo moral que prohíbe el sexo y el sectarismo identitario, todos ellos fenómenos de curso habitual en nuestros días, en los que los totalitarismos se nos presentan como populismos redentoristas y las autocracias simulan no serlo con una falsa escenografía democrática y asamblearia.

La novela de Orwell, sin embargo, desvela un secretum mayor: la realidad objetiva se torna indescifrable para los seres humanos si renuncian a pensar por sí mismos y aceptan, sin resistencia, las consignas de un poder que los utiliza como si fueran marionetas, en lugar de lo que son: individuos. La verdadera guerra cultural se libra dentro de nuestro cerebro, no en las trincheras. El borrado y la sustitución de certezas y referencias personales que comienza con los autores del posmodernismo, prosigue con la sacralización de una memoria institucional, que es un instrumento de reescritura histórica teñido de un sentimentalismo que pervierte los hechos, y culmina con el concepto de la posverdad. Esta es la progresión disonante de nuestra era. Somos pues residentes, incluso sin sospecharlo, del Londres ventoso de Winston Smith, que reescribe noticias e informes del pasado para que reflejen los dogmas del partido, mientras reprime sus pensamientos íntimos por temor a ser víctima de un auto de fe.

En cierto sentido, 1984 es también una consecuencia literaria de la Guerra Civil española, que Orwell vivió no tanto como una cruzada entre el fascismo y el comunismo soviético cuanto como el experimento más cercano de lo que sucedería en una sociedad (cualquiera) cuando la verdad deja de tener importancia y la mentira se convierte, ante la pasividad, la abulia, el interés fenicio o la doble moral de los individuos, en Historia sancionada. Entonces es cuando —según Orwell, que fue censurado por la democracia inglesa y al que detestaba la izquierda profesional— el poder del soberano, igual que en una snuff movie, es capaz de asegurar que «dos y dos suman cinco» ante el aplauso de los prole(tario)s idiotas, esos siervos satisfechos de formar parte de una mayoría de borregos. Orwell escribió 1984 para que el mundo no se pareciera a su libro. La vigencia de su novela, cuyo final no es feliz, sino descorazonador, es la señal más evidente de nuestra derrota colectiva. Todos somos ya habitantes de Oceanía.

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