José Eustasio Rivera y su viaje a las tinieblas del caucho
La novela ambientada en la selva amazónica ‘La vorágine’, obra fundacional de la literatura colombiana, cumple 100 años
José Eustasio Rivera (1888-1928) murió en Nueva York una mañana de diciembre. Con seguridad, en las calles nevaba, pero su cuerpo ardía como una rama a punto de quebrarse. Hay quien sostiene que su deceso aconteció por un derrame cerebral súbito, precedido de una hemiplejia; otros afirman que las convulsiones que zarandeaban su cuerpo se debían al paludismo contraído, tiempo antes, en las húmedas selvas fluviales de Colombia. Cabe la posibilidad de que ambas versiones sean correlativas y la malaria, instalada en su sangre, causase su muerte cerebral. Se le incendiaron las sienes. No volvió a ver más la luz del día.
Rivera, cuyos restos están enterrados en el cementerio central de Bogotá, peregrinó –in articulo mortis– desde Estados Unidos hasta la capital de Colombia en un trayecto que, según explican las crónicas, duró 40 días y exigió transbordos de toda clase. Su viaje final no fue tan sencillo como cruzar la Estigia –representación clásica del tránsito a la otra orilla, de la que ya no se vuelve más– pero, de cierta forma, tenía un sentido. Al menos, si se entiende de manera inversa, porque fue también un tormentoso viaje el que sellaría su destino y elevaría su nombre al ilustre panteón de los escritores de la literatura hispanoamericana.
No deja de resultar irónico que su recuerdo, que él siempre creyó que iba a ser poético, pues escribió versos desde joven, se deba a una obra en prosa –La vorágine– que está considerada como la gran novela fundacional de la narrativa moderna colombiana. Una de las fuentes de donde bebe la literatura del realismo mágico de Gabriel García Márquez. Publicado por vez primera hace ahora un siglo, en la editorial Cromos, el manuscrito de La vorágine sufrió a lo largo de las cinco ediciones que llegó a ver en vida su autor una suerte de mutilación infinita. La tortura textual continuó de forma póstuma, tras su desaparición. De ahí que haya que ser cuidadoso al elegir una edición del libro porque la diferencia entre unas y otras –sea directa o mediante reimpresiones– es notable y afecta tanto al léxico como a pasajes enteros.
Rivera, de hecho, murió sin dejar lista una versión definitiva, tras alterar de forma compulsiva la obra en las sucesivas versiones previas. Pareciera que había algo en este libro, hijo de un modernismo tardío, que le atormentara. En apariencia, se trata de una historia de atmósfera regionalista sobre la región de la selva amazónica situada al Este de Colombia, junto a Venezuela y Brasil, entre las postrimerías del siglo XIX y comienzos del XX. Allí viajan dos amantes: una niña bien –Alicia– a la que su familia había decidido dar en matrimonio a un terrateniente y un poeta (Arturo Cova) sin un peso, picaflor y con tendencia a los excesos.
Ambos se sumergen en la selva sin sospechar los efectos (telúricos) que este inmenso espacio natural, pero también metafórico, provocará en sus vidas. En La Maporita, que es la primera estación geográfica de su tormento, se encontrarán con la sórdida y brutal esclavitud de la industria del caucho, la vencida cultura indígena y una colección nada ejemplar de personajes asilvestrados, desde bandidos y contrabandistas a prostitutas o asesinos. No transcurrirá mucho tiempo para que estas dos criaturas de ciudad comiencen a parecerse a ellos. La novela relata su metamorfosis. Puede pues vincularse, a pesar de todas las diferencias estilísticas y de composición, con esa epopeya negativa que Conrad nos relata en El corazón de las tinieblas.
Novela sentimental, fábula de terror
José Eustasio Rivera funde en la figura de Arturo Cova, su gemelo literario, las experiencias autobiográficas vividas durante su participación, como abogado y diplomático, en la comisión que fijó los límites geográficos entre Venezuela, Perú, Colombia y Brasil. No es exactamente una obra testimonial. Es una alegoría oscura sobre los efectos que el infernal paisaje selvático obra en las sensibilidades civilizadas. Pero tampoco es este factor el que justifica que el libro conserve todavía atractivo para un lector contemporáneo, tan alejado de la sensibilidad de hace una centuria. Su importancia se debe a su técnica. A su eficaz estructura compositiva.
Rivera narra su historia, igual que Cervantes, mediante la simulación de una autoría delegada, múltiple y figurada que otorga a su cuento, que comienza como una novela sentimental y termina al modo de una fábula de terror, una verosimilitud inquietante y madura. La vorágine es una summa documental –una carta (prólogo) presenta el texto principal como el manuscrito escrito por Arturo Cova, enunciado en primera persona; el epílogo es un breve cable de telégrafo que informa de la misteriosa desaparición de los personajes– cuya forma narrativa es la acumulación de diversos discursos. Empieza como una confesión, después se torna crónica descriptiva, salta (a medida que el relato va avanzando) al género del dietarios y termina sin un punto final, como si Cova hubiese dejado sus anotaciones de manera fugitiva.
La fascinación que en su momento provocó esta novela reside en esta combinación de las voces narrativas, unas con mayor y otras con menor presencia, hasta trenzar una red de significados ambiguos, una polifonía, donde el lector tiene que adivinar si el tono de Arturo Cova, que es el que cuenta la parte esencial del drama, pero no el único narrador, pues aparecen cuatro voces ficticias más con perspectivas distintas, es fiel a la realidad o si su relato se debe al delirio que provoca la omnipresencia de una selva que, igual que el estómago de una ballena, devora lo que encuentra en su interior. En la selva no existe la civilización. El tiempo es denso. El aire quema. Los mosquitos traen las fiebres que anteceden a la muerte palúdica. Los instintos más bajos se desatan. Y la violencia rige el reino de la supervivencia.
A pesar de ser interpretada a veces como una narración de denuncia social –ésta es la lectura de quienes todavía creen que las novelas tienen (o deben dar mensajes, en lugar de sembrar dudas, formular preguntas y cuestionar las verdades aceptadas– se trata de una narración psicológica. Un collage donde no está clara la divergencia entre los hechos y la imaginación, la vigilia y el sueño, la cordura y la locura. Donde los hombres se embrutecen, se engañan y se matan hasta que la selva, que aquí es la metáfora de una eternidad pavorosa, se los traga. Another part of the heath. Storm still, escribe William Shakespeare en King Lear.