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Literatura

Julia Navarro: «El primer enemigo del autócrata es la persona con pensamiento propio»

En ‘El niño que perdió la guerra civil’, la novelista retrata la represión en los regímenes franquista y comunista

Julia Navarro: «El primer enemigo del autócrata es la persona con pensamiento propio»

La novelista Julia Navarro. | © Juan Manuel Fernández

¿De verdad tenemos tan mala (y/o selectiva) memoria? Se suponía que no íbamos a olvidar los estragos causados por las ideologías totalitarias del siglo XX. En España seguimos muy atentos a las de un lado. El mainstream se apresura a denunciar el avance de la «ultraderecha», aunque a nadie se le ocurre elogiar las virtudes cinematográficas de Raza. Sin embargo, se considera de mal gusto afearle a toda una vicepresidenta del Gobierno que escriba un prólogo laudatorio de El manifiesto comunista

En ese contexto, llama la atención que alguien como Julia Navarro (Madrid, 1953) escriba una novela como El niño que perdió la guerra (Plaza&Janés), que comienza retratando la aportación a la guerra civil española de las dos caras de la misma pulsión represora, fanática y totalitaria —el Frente Popular y el franquismo—, para darle a continuación vuelo a su prolongación en la posguerra española y, sobre todo, la Unión Soviética. Las checas, las prisiones de Ventas o Segovia, la Lubianka, el gulag… Cosas que conviene recordar. Todas.

Aunque el libro adquiere por momentos el tono y el espíritu de los novelones clásicos rusos, Julia Navarro no es ni Tolstói ni Dostoyevski. Tampoco lo pretende. Despliega una prosa sin alardes, pero pulcra, más que digna, con un gran sentido del ritmo y personajes bien dibujados, fáciles de seguir. Lo que se suele denominar como «best seller de calidad», para advertir que tampoco estamos ante el Dan Brown de turno, para entendernos. Le salió así desde su primera novela, La hermandad de la Sábana Santa (2004), que ha vendido un millón de ejemplares. Para qué cambiar.

Consciente de sus limitaciones, reconoce su militancia en el estilo de la gran tradición rusa porque, dice, «son novelas de personajes, pero en un escenario sin el que no se entenderían. Cuando me dicen que escribo novela histórica, lo niego: lo que pasa es que me preocupo por explicar el contexto de mis personajes». Aunque a El niño que perdió la guerra hay que añadirle un matiz al respecto. Lo que le pasa a Clotilde, Pablo, Anya, Borís, Agustín… podría estar empezando a pasarnos también a nosotros. 

Tras ejercer el periodismo durante tres décadas largas, a Julia Navarro le ha quedado «una forma de ver el mundo» que la lleva a preocuparse por «lo que ahora llaman neopopulismos, ese conjunto de pulsiones totalitarias de algunos políticos que está incluso dando lugar a autocracias: la antesala de los regímenes totalitarios. Y me impresionó mucho una noticia reciente que aseguraba que a un tanto por ciento bastante elevado de jóvenes españoles no les importaría vivir en un régimen totalitario». 

El niño que perdió la guerra recuerda en qué tipo de existencia deriva esta dejadez. Uno de sus personajes más interesantes, afín al régimen soviético que lo subyuga a él y a toda su familia, exclama en medio de la tragedia: «¿Qué es una vida comparada con la victoria de todo un pueblo?» Julia Navarro reconoce ahí la clave de bóveda de cualquier revolución de este tipo: «El destino de un individuo no cuenta, lo único que importa es la causa. Y en nombre de este argumento se han cometido muchos crímenes».

En la dictadura de la Idea, la libertad es un estorbo. Toda creatividad debe orientarse a la Idea. Toda. Incluida la artística. O, más bien, empezando por ella. Tanto en la España franquista como en la Rusia comunista, los personajes de la novela sufren la represión del Estado por gustar del arte prohibido. «El primer enemigo de todos los autócratas y dictadores es la persona con un pensamiento propio y la voluntad de expresarlo a través del periodismo, la literatura, la pintura, la música…»

La novela sigue la peripecia de una familia de la Madrid republicana, que se bifurca cuando el niño Pablo es enviado al exilio en Moscú. Poco a poco, la trama rusa se va imponiendo a la española en páginas y, sobre todo, en intensidad. Con Stalin, el comunismo llevó hasta el paroxismo la persecución a cualquier forma de creatividad que se desviara de la misión de crear el Hombre Nuevo. Julia Navarro recuerda cómo le «aterraba» lo que leyó, hace años, «sobre la Unión de Escritores Soviéticos: que fueran los propios escritores los encargados de censurar y delatar a sus colegas me parece el colmo del retorcimiento mental».

Asistir a una reunión informal para hablar de literatura podía suponer un viaje al infierno del gulag, campos de trabajo esclavo en condiciones infernales que Navarro describe con detalles que pueden resultarle incómodos a más de uno. Dice Navarro que «la izquierda se mueve siempre mal en el debate que personificaron en su momento Sartre y Camus. El primero sabía que en la Unión Soviética no había libertad, se perseguía al disidente y se cometían todo tipo de injusticias, pero argumentaba que denunciarlo favorecía a la reacción. Camus insistía en la obligación moral de contar la realidad». 

Se le pueden dar muchas vueltas, si se quiere hasta citar a Gramsci poniendo los ojos en blanco, pero en realidad se trata un mecanismo tan sencillo como esta síntesis de Navarro: «No me meto con estos porque son los míos: una postura instrumental y cínica, contraria a la ética y valiente de Camus. Por eso yo este libro se lo dedico a los que dijeron no, a los que dicen no y a los que dirán no. Ahora que lo pienso, se lo debería haber dedicado a Camus».

Esa independencia tiene un coste. Uno de los mayores aciertos de El niño que perdió la guerra es el uso narrativo de la tensión de los personajes por arrastrar a sus familias hacia el precipicio de la represión. Para un secundario que logra mantenerse al margen de la locura estalinista resulta obvio: «Naturalmente, es algo que se hace todos los días, condenar a los familiares de los traidores para que el pueblo aprenda la lección». Y Clotilde llega a preguntarse, angustiada, «qué clase de madre era que había puesto en peligro a su familia» dibujando caricaturas de Franco. 

«No hay que juzgar a la gente que se calla, cada uno tiene su propia encrucijada personal», reconoce Navarro. «Pero con que alguien que diga no, algo se pone en marcha». Los capítulos más emocionantes de la novela recrean la lucha de los represaliados por mantener su dignidad a toda costa. «En un libro de testimonios de mujeres que habían pasado por el gulag leí que algunas creían que, a pesar del sufrimiento, la experiencia había tenido una parte positiva: la solidaridad con otras mujeres, el conocerse a sí mismas, la resistencia… En medio del horror, del hambre, de los malos tratos, del frío, de todo eso, se recordaban recitando poemas de memoria para compartirlos. Era una forma de conservar un prisma de humanidad».

En uno de los momentos más emocionantes de la novela, varias mujeres despojadas de todo representan en un páramo aislado de Siberia su propia versión teatral de lo que recuerdan de Anna Karenina, ese libro dolosamente burgués prohibido por los creadores del Hombre Nuevo. El delirio totalitario había empezado a perder.

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